Un crimen que ha marcado la historia de nuestro país. Al instante, aquella oración por los asesinos. Y después la educación de los hijos, el deseo de una vida feliz, el perdón... GEMMA CAPRA, viuda del comisario Calabresi, describe «el don incomparable» que ha acompañado su historia, la fe, y el encuentro en los años sesenta con don Giussani
Hay encuentros que descolocan, que desbaratan la imagen que tenías, por muy bonita que fuera: encuentros que te hacen cambiar. Es lo que me ha sucedido con Gemma Capra, viuda del comisario Luigi Calabresi, asesinado por militantes de extrema izquierda el 17 de mayo de 1972 mientras salía de su casa en vía Cherubini de Milán (ver apartado adjunto). Eran los “años de plomo” del terrorismo, cuando en Italia se mataba en nombre de una ideología que pretendía eliminar a balas todos los que consideraba enemigos. Se había suprimido la idea misma de democracia y de bien común. Porque a la persona, con sus sentimientos, pensamientos y deseos, se había sustituido un proyecto ideológico. La razón se había vuelto loca.
En el momento del asesinato, Gemma Capra tenía 25 años, dos niños pequeños y un tercero de camino. Su familia, profundamente católica, fue su gran apoyo. Y mientras buena parte de la opinión pública seguía difamando la memoria de su marido, acusado injustamente del homicidio del anarquista Pinelli, ella decidió volver a empezar su vida. Había algo sobre lo que se podía construir, a pesar de todo.
Para ella y para sus hijos. Después del nacimiento del tercer niño, empezó a dar clases de religión en la escuela primaria. Más tarde conoció al artista Tonino Milite, con el que se casó en 1982, y tuvo su cuarto hijo. Era posible vivir felizmente, sin olvidar. Han sido años de investigaciones y de procesos. En las salas de los tribunales se ha encontrado cara a cara con los que planearon y llevaron a cabo el asesinato de su marido. En ella nunca prevaleció el rencor. En estos años, ha querido contar su historia sobre todo a los jóvenes, para que puedan comprender una época dramática de la historia de Italia y cómo se puede volver a empezar. «En mi vida ha habido muchos encuentros importantes que han dejado una huella», nos dice cuando nos encontramos. «Porque hace falta tener los ojos abiertos ante la realidad. A finales de los años 60, conocí a don Luigi Giussani».
¿Cómo le conoció?
Yo tenía unos 20 años, me acababa de diplomar y trabajaba en la empresa de mi padre. Mis hermanos cursaban su carrera universitaria –yo soy la cuarta de siete– y vivían la experiencia de Gioventù Studentesca. Me invitaban a los encuentros que tenían con él los domingos por la mañana en vía Sant’Antonio, en Milán. Tengo un recuerdo muy preciso. Cuando don Giussani hablaba, era como si tronase, porque quería transmitir todo lo que llevaba dentro. Era muy decidido, casi severo. Me explico. Él decía: el cristianismo es el cristianismo, no se pueden hacer componendas. El Evangelio cambia la vida cotidiana de cada uno. Pero la “severidad” de sus palabras dejaba traslucir la misericordia infinita de Dios. No se escandalizaba de nada. Nunca decía: «Bueno, contentémonos con... ». No. Te trasmitía que eres amado por Dios siempre, aun cuando estás en el fango, mientras te estás equivocando. La esperanza de Su abrazo encuentra siempre respuesta, basta con volver la mirada. Esto ha estado siempre presente en la educación de mis hijos, y cuando daba clase de religión.
¿En qué sentido?
Debes acompañar a un alumno o a tu hijo para que dé lo máximo de sí mismo, para que comprenda lo que es justo, para buscar la verdad, para entender qué te pide el Evangelio. Pero en esto nunca estamos solos, porque Dios se pone a nuestro lado, nos ayuda. Ésta es la misericordia infinita de Dios, que yo sentí de forma arrolladora el día de la tragedia.
¿Por qué? ¿Qué pasó aquel día?
Cuando me dijeron que mi marido había sido asesinado, junto al dolor desgarrador que sentí, experimenté también el abrazo de Dios a mi vida. Es difícil de explicar. Cuando trato de contarlo a los jóvenes, ellos, en voz baja, dicen: «Pensamientos de abuela». Entonces, les digo que yo tenía 25 años, que me gustaba bailar, salir a cenar, ponerme guapa. Y esa mañana le dije a mi párroco: «Recemos una oración por la familia del asesino». ¿Como pude decir algo así? Humanamente, con mis 25 años, yo no podía tener esa fuerza. La ayuda me llegó desde fuera. El Señor me abrazó dándome el donincomparable de la fe. No se me ahorraron ni el dolor ni la dificultad, pero se llenaron de significado. Yo procedía de una familia católica, iba a misa, rezaba. Pero una fe así fue verdaderamente una gracia. Aquel mismo día decidí que mis hijos no podían crecer en el odio y el rencor, sino en la alegría. Lo que el Señor me había concedido tenía que ofrecerlo como testimonio. Era lo único que me pedía.
A propósito de testimonio, en aquellos días usted quiso poner en la esquela de su marido las palabras de Jesús: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». ¿Qué significa perdonar?
Fue mi madre la que me indicó esa frase, diciéndome: «Es necesario romper esta cadena de odio y de violencia con una frase de amor. ¿Y qué mejor que las palabras de Jesús en la Cruz?». Yo acepté. En estos años he vuelto a pensar muchas veces en el significado de esta frase. ¿Por qué Jesús no dijo simplemente: «Os perdono porque no sabéis lo que hacéis»? Me he dado esta explicación: Jesús era hijo de Dios y era hombre. Cuando estaba en la Cruz comprendió que como hombre era demasiado difícil perdonar, y entonces nos indicó el camino: pedir a Dios que lo hiciera en nuestro lugar, dándonos así tiempo para hacer un camino. Para mí en aquel momento era imposible perdonar, necesitaba hacer un camino. Porque no se perdona con la boca o con la cabeza, sino con el corazón. Es fácil perdonar a quien te lo pide –en nuestro caso al arrepentido Leonardo Marino–, es más difícil hacerlo a quien no lo pide o no lo quiere. Pero esto no importa, es un camino que debe hacer cada uno. Cuando me contaron que Adriano Sofri estaba enfermo, me disgusté mucho, porque era una persona con la que había tenido que ver durante muchos años. Saber que estaba mal no me daba ninguna alegría, ni mucho menos me quitaba el dolor.
En su libro Spingendo la notte più in là, su hijo Mario (actual director de La Stampa, ndr), cuenta que cuando le ofrecieron un trabajo en La Repubblica pensó rechazarlo porque el periódico publicaba artículos de Sofri. Usted le disuadió de que lo hiciera.
Sí. Le dije claramente que no podía dejar que esa persona siguiera decidiendo todavía sobre su vida. Si era una ocasión importante para él, debía aceptar. Esto significa reconstruir. Creo que un día conseguiré rezar por las personas que nos han hecho sufrir. La mayor dificultad de situaciones como la nuestra son las consecuencias que se derivan del acto homicida.
¿En qué sentido?
Cuando he tenido ocasión de encontrarme con víctimas del terrorismo, he conocido a niños y adolescentes cuyo padre había sido asesinado, niños cuya vida ha sido destruida para siempre, porque su madre no fue capaz de recobrarse, porque dentro de ellos sólo quedaba el rencor, el dolor por lo que les había sido brutalmente arrebatado. ¿En nombre de qué? De una ideología. El terrorismo arrebata a las personas su vida cotidiana, sus pasiones, sus deseos.
¿Habla de esto cuando la invitan a dar su testiminio?
Me gusta sobre todo hablar con jóvenes padres y con los chicos. Trato de comunicarles, a través de mi historia, que con el odio y con la violencia no se llega a ningún sitio. La violencia es la negación misma de la democracia. Trato de transmitir la conciencia civil del valor de la persona, de la responsabilidad que tienen ellos, de la necesidad de construir un pensamiento libre y autónomo. En este aspecto es fundamental la familia, porque los chicos pueden ver y comprender sólo si en ella hay un buen ambiente.
Hablando de jóvenes, ¿cuánto ha influido en la educación de sus hijos el don de la fe?
Ha influido en primer lugar desterrando el rencor. Levantarse por las mañanas llena de rabia sería como contribuir al odio que mató a mi marido. Esto habría sido la mayor tragedia. El odio no te deja ver las cosas hermosas de la vida: tu hijo que dice una palabra nueva, un paisaje bonito, la amistad de una persona. Quería ser feliz. Y eso era todavía posible; si no, ¿para qué me habría dado el Señor ese don de la fe? Sólo por este motivo he podido enamorarme de nuevo, he podido rehacer mi vida. Sin olvidar nada. Yo quería vivir. Me ha permitido también educar a mis hijos en la alegría de vivir, en el descubrimiento de las cosas bonitas del mundo.
Hace que me pueda alegrar, por ejemplo, por un descubrimiento científico, por un hecho que ocurre. Todavía hoy sigo recortando artículos que considero importantes y se los doy a leer a mi hijo menor. Me ha ayudado a llamar a las cosas por su nombre: el bien es bien, el mal es mal. Ha supuesto también no desanimarme, no perder la esperanza, tener paciencia. Yo estaba segura de que, al final, saldría a la luz la verdad sobre mi marido, de que su figura sería rehabilitada. La esperanza que les trasmitía a mis hijos era la que me sostenía a mí. Es verdad que hicieron falta once procesos… Pero yo estoy segura de que comunicar a nuestros hijos aquello en lo que creemos y deseamos es fundamental. Y siempre deja una huella.
¿Podría poner un ejemplo?
Si yo me enfado por algo o me desanimo por algún comentario que aparece en la prensa sobre este asunto, ellos casi me regañan. Mis hijos quieren de mí lo que yo siempre les he dado: fe, fuerza y esperanza. A pesar de todo, creo que Dios me ha querido mucho. Si pienso en mi vida: mi familia, el encuentro con don Giussani que usted me ha hecho recordar, mi marido, mis hijos… He sido una mujer muy afortunada. Una vez se lo dije a mi madre, y ella me dijo: «Lo que el Señor te ha dado se lo concede a todos. Pero cuando Él nos dirige su mirada, tenemos que estar dispuestos a responder, a dejarnos abrazar».
DE PLAZA FONTANA A LA MEDALLA DE ORO
El comisario Luigi Calabresi nació en Roma el 14 de noviembre de 1937. Se licenció en Derecho e ingresó, más tarde, en el cuerpo de Policía. Tomó parte en la investigación sobre la matanza del 12 de diciembre de 1969 en la Plaza Fontana de Milán. Durante los interrogatorios, murió el anárquico Giuseppe Pinelli, al caer de la ventana del despacho del comisario. Calabresi se convirtió en objeto de una campaña denigratoria que lo acusó de ser responsable de la muerte de Pinelli.
El 17 de mayo de 1972, al salir de casa, fue asesinado de dos disparos. Las investigaciones se alargaron, hasta que el 28 de julio de 1988 fueron detenidos Adriano Sofri, Giorgio Pietrostefani y Ovidio Bompressi. Leonardo Marino, ex militante de Lotta Continua, acusó a Sofri y Pietrostefani de ser los inductores del asesinato y a Bompressi de ser el ejecutor material del delito. Marino confesó haber sido el chófer del coche del atentado. El 2 de mayo de 1990, en Milán, Sofri, Bompressi y Pietrostefani fueron condenados a veintidós años de cárcel. Marino fue condenado a once años, beneficiándose de la Ley de los arrepentidos. Al año siguiente, el Tribunal de Apelación confirmó las condenas, pero en 1992 la Corte Suprema anuló la sentencia. El 21 de diciembre de 1993 un nuevo juicio de apelaciónabsolvió a los tres imputados. En octubre de 1994, la Corte suprema anuló también esta sentencia y ordenó un nuevo juicio, que se celebró en otoño de 1995 y confirmó las condenas. El 22 de enero de 1997 la Corte Suprema confirmó las condenas definitivamente.
La Magistratura se ocupó del caso siete veces más. El Presidente de la República Italiana, Carlo Azeglio Ciampi, confirió la medalla de oro a la memoria de Luigi Calabresi el 14 de mayo de 2004.
(Traducción desde: Mario Calabresi, Spingendo la notte piú in lá, Mondadori 2007)
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