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Huellas N.2, Febrero 2010

PRIMER PLANO / DON GIUSSANI Quinto aniversario

«La semilla dio su fruto»

Michele Benetti

Aquella tarde de verano. Después, la “revolución” en Brasil. La fidelidad de un abrazo. Uno de los chicos de la primera hora de GS recuerda ese encuentro que «nunca me ha dejado tranquilo». Y lo mejor vino después…

«El “movimiento” surge entre personas que quieren verificar la promesa de Cristo: “Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estaré yo”». Luciano Di Pietro, uno de los primeros de CL (entonces se llamaba GS) que partieron como misioneros al Brasil es, actualmente, periodista. Dice que nunca dejó de pensar en esto acerca de la compañía que nació de don Giussani: «No quiero parecer uno de los apóstoles, pero recuerdo la hora y el lugar de la “llamada”. Eran las 15:30 de la tarde. A finales del verano de 1960, cuando tenía 15 años, un amigo me invitó a ir a la “Tre giorni” en Varigotti porque había quedado una vacante. ¿Qué decir? Quedé sorprendido por un sacerdote que veía por primera vez, por sus palabras, sus silencios, los cantos, la marcha hacia la torre sobre el mar, por la «atención al otro», como decía él… Que todo esto fuese el encuentro con Cristo, no podía saberlo. Digamos que hallé en él una dulzura afectuosa y exuberante. Desde entonces ha pasado medio siglo; con altibajos, entre sombras y luces, entre susurros y gritos, pero Nuestro Señor no ha dejado de tomar la iniciativa conmigo, nunca me ha dejado tranquilo. De hecho, no nos dejó tranquilos ni a mí ni a Luisella, mi mujer, a la que conocí al año siguiente en el Liceo. Si algo echo de menos es que, debido a nuestra historia y tal vez a nuestro carácter, hemos vivido un poco en solitario, pero siempre con el deseo de lo que evoca el salmo: “Qué bueno, qué dulce es habitar los hermanos todos juntos”».
A veces, cuando oímos hablar de estos muchachos que en 1964 partieron jovencísimos hacia Sudamérica, corremos el riesgo de encerrarlos en ese momento, y quizá nos perdemos lo mejor, que fue lo que vino después. De todas formas, si lo pensamos hoy, impresiona. Muchachos de dieciocho años que, al conocer a don Giussani, deciden dejarlo todo y marcharse. «Apenas tres años después de aquel encuentro en Varigotti, en el verano de 1963, con un arrojo tan sólo propio del soplo del Espíritu Santo (y con la silenciosa generosidad de mi padre que me financió la “estancia”), me sumé a una compañía increíble para viajar a Brasil: don Gius en persona, el pintor William Congdon, Maretta Campi y el doctor Marcello Candia, hoy camino de los altares.
Yo era un chaval de dieciocho años, y les escuchaba, callado. Había mucho que escuchar. Don Gius comenzaba entonces a explorar el Brasil, a tejer relaciones cada vez más estrechas con la gente de ese país, después de algunos contactos anteriores que, obviamente, yo no conocía».
El obispo de Belo Horizonte había pedido la presencia del movimiento en su diócesis. «En enero de 1964, partimos tres: Pigi Bernareggi, Paolo Padovani y servidor: nuestro destino era el seminario, donde nos había precedido Alberto Antoniazzi. Tampoco faltaba el “sector laico”, con las chicas, Nicoletta, Lidia, Mariarita… Nos lanzamos a la aventura. ¿Fue una decisión arriesgada? En cierto sentido, sí. El entusiasmo de los comienzos conllevaba una generosidad que hacía oídos sordos a la prudencia, uno de los dones que en aquel momento el Espíritu Santo nos concedió con parsimonia. Llegamos a Brasil a primeros de enero de 1964. En abril del año siguiente, nos despertábamos en medio del fragor del golpe militar de los coroneles».

Una coraza de monjes. La promesa que nos movió a ir de misiones fue inmediatamente puesta a prueba en un contexto durísimo. «Un seminario en Brasil en los años sesenta era algo que estaba a medias entre la Tradición y la revolución, entre el barroco colonial, desde el punto de vista estético, y una falta total de una precisa propuesta cristiana. Tratamos entonces de mantener viva entre nosotros la propuesta del movimiento. Llevábamos la experiencia que nos había movido, pero no lo hicimos comunitariamente, como grupo. Hubiéramos necesitado tener una coraza de monjes. De hecho, el único que ha permanecido fiel a la experiencia original es Pigi Bernareggi, que siempre tuvo una physique du role cisterciense. Se fue de misión por sagrada obediencia. Por aquel entonces, se escuchaban eslóganes del tipo: “Démosles el pan, luego les daremos a Cristo”. A eso, nosotros oponíamos una intuición que, instintivamente, iba en sentido contrario: “Es Cristo quien sabrá cómo darnos el pan” (son bien conocidas algunas de Sus hazañas al respecto). Sólo Cristo ha logrado, en efecto, mantener unidos el pan y el misterio de Dios en un único cuerpo. La Eucaristía es justamente eso. Nuestra pequeña semilla se vio abrumada por la dura tierra de esas fuertes contradicciones que le caían encima. Un hecho, aparentemente banal, me afectó de manera especial: los tres enfermamos de amebas y, gracias al movimiento, nos curaron en un hospital de pago. Sin embargo, los brasileños, afectados por la misma enfermedad, vivían como podían y muchos sucumbían. En esa circunstancia constaté una injusticia socio-antropológica que me resultó insalvable. No podíamos compartir todo con ellos. Aunque aquello, al fin y al cabo, fue orgullo. Fue como si pretendiera la santidad». Esa semilla tan profética pareció hundirse del todo. En Brasil, los chicos de GS vivieron con extremo dramatismo lo que todo el movimiento vivirá unos años más tarde, en 1968. «Cuando regresé a Italia, los universitarios me parecían unos aficionados de la revolución que, en el fondo, jugaban a policías y ladrones».
De vuelta a Italia, entre dificultades personales y la búsqueda de un nuevo camino, o mejor dicho, abriéndose a “otra vocación”, Luciano vio cómo se resquebrajan las relaciones con antiguos amigos suyos. Intuyo, al escucharle, que hubo muchos roces. Pero permaneció intacto el abrazo de don Giussani: «Es difícil no juzgar y no ser juzgados. Giussani conseguía hacerlo, y miraba esa semilla, que parecía muerta, como el grano de mostaza del Evangelio: estaba germinando, de un modo oculto, una nueva vida. En él había una apertura al otro que no sabría definir más que como juvenil: “Si no sois como niños…”. Porque todo hombre era para él una posibilidad infinita. Y nadie entraba en contacto con él sin llevarse algo bueno de vuelta. Era capaz de penetrar en la realidad del otro. No juzgaba a nadie por lo que “debería ser”, sino que facilitaba el camino a su sana afirmación. Y cada vez que nos veíamos, el antiguo abrazo permanecía intacto».
Luciano Di Pietro le hizo una entrevista para la televisión suiza. En un momento dado, quiso provocar a Giussani: «¿Suscribiría usted la conocida frase: “No comparto ninguna de tus opiniones, pero estaría dispuesto a morir para que pudieras afirmarlas”?». Giussani no duda: «Absolutamente. La suscribiría sin duda. Nuestro Señor murió por nuestra libertad, para que fuéramos incluso libres de cometer errores, de pecar».

Tan presente como para luchar. Jamás había entendido por qué don Giussani tiene lágrimas en los ojos en un vídeo en el que está hablando con uno de los chicos que fueron a Brasil y parecía haberse alejado del movimiento. Esa es la medida del amor de don Giussani por sus hijos: la misericordia. «Debo admitir –dice Di Pietro– que tengo una gran nostalgia de su compañía, que nunca me abandonó, aunque en los últimos años haya recobrado al menos su dimensión interior».
Sí, porque la mejor vino después, y todavía no se ha contado. Sucede, en efecto, algo más misterioso aún. El hijo único de Luciano y Luisella, Lorenzo, conoce el movimiento, ciertamente gracias a la fascinación de los relatos paternos. Empieza a participar en CL y, finalmente, descubre su vocación. Quiere ser sacerdote misionero de la Fraternidad de San Carlos. Dios es más terco que nadie. «Lo dije al principio: “¡Jesús rompe los esquemas hasta el fondo!”. Dios nos persigue, tiene sentido del humor, pero nunca bromea. Al ser Amor es alegre, pero siempre va en serio. Y te vuelve a llamar de nuevo, llamando a tu hijo. Yo estoy casado y no puedo pensar por mi cuenta. Mi esposa es una mujer del Antiguo Testamento, carnal, impetuosa: la bendición de Dios significa ver a tus hijos, ¡y a los hijos de tus hijos! No lo tomó bien. Es una persona que tiene el derecho de luchar con Dios, como Jacob, señal inequívoca de que Dios está en su vida… Dios es, para ella, tan presente como para luchar con Él, sabiendo, sin embargo, de antemano, quién es el ganador. La vocación de Lorenzo le supuso una verdadera lucha con Dios. Supuso un sacrificio para nosotros. Esa iniciativa de Dios, tan concreta, unívoca, radical, fue para mí, un cripto-griego que pretendía comprender, una sorpresa; y para ella, que, como los antiguos hebreos, se sentía tocada en la carnalidad, una laceración impuesta por una voluntad superior. Pido por ella que suceda lo que un anciano y sabio sacerdote (raza en vías de extinción) le dijo: “Cuando Dios nos toma un hijo, ocupa su lugar”».
Cuando la misericordia de Cristo toma carne nos quedamos asombrados. Hay un hilo común que une a este muchacho, ordenado ya diácono, y la vida de su padre, que ya a los dieciocho años ardía en deseos de pregonar a todos la presencia de Cristo. «Me asombra ver cómo, incluso en la forma misma de misión que vivimos entonces en Brasil, estaba, en esencia, aquello que hoy vive Lorenzo en Colonia, Alemania: una vida comunitaria, un cierto modo de entender la misión, los obispos que piden cada vez más la presencia de Comunión y Liberación… La semilla de trigo murió entonces para dar sus frutos hoy. Ahora veo que era sólo una aparente contradicción: se hundió en el terreno, para salir a la superficie como un río subterráneo. Dios escribe recto en nuestros renglones torcidos. Nosotros sólo necesitamos paciencia para comprobar su fidelidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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