Una muestra profundiza en la relación entre el pintor español y el mundo moderno. Desde los retratos de la realeza a los desastres de la guerra, la audacia de un artista que “clavaba” a sus víctimas. Pero que también se dejó herir por una mirada de inolvidable pureza
«El señor Goya se declara abiertamente favorable a la libertad, en la forma de enseñar y en la práctica de los estilos; dice además que hay que rechazar cualquier sujeción servil típica que debilite y envilezca la pintura». Es una declaración recogida en las actas de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la que Francisco de Goya era director adjunto. Está fechada en 1799: el pintor tenía entonces 63 años. Desde hacía trece, debido a una grave enfermedad, estaba completamente sordo: podemos, pues, imaginárnoslo dictando estos principios elementales con la cabeza bombardeada por el silencio. No se le conocen muchas más declaraciones de poética. Pero, en su esencialidad, estas palabras son suficientes: para Goya la libertad es el bien más precioso para un artista, sobre todo en aquellos decenios en los que la academia ejercía un peso sofocante sobre las biografías de la mayoría de los artistas.
En cuanto paladín de la libertad, Goya es por tanto un artista a quien todos los que vinieron después han mirado siempre con veneración. Goya no creó escuela en el sentido literal del término, pero fue como un viento que trastocó las normas y las categorías preconstituidas, ampliando los horizontes y abriendo de par en par perspectivas en las que muchísimos han encontrado su camino. La muestra que se expone en Milán (del 5 de marzo al 27 de junio), “Goya y el mundo moderno”, quiere ser el homenaje a un hombre que fue maestro para todos, sin serlo materialmente para ninguno. Cada una de las secciones cuenta, tema por tema, lo que su libertad hizo nacer: resultados a menudo alejados entre ellos, pero que, según las intenciones de los comisarios de la exposición, se explican sólo por el potente soplo de libertad que Goya impulsó.
¿Qué fue, pues, para Goya la “libertad”? Una energía fascinante e impetuosa, una fuerza que empuja a la creatividad a medirse con la realidad sin protecciones, ni estéticas ni ideológicas. Una acción siempre libre de prejuicios. Un estímulo constante a moverse. En una palabra: una audacia.
Una audacia que a veces desarmaba a sus interlocutores, y los convertía en sus víctimas. Los historiadores han tratado de explicar y convencerse de que, por ejemplo, una extraordinaria obra maestra como el retrato de la Familia de Carlos IV (en cuya corte Goya trabajaba e imponía su ley) no acabara siendo percibido como una imagen despiadada de la miseria humana, y también física, de aquellos poderosos. Nosotros hoy lo vemos innegablemente así, pero incluso entonces dicha imagen tenía ciertamente la fuerza de erigirse como un espejo del que ninguno podía apartarse. Un punto de sinceridad absoluta, con la que clavaba a sus víctimas.
Un remolino que vuelca los papeles. En una época de proclamación de revoluciones que eran derrotadas por sus contrarias (los dos célebres cuadros de Goya que alberga el Prado con los Fusilamientos testimonian las crueles masacres llevadas a cabo por los franceses contra los seguidores de la monarquía en 1808), Goya no vende a nadie su libertad. No se aparta de su condición de funcionario de un régimen mediocre, prepotente y en declive. Sin embargo, esto no le impide demoler, con la serie de grabados dedicados a los Desastres de la Guerra (algunos se pueden ver en Milán), a todos los contendientes sin excepción.
El arte para Goya es como un remolino que vuelca los papeles, sin respeto por el poder ni las costumbres. De este modo, cuando pinta temas sacros, renueva la iconografía, introduciendo un estremecimiento vital que la pintura no registraba desde los tiempos de Caravaggio y Rembrandt. En Milán puede verse un testimonio de esto en una pequeña tabla con Cristo en el Huerto de los Olivos, que Goya transforma en un diálogo estremecedor entre Cristo y el ángel, plasmado con fulgurante dramatismo. La pintura además parece literalmente prender fuego, porque Goya no se contenta con pintar al sujeto; él va más allá, casi para absorber, mediante los colores y la intensidad de las pinceladas, la angustia infinita de aquel instante.
A lomos de un mulo. Como todos saben, en sus últimos años el pintor decidió autoexiliarse a Francia, postrado por los años de la guerra y por la vuelta de un poder absolutista y represivo. El rey le concedió permiso para expatriarse: además, el artista era un hombre de 78 años, físicamente desgastado, al que no le quedaba mucho tiempo de vida. Pero su estado físico engañaba. Goya seguía siendo un hombre de espíritu incansable, capaz de aventurarse por tierras nuevas. Así, llegado a Burdeos, logró pintar una nueva obra maestra, completamente inesperada (tan inesperada que algunos críticos dudaron de su autoría). Se trata de la Lechera de Burdeos que, por sí sola, vale el precio de la entrada a la muestra milanesa. Es el retrato de una chica que probablemente está a lomos de un mulo, con un cántaro de leche sobre su lado izquierdo. El retrato está pintado desde abajo, y se recorta bajo un cielo increíble, inmenso y profundo, que se hace cada vez más luminoso, y se enciende en los contornos de la figura. Goya pinta este cuadro usando también una técnica exenta de prejuicios. De hecho, el color al óleo está mezclado con almidón y arena fina, una mezcla que hace vibrar de luz la materia. Pero el detalle inolvidable es la mirada estremecedora de la chica, llena de deseo e impregnada de nostalgia. Una mirada de inolvidable pureza. ¿Hacia dónde se dirige su mirada? Goya deja abierta la pregunta. Deja tan sólo indicios. Y todos los indicios llevan a un punto, que es como un pálpito y que tiene que ver con su destino.
EL PINTOR DEL REY
Francisco de Goya y Lucientes nace en Fuendetodos (Zaragoza) en 1746. En 1799 se convierte en el pintor de la corte de Carlos IV. Su obra refleja el convulso periodo histórico en que vive, particularmente la Guerra de la Independencia, de la que la serie de estampas de Los desastres de la guerra es casi un reportaje moderno de las atrocidades cometidas y componen una visión exenta de heroísmo donde las víctimas son siempre los individuos de cualquier clase y condición. Al final del conflicto hispano-francés, pinta los dos grandes cuadros sobre el levantamiento del 2 de mayo de 1808. Pero su obra culminante es la serie de pinturas al óleo sobre el muro seco con que decoró su casa de campo (la Quinta del Sordo), las Pinturas negras. En ellas Goya anticipa la pintura contemporánea y los variados movimientos de vanguardia que marcarían el siglo XX. Muere en Burdeos en 1828.
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