De los errores de los religiosos a las polémicas sobre el celibato. De unos datos inflados a las implicaciones patológicas del problema. El psiquiatra EUGENIO BORGNA explica el peso de los ataques a la Iglesia. Un intento de debilitar el horizonte de sentido del hombre, que únicamente en la caritas vive aquello que le salva de su mal
«Creo firmemente en el poder curativo del amor de Cristo», escribía Benedicto XVI el 19 de marzo en la Carta a los católicos de Irlanda, con motivo de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y religiosos con niños y jóvenes, durante mucho tiempo subestimados por una parte de la jerarquía eclesiástica irlandesa. Son las palabras doloridas de un padre que sabe que sólo el amor misericordioso del único Padre puede dar esperanza y perdonar aquello que para los hombres es humanamente incomprensible e imperdonable.
Los delitos de pedofilia con los que se han manchado religiosos en Irlanda, en Alemania, y antes aún en Estados Unidos han saltado a las páginas de los periódicos de todo el mundo. Se trata de actos infames condenados con firmeza por el Papa, que han suscitado una avalancha de críticas contra el celibato, las órdenes religiosas, pero más radicalmente contra la Iglesia, por parte de columnistas e intelectuales. Y a propósito de la Iglesia el Papa escribe, siempre en su Carta, dirigiéndose a los jóvenes: «Todos estamos escandalizados por los pecados y fallos de algunos miembros de la Iglesia, en particular de los que fueron elegidos especialmente para guiar y servir a los jóvenes. Pero es en la Iglesia donde encontraréis a Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre». En estos meses, muchos se han sentido con el “deber” de decir qué es la Iglesia, cómo se ha reducido y qué debe hacer para salir de esta situación. Olvidándose de los miles de religiosos que cada día, de forma silenciosa, en todos los rincones de la tierra, dedican su propia vida a los necesitados, únicamente por amor a Cristo y a la Iglesia. Y el Papa insiste de nuevo, con todo el dolor por lo que ha sucedido e indicando un camino a recorrer, que sólo ahí está presente Cristo.
Pocos días antes de la publicación de la Carta nos encontramos con el profesor Eugenio Borgna, jefe emérito de Psiquiatría del Hospital Mayor de Novara y autor de varios ensayos. En la conversación con él, a partir de los hechos sucedidos, ha salido a la luz un tema más amplio: el de la presencia de la Iglesia en la sociedad contemporánea.
La pedofilia es seguramente uno de los delitos más nefandos que se pueden cometer. Produce una indignación aún mayor si los que los han cometido son religiosos. ¿Cuál ha sido su primera reacción ante estos hechos?
En primer lugar, que desde un punto de vista numérico el fenómeno es mucho más limitado de lo que parece. Es normal que, vista la resonancia que ha tenido en los medios de comunicación, se haya producido una enfatización del hecho mismo, que se acompaña de testimonios improvisados de posibles abusos, nacidos tras la estela de lo que llamaría “ilusión de la memoria”, una deformación de la memoria. Estamos hablando de hechos acaecidos incluso hace 30 años. Con esto no quiero decir que no exista la desviación. Es más. Existe, y no es infrecuente. Los sacerdotes que han cometido tales crímenes pueden haber sido empujados por problemas patológicos, como cualquier otro hombre. Y la Iglesia los ha condenado drásticamente. En este clima, los medios de comunicación tienden a indicar el sacerdocio como una de las fuentes de esta terrible experiencia agresiva. Pero vincular estas dos experiencias de vida –el celibato y la aparición de estos hechos– no me parece correcto.
Ciertas tomas de posición sobre la relación entre celibato y pedofilia parecen el ejemplo de una abierta hostilidad, de un ataque hacia la Iglesia.
La Iglesia es en la actualidad la única institución que defiende valores que el mundo rechaza. Defiende la vida hasta el fondo, se presenta como portadora, testigo, de un rechazo continuo a todo aquello que no se puede fundar sobre valores que otros en cambio objetan. Atacar a la Iglesia significa debilitar lo que siempre ha sido y sigue siendo su extraordinaria y única fuerza de defensa de los valores absolutos que van más allá de la productividad del hombre: la salvaguarda de la vida, el respeto de la muerte. La Iglesia es portadora de horizontes de sentido, de vida, irreconciliables con aquellos que tienen una concepción positivista de la vida que excluye la libertad verdadera, que excluye la presencia de esa dimensión espiritual que forma parte de la vida y que entra en conflicto con la ideología laicista. Sorprender a la Iglesia en una dificultad como ésta, en un comportamiento horrible como éste, ofrece la ocasión para afirmar que ya no es creíble. Ya no puede ser maestra de vida.
Y no sólo. Se pone en discusión también la dimensión educativa. Los abusos se han producido en centros educativos...
Es cierto. Estos hechos se interpretan como testimonio de la incapacidad educativa de la Iglesia, e impactan de lleno en una de las realidades más grandes e indiscutibles: la Iglesia vive la enseñanza con una pasión e implicación emocional y asistencial intensa, exclusiva y total. Para la Iglesia, la educación es la premisa por la que la fe, la esperanza y la caridad son vividas de forma concreta e histórica en el mundo de hoy.
Pienso no sólo en los colegios, sino también en las parroquias, en las obras asistenciales. Se niega la primera dimensión evangélica de la Iglesia.
Se ataca de lleno la posibilidad de que las jóvenes generaciones puedan vivir un cristianismo siempre actual, vivo y palpitante. Redescubrir la actualidad vertiginosa del Evangelio es una de las tareas que toda educación debería tener: laica y católica. La pasión por enseñar es una de las grandes líneas del Evangelio. Pensemos en la frase: «Ama al prójimo como a ti mismo» –una revolución no sólo desde el punto de vista psicológico y humano, sino también antropológico y existencial–; esta frase es de una actualidad perenne, porque tiene en cuenta las fragilidades humanas y los grandes recursos psicológicos que hay en nosotros. Es el concepto de caritas, subrayado por Benedicto XVI. El amor de Dios. Cuando se niega esto, nos hacemos prisioneros de ese individualismo que se extiende por muchos ambientes y que rechaza una Iglesia que indique caminos de desarrollo, de reflexión y de contemplación que van más allá de la realización inmediata de nuestros impulsos, incluidos los sexuales, ligados al placer inmediato.
Este elemento del individualismo como rechazo de la caritas es interesante.
El individualismo se contrapone a cualquier forma de solidaridad, no sólo en el sentido sociológico, sino en el sentido de una solidaridad humana que implica respeto, admiración asombrada, búsqueda necesaria de cualquier forma de ayuda para los que son más débiles, una ayuda que impida que sean arrastrados por la lógica de la productividad, que es una de las razones falsas sobre las que camina el mundo. Cuanta más caritas hay en nosotros, más capaces somos de comprender a los que se equivocan, a los que están mal. Y esto abre el camino a la esperanza, a la pasión de la esperanza. Una esperanza que no está dentro de ti mismo, sino que te es dada.
¿En qué sentido?
O la esperanza es cristiana, o se reduce a optimismo, como ha dicho Benedicto XVI en la encíclica. La esperanza crea relación: yo espero por ti. Es la epifanía del “nosotros”, del prójimo. Volvemos así al juicio de Cristo: «Ama al prójimo como a ti mismo». Éste es el fundamento de toda ética y bioética. Hay unas exigencias humanas que son indelebles: la felicidad, el infinito e incluso el sentimiento de culpa, que forman parte de la vida de todos los días, pero que son pisoteadas por el optimismo. La esperanza es una relación capaz de abrir el horizonte, de dilatarlo. El optimismo dura un instante, mientras que la esperanza da sentido al obrar. La esperanza cristiana permite no absolutizar. Ni siquiera el mal.
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