Sumaban novecientos y venían de Argentina, Brasil, Paraguay y Ecuador. Un largo viaje para llegar al lugar donde se entrecruzan las fronteras de tres de estos países. Luego, cuatro días juntos. Las primeras vacaciones comunes del movimiento en Latinoamérica, donde la deseada unidad se contagia a partir de un pequeño núcleo de amigos
La samba no se baila en pareja. No es el tango. Es un baile del pueblo, que arrastra a todos. Y con el permiso de los argentinos, el tango tuvo que cederle el paso en el momento de la fiesta final. No había nadie que no bailase con el amigo que tenía al lado, unos con otros, uno tras otro, hasta moverse los novecientos juntos. Todos formando un único pueblo. Y sin embargo venían de Brasil, Argentina, Paraguay y Ecuador. Es decir: «Cada uno de su padre y de su madre, ¿entiendes?», como dice el padre Aldo Trento.
Había salido de Asunción, junto con otros cuarenta, para llegar a Foz de Iguazú. Es el punto en el que Brasil, Argentina y Paraguay entrecruzan sus fronteras. El lugar elegido para las primeras vacaciones del movimiento latinoamericano, cuatro días a 40 grados de calor tropical. Bastó el boca a boca para que llegaran novecientos, incluso si para algunos, como los ecuatorianos, había de por medio veinticuatro horas de viaje en autobús. Jóvenes, madres y padres, niños, un pueblo. Y un tumulto. Que ha removido profundamente la mentalidad y la historia de aquellos lugares. «Por primera vez salimos de nuestras fronteras para estar juntos», explica el padre Aldo.
Como en belén. La idea de las vacaciones fue suya y de sus amigos: Cleuza y Marcos Zerbini, de São Paulo, y Julián de la Morena, responsable de CL en América Latina. Cada uno de estos amigos propuso unos días de vacaciones «a todos los que quisieran sumarse libremente». Pero jamás pensarían que la gente se apuntaría en masa. «¡Qué historia!». Ahora no hacen más que repetírselo unos a otros.
En Foz eran tantos que no podían ir de excursión todos juntos, tuvieron que hacer turnos por días. Nos hablan de aquellos lugares, de la subida a las cascadas de Iguazú, que son de las más bellas del mundo. El padre Alberto Bertaccini, llegó desde la orilla oriental del Paraná de Ecuador, pero al final de las vacaciones decía haber estado «en Belén: he mirado a todos los que estábamos allí y he visto muchos pastores que han salido de sus casas, de todas partes, para ir a ver una novedad para la propia vida». Ningún pasatiempo extraordinario. Ningún testimonio. Una oración por la mañana, la Misa, un Ave María por la noche. Y un gran juego: divididos en equipos por países, ganaba quien lograba liberar al padre Aldo que había sido capturado como rehén. Brasileños y argentinos se han desafiado en carreras, concursos y pruebas de fuerza, a base de premios en dólares falsos, los trentos.
«Por lo demás», continúa el padre Aldo, «durante el día se hacía simplemente lo que se hace a diario: comer, hablar, cantar, estar juntos». Sin embargo, todo resultaba extraordinario, al igual que aquel cañón de doscientas cascadas en la selva infinita. «Ha sido así porque queríamos verificar que nuestra humanidad no es un obstáculo para que seamos felices, sino el instrumento par descubrir el Misterio que hace nuestra vida. Y esto supone un trabajo personal».
Veinte años de espera. También los problemas organizativos han sido una ocasión para comprobarlo. Participaban en las vacaciones también los universitarios, que se han dejado la piel para solventar todos los percances. Se pasaban el tiempo colocando las novecientas sillas, quitándolas para hacer sitio para los niños, volviéndolas a colocar después una a una. «Aquellos chavales han transformado la incomodidad en una oportunidad continua, en verdadera caridad. Sin la esperanza que nace de una amistad», continúa el padre Aldo, «tendríamos demasiado miedo para mirar la realidad. Ni tampoco sería posible una unidad como la que se ha dado aquí entre argentinos, brasileños... Esa unidad de Latinoamérica de la que tanto se habla». Él soñaba con ella desde hace veinte años. Durante veinte años se la ha pedido al Señor. La esperaba, pero no comprendía cómo podía suceder, de qué modo, por cuál vía. «Ahora veo que no estamos unidos porque seamos latinoamericanos. Sino porque somos hijos de un Padre que nos acompaña en el camino». Ha sido una semilla que ha crecido sin que se dieran cuenta, por la amistad con los Zerbini y con Julián de la Morena. Durante todo un año, cada quince días, hacían dos mil kilómetros para verse. «Pero no somos amigos porque nos veamos o estemos bien juntos: es sólo porque deseamos seguir a Dios instante tras instante. Siguiendo a Julián Carrón. Siguiendo cómo él juzga todo y nos hace crecer». Y lo que estaba en el corazón desde hacía veinte años «se está convirtiendo en una experiencia» de una manera que nadie había pensado o elegido.
Vuelta a casa. El padre Aldo ha vuelto ya a Paraguay, junto con algunos brasileños que, en lugar de volver a casa, lo han seguido. Al llegar a su clínica en Asunción, al cabo de pocos minutos, ha visto morir a dos de sus enfermos. «No podemos escondernos de la realidad, es inútil. La realidad sirve para que caminemos, nos provoca a madurar». Todo en nuestra vida y en nosotros lo es. «Siempre he creído que tenía que purificarme, despojarme de cómo soy, para que Dios me abrazase, y, por el contrario, todo lo que soy sirve», le dijo el último día Francesca, una profesora argentina, al saludarlo. Y él piensa de nuevo en la primera noche. Cuando una de las universitarias preguntó a los mayores: «¿Cómo se llega a una entrega completa a Cristo y a los demás?». Enseguida todos empezaron a responder. «Pero Julián nos interrumpió, y dijo: “Basta, no demos por supuesto las respuestas”. Esta pregunta debe permanecer abierta, abierta de par en par cada día».
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