Serían los que «no quieren estudiar», tienen expectativas nulas y se rebelan. Después, entre secadores y ordenadores, todo empieza a cambiar porque hay quien apuesta por ellos. Nos hemos acercado a una escuela de formación profesional con una historia sorprendente, para ver cómo aquí se aprende mucho más que un trabajo. Tanto los chicos como los adultos
«¿Quieres un ejemplo? Daniela. Era una de las chicas más despiertas de su instituto. Aguda, devoradora de libros, pero enfadada con el mundo». Una de esas capaz de ponerse a discutir con quien sea o de mostrar un desinterés total. «Hemos tardado dos años para establecer verdaderamente una relación con ella. Pero no hemos cejado en nuestro empeño, y ella se ha dado cuenta. Ha comprendido que la queremos. Un día entré en el aula de costura y vi que se estaba haciendo un vestido para ella. Me quedé de piedra. De repente, había florecido». Carolina Simonelli, la directora, usa esta palabra: «Florecido». Mucho más que aprender un oficio. Y, sin embargo, es lo que les está sucediendo a muchas de las personas que ves asomarse por los pasillos de este edificio antiguo situado en el centro de Calcio, un pueblo de la provincia de Bérgamo. Fuera luce un cartel: “Fundación Ikaros”. Es una escuela de formación profesional con diez años de historia, cuatro sedes (además de Calcio, están Grumello del Monte, Endine Gaiano y Bérgamo) y un número creciente de alumnos (este año, 572). Pero, sobre todo, es un lugar en el que para cada uno de los chavales –y también para los que trabajan ahí– se está jugando una partida que va más allá del trabajo. «El reto es que estudiar o trabajar aquí sea “una aventura para cada uno”», apostilla la directora.
No es frecuente escuchar algo así en ambientes como éste. Muchas veces se habla de “formación profesional” y se piensa en una “serie B”, una formación para chavales vagos que “cuanto antes se pongan a trabajar, mejor”. Este tipo de formación es a menudo fuente de polémica. Sin embargo, el reto que supone educar es un reto total, también ahí. Un reto que afecta a todo. En el folleto de presentación de la escuela se lee: «La persona es una: inteligencia, afecto, manualidad», y también: «No existe recorrido educativo que no se dirija a la persona en su totalidad». Ikaros nace de esta conciencia.
Para comprender algo más sobre la relación entre jóvenes, escuela y trabajo, merece la pena desplazarse hasta allí y asomarse a las aulas en donde nos encontramos con chicas con secadores, pelucas y peinados de lo más exoticos. O con sus compañeros del aula de informática, sentados delante de los ordenadores. Cuando salgan de aquí, gracias al estudio y a las prácticas en empresas, serán técnicos de hostelería o mecánicos, peluqueras y electricistas, informáticos y técnicos ópticos. O bien seguirán un itinerario que plantea la primera alternativa al final del trienio (proseguir o entrar en el mundo del trabajo con una cualificación) y que al terminar cuarto ofrece distintas posibilidades: trabajar, cursar un quinto año de formación superior o pasar a los institutos técnicos, en donde se puede tal vez llegar al diploma y, por qué no, acceder a la universidad. Son casos raros, pero a veces sucede: existe esta posibilidad. Lo que no es raro es que los chicos que salen de aquí encuentren trabajo enseguida. «Esto sucede porque, al mismo tiempo que aprenden, han crecido como personas», explica Daniele Nembrini, presidente de la Fundación Ikaros.
Los yates y el monasterio. Él y su equipo han aportado mucho a estas aulas. Pero el origen se remonta más atrás. La escuela de Calcio se inserta en una historia donde se entrelazan carismas distintos, algo que sólo la Iglesia sabe generar: por un lado, un grupo de amigos ligados a CL; por otro, las Hermanas Pasionistas, cuya vocación es la «educación y reeducación del pueblo», como explica sor Emmanuela. Es decir, el reto educativo como factor permanente. «María Maddalena Frescobaldi, nuestra fundadora, iba en busca de prostitutas para recuperarlas. Comprendió enseguida lo importante que era que las mujeres aprendiesen un trabajo». Siguiendo esa estela, se había fundado en Calcio una obra para huérfanos y madres trabajadoras: recuperación escolar, cursos de mecanografía, y luego todo lo demás. Se trataba de un centro que contaba con el reconocimiento del gobierno regional y que realizaba su labor con un alto nivel de excelencia («cuando pusimos los primeros ordenadores, venían incluso arquitectos y contables para hacer cursos de noche: nunca habían visto un PC»), pero con un esfuerzo cada vez mayor para mantener una estructura que no paraba de crecer.
A partir de ahí, búsquedas, contactos, la relación con algunos miembros de CL de Florencia, y finalmente el encuentro con Daniele, el más pequeño de los diez hermanos Nembrini (los hijos de Darío y Clementina, cuya historia de fe y de amistad con don Giussani ha contado Huellas en varias ocasiones) y, tal vez, el más inquieto. Le escuchas contar los pasos esenciales de una vida vivida a la carrera, marcada primero por la búsqueda del dinero y del éxito personal, y luego por el descubrimiento de que no podía bastar, que el corazón quería más, y te cuesta imaginártelo por los pasillos de una escuela de religiosas. Y, sin embargo, lleva aquí diez años, primero como asesor y luego como responsable. «Porque en ellas reconocía la misma pasión por lo humano».
Pasión que ha revolucionado el planteamiento de la escuela, la elección de los profesores y la contratación de los empleados, en torno a una pregunta precisa: «Pero nosotros, ¿qué podemos decir a estos chicos?». ¿Respuesta? «Que hay alguien que arriesga, que invierte en ellos. Esto es algo decisivo, porque sólo así puede crecer el yo». El “yo” es también el de los adultos que trabajan en Ikaros, como, por ejemplo, los profesores. Muchos de ellos son artesanos: mecánicos, peluqueras… «Pero hemos elegido gente que mantiene un vínculo con su trabajo, que no deja su trabajo para venir a dar clase aquí. Porque si contratas a una peluquera para que dé clase y haces que deje su negocio, después de tres o cuatro años enseñará sólo lo que ya sabe. Pero si sigue trabajando, también sigue creciendo como profesional. Es un ejemplo, pero es indicativo de lo que es la escuela: no se trata de una estructura que acaba en sí misma, sino que está al servicio de un itinerario».
Lo dice también Carolina Simonelli, que trabajaba antes como profesora, «y mira que ni siquiera es de CL», espeta Nembrini sonriendo. «¿Lo que más me sorprende de la escuela? La relación con los chicos, que es distinta de las otras escuelas que conozco. A las escuelas de formación profesional, habitualmente llegan chavales que han dejado el itinerario normal de escolarización. No han estudiado mucho, tienen pocas expectativas de futuro. Y se les tiene poco en consideración. El reto es partir de aquí, de este “poco”, y volver a darles confianza. Y que nadie me diga: como los chicos son así, bajamos el listón. Es lo contrario. Lo que les hace madurar es una relación que apuesta por ellos. Pero esto vale también para mí, ¿sabes?». ¿En qué sentido? «Esta escuela me hace crecer porque me comunica una idea positiva de la vida. Ahora no hay nadie que me detenga». «¿Lo ves? Éste es el método: arriesgar por la persona», añade Nembrini mientras salimos: «Es la directora la que tiene que decirme qué necesita para poder educar. Luego me corresponde a mí encontrar los recursos. Pero esto conlleva una elección precisa: yo estoy seguro de su experiencia. No quisiera utilizar una frase hecha, pero esto es verdaderamente “una aventura para cada uno”. Podría ser nuestro lema».
Es posible que lo sea también de otra realidad asociada a Ikaros, que está naciendo algunos kilómetros más allá, en San Paolo d’Argon, en un antiguo monasterio benedictino cuya sola vista corta la respiración. A partir de 2012 empezará a funcionar ahí una escuela formativa de náutica. No es exactamente lo que uno podría esperarse en una zona de montaña entre Bérgamo y Brescia. Y, sin embargo, es una zona que alberga 70 pequeñas y medianas empresas que viven y crecen construyendo yates con su consabido equipamiento. Estas empresas necesitan personal especializado, un personal que saldrá de las futuras aulas de estos muros medievales en restauración. «Allí irá la biblioteca multimedia. En el otro lado, el auditorio. Aquí nos gustaría poner un autoservicio y tal vez un restaurante para los que vengan de fuera... ». Un proyecto de 20 millones de euros en el que están implicados el Gobierno autónomo, la Provincia, la Cámara de Comercio y algunas asociaciones del gremio. Además de la Curia de Bérgamo, que colabora con Ikaros en todos sus proyectos.
Una excursión a la Sagrada Familia. Después de la visita, volvemos a Bérgamo capital. En una trattoria nos encontramos con el equipo directivo. Un primer indicio: son todo rostros jóvenes. Empezando por Sara, que trabaja sobre todo en proyectos para evitar el fracaso escolar y que cuenta de sí misma: «Mi paso por la escuela me marcó mucho. Recuerdo el paso de la enseñanza elemental a la enseñanza media: supuso para mí una crisis total. No quería dejar a mis amigos. Si he podido volver a florecer, ha sido únicamente por un encuentro. Una clase sobre Buzzati, cuando tenía trece años, me cambió la vida. Me sentí tomada en serio. Éste es el problema del fracaso: que uno no se siente tomado en serio».
Tomado en serio. Como los chicos de la escuela. O como María, la secretaria de Nembrini, que llegó a la escuela después de una entrevista hecha casi por casualidad: «Aquí he aprendido una forma de trabajar que no deja nada al azar. Y que se convierte en una mirada atenta a todo lo que se vive, porque si haces algo mal es porque no estás poniendo toda tu persona». O Massimiliano, que explica por qué en un viaje a Barcelona hace unos meses con los trabajadores de Ikaros, ante la Sagrada Familia, tuvo una intuición: «Yo participo en algo así: la obra de Otro. Al principio mi idea de trabajo era el éxito. Ahora es un reto para mí mismo». ¿Problemas? «Muchos, pero los afrontas, porque sabes que tu consistencia no está ahí». También Andrea, que trabaja en el “proyecto náutico”, cuenta: «La realidad es importante, toda la realidad. El valor de tu trabajo puede pasar por una pieza bien hecha. También yo estoy empezando a prestar atención a la belleza. Veo cambios en mí y en los demás. Ves que florecen por cómo trabajan».
Hace algún tiempo, en un encuentro con ellos, Giorgio Vittadini –presidente de la Fundación para la Subsidiariedad– les dijo más o menos: realidades como éstas pueden ser más que una obra. Pueden convertirse en un lugar donde percibes una presencia. Y viéndoles, comprendes mejor a qué se refería. «Hoy soy yo el que les sigue a ellos», dice Nembrini. «El desafío que relanzamos entre nosotros es el mismo que nos hace el movimiento». Una aventura para uno mismo, algo que pone en marcha la libertad.
Última etapa, la sede. Grupos de alumnos que entran y salen de las clases: inglés, marketing, cursos de reciclaje. Cursos para evitar el fracaso escolar. Learning weeks. El despacho de Nembrini se halla al fondo. En la pared, un papel enmarcado. Se trata del acuerdo firmado el 1 de enero de 1956 entre el párroco y Darío Nembrini, su padre. Con sus firmas instituyeron la Escuela-taller. «Nunca hubiera pensado que algún día yo tendría algo que ver con un centro así…».
El becerro de oro. Sobre su escritorio, en medio de un montón de papeles, la figura de un becerro de oro. «Esta figura te recuerda todas las mañanas que lo importante es dónde está tu consistencia: si lo olvidas, te mata». Y él, ¿dónde encuentra su consistencia? Lo piensa un instante. «Primero estaba yo, después el movimiento, que de algún modo podía echarme una mano para realizar mis esquemas. Pero las cuentas nunca salían. Ahora ya no puedo distinguir. Dejé de tener el problema de querer siempre estar en otro sitio». ¿Ha desaparecido la inquietud? «No, ha cambiado. Ahora mi pregunta, no es: ¿Qué tiene que ver el trabajo con Cristo?, sino: ¿Cómo puedo trabajar sin Él?».
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