El hospital, el ambulatorio, la casa de niños… Por qué el padre Stefano es un punto al que mirar. En África, pero no sólo
El motivo del encuentro fue del todo casual. Un empresario pide a su amigo Francesco conocer al padre Stefano Scaringella, un padre capuchino italiano en misión desde hace 30 años en Madagascar, que está de visita en Italia. Nace una amistad inesperada y la promesa de ir a visitarlo. Así que Franco y sus amigos, después de un tiempo, viajan a Ambanja, en Madagascar, donde encuentran una abundancia de bien, ese bien del que está llena la Iglesia de Dios.
El Padre Stefano es un cirujano de 62 años, licenciado en el Gemelli de Roma, que ha construido en Ambanja un hospital con 110 camas y 130 trabajadores (personal médico y paramédico local) para atender a una población de setenta mil personas. Realiza cerca de tres mil intervenciones quirúrgicas al año (entre ellas, 300 cesáreas), y garantiza un servicio en la zona gracias a un ambulatorio móvil (un jeep equipado), con acciones de prevención higiénico-sanitaria y nutricional para niños, y asistencia a mujeres embarazadas. También ha creado una casa de acogida en la que hospeda a una veintena de niños a los que sigue personalmente –con el apoyo de dos laicos que trabajan a jornada completa-, que le llegan del Tribunal de Menores. Es seguramente el punto de referencia sanitario y social de toda la ciudad y alrededores, autorizado y reconocido por todos los grupos sociales, tribales y religiosos.
Cuando tratas de entender un poco mejor cómo el Padre Stefano, junto a sus amigos, ha llegado a realizar una obra tan imponente, todo te parece mucho más sencillo. “He tenido la suerte de trabajar tres años como médico en una fábrica de aceite de palma para Astaldi, una multinacional con tres mil operarios. Con el sueldo de estos tres años hemos hecho el hospital”. Con una sencillez que te desarma, cuenta también cómo empezó la “casa de los niños”, como él la llama. “Dejaron a una niña enferma abandonada en el pórtico de nuestra misión. Cuando estuvo curada, fui al tribunal, donde me dijeron que no había casas de acogida, a menos que yo quisiera hacer una”. Dicho y hecho.
Después llega el descubrimiento de que la responsabilidad económica y de gestión cae sobre él y esto le ha llevado de gira por Europa en busca de apoyo. El trabajo no deja de aumentar y él sigue en busca de ayuda. Nuevos apoyos, nuevas ocasiones, nuevos encuentros que se ponen delante: “Descubrir un modo nuevo de existir, a mi edad, es algo muy estimulante”.
Sobre los motivos que le han llevado a África, sigue con la misma sencillez dejándose llevar por las circunstancias que despiertan las necesidades más originales de su corazón: “Estoy en Madagascar simplemente porque mi orden tenía aquí su misión. Ayuda a esta gente a vivir mejor”. Luego te paras a pensar que estás hablando con un hombre que ha dejado su vida a Cristo y te dice con una sonrisa: “¿Cómo podemos entender lo queridos que somos, únicos e irrepetibles, si no es delante de un hombre que se mueve así?”. Es un nuevo y curioso ejemplo de subsidiariedad: un desarrollo que nace del corazón y de la fe, un modelo arduo y sencillo, desconocido para los que siguen utopías y sueños de poder.
*Presidente de la Fundación para la Subsidiariedad
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