El perdón de Wojtyla, el obispo negacionista, la beatificación de Pío XII… hasta el reciente encuentro con Benedicto XVI. Un conocido jurista judío reseña las heridas de una relación que requiere «tiempo y paciencia» para ser curada, y los pasos hacia la reconciliación con «nuestros hermanos mayores», y destaca entre, los múltiples signos de esperanza, los gestos del Santo Padre
No me sorprende que los múltiples obstáculos que dificultan el camino hacia una relación de mutuo respeto y dignidad entre cristianos y judíos exasperen a muchos cristianos, a muchos católicos. Han pasado casi cuarenta y cinco años desde el Concilio Vaticano II y la importante declaración Nostra aetate, y veintitrés desde la visita (la primera en la Historia) de Juan Pablo II a la Sinagoga de Roma. Desde entonces, se han sucedido numerosos gestos de reconciliación por parte de los católicos, incluido el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, todo ello culminado el pasado mes de enero con la visita de Benedicto XVI a la misma Sinagoga romana. Sin embargo, el rechazo de algunos rabinos italianos a participar en el evento ha proyectado una sombra sobre él. ¿Cuánto tiempo necesitaremos aún?
Todo esto, quizás, puede desconcertar a los seguidores de don Giussani, un hombre que no albergaba el más mínimo prejuicio en su corazón, y alimentaba, en cambio, una admiración especialmente calurosa y acogedora por el pueblo judío y su fe.
Historia de hermanos. Así pues, somos un pueblo antiguo, la civilización que cuenta con una mayor duración en Occidente, casi 4000 años. Tampoco vosotros, nuestros hermanos menores, que creéis en el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, sois ya unos jovencitos: lleváis más de 2000 años de Historia. Durante nuestra larga historia común, la relación ha sido asimétrica, y en gran parte de ella fuisteis vosotros los leones y nosotros “los cristianos”. Creo que comprendéis lo que quiero decir. Por tanto, hay mucho que reparar. ¿Qué son cuarenta y cinco años comparados con una larga historia? ¡Nada más que un punto al final de una larga frase! Por eso conviene tener paciencia.
Si me hubiera encontrado en Roma, ciertamente habría estado entre los que acogieron al Papa en la Sinagoga. Ese domingo tenía otro compromiso, el de recibir a Julián Carrón en nuestra casa en Nueva York. Le recibí con afecto, como a un hermano, y le preparé una comida yo mismo. Pero también comprendo algunos sentimientos de mi pueblo, aún sin compartirlos del todo. Volvamos a los “incidentes” más recientes que han endurecido las relaciones.
En la estela de Wojtyla. Empecemos por la revocación de la excomunión al obispo Williamson, que negó de manera notoria el holocausto. Resulta patente que el Papa desconocía ese triste episodio. Seguramente también vosotros, amigos míos, os sentís incómodos y compartís el apuro del Papa: ¿acaso Google no ha llegado aún a la Curia? De todas formas, ¿quién no se conmovería escuchando la sincera y humilde declaración de Benedicto XVI en la Sinagoga?: «La Iglesia no ha dejado de deplorar las faltas de sus hijos e hijas, pidiendo perdón por todo aquello que ha podido favorecer de algún modo las heridas del antisemitismo y del anti-judaísmo. […] ¡Que estas heridas se cicatricen para siempre! Vuelve a la mente la apremiante oración del Papa Juan Pablo II ante el Muro del Templo, en Jerusalén, el 26 de marzo de 2000, que resuena verdadera y sincera en lo profundo de nuestro corazón: “Dios de nuestros padres, Tú has elegido a Abrahán y a su descendencia para que tu Nombre fuera dado a conocer a las naciones: nos duele profundamente el comportamiento de cuantos, en el curso de la Historia, han hecho sufrir a estos hijos tuyos y, a la vez que Te pedimos perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de la Alianza”».
Hace falta grandeza para pedir perdón a Dios y a los hombres. La Iglesia se ha mostrado capaz de introspección y apertura al admitir las culpas de sus hijos.
El segundo incidente ha sido la autorización del Papa para utilizar de nuevo, bajo determinadas condiciones, la misa tridentina, que contempla una oración por la salvación de los judíos. Muchos judíos consideran este hecho un paso atrás, porque implica dos afirmaciones incómodas: una, que los judíos necesitamos las oraciones de los demás, porque de otro modo no nos salvaremos, y según algunos iríamos al infierno; y la otra que, a pesar de la Nostra aetate, los católicos no aceptan que siendo fieles a la Biblia hebrea y a la eterna Alianza entre nuestros antepasados y el solo y único Dios Omnipotente, el único Santo y Bendito, al excluir la Trinidad, estemos cumpliendo el destino que Dios ha dispuesto para nosotros. Ahora bien, es un progreso sorprendente que, en vez forzarnos a aceptar a Jesús como salvador, se ruegue por ello. Sin embargo, algunos consideran que, si nuestra alma necesita oraciones, significa que no se acepta al judaísmo como legítimo. Escuchemos de nuevo a Benedicto XVI: «También yo, en estos años de pontificado, he querido mostrar mi cercanía y mi afecto hacia el pueblo de la Alianza», dijo el Papa con palabras conmovedoras, colmadas de respeto. «El pueblo de la Alianza». Esto es lo que somos. No se podría decir mejor.
La tercera cuestión, la que tiene un peso mayor, es el proceso de beatificación de Pío XII. La acusación es su presunto silencio. ¿No se pronunció el sucesor de Pedro contra la discriminación, el arresto y el exterminio de los judíos en Europa por parte de los alemanes y sus aliados? Hay hechos que son incontestables. Por ejemplo, que Italia fue el país que salvó el mayor número de sus judíos y que fueron salvados precisamente por la Iglesia, poniendo en grave peligro a los sacerdotes que se implicaban en estas operaciones.
Las lágrimas y la memoria. Lo mismo vale para Francia: muchos judíos franceses se refugiaron en Vichy. Cuando los alemanes pretendieron que les fueran entregados, el gobierno laico estaba dispuesto a consentirlo; fue el episcopado católico el que se levantó estupefacto, oponiéndose a la devolución de las víctimas a los verdugos. ¿Se puede pensar que semejante política se llevara a cabo sin la guía, el consenso y la aprobación del Papa? Aún así, ¿debía el Papa pronunciarse públicamente? Su decisión se rigió por la prudencia. En los Países Bajos se intentó el pronunciamiento, pero con resultados nefastos, y la persecución se recrudeció. Quizás, al fin y al cabo, el silencio del Papa fue sabio y prudente. De todas formas, incluso a posteriori, es imposible resolver la cuestión de manera definitiva. Volvamos una vez más a las palabras del Papa: «En este lugar, ¿cómo no recordar a los judíos romanos que fueron arrancados de sus casas, delante de estos muros, y con horrenda saña fueron asesinados en Auschwitz? ¿Cómo podemos olvidar sus rostros, sus nombres, las lágrimas, la desesperación de hombres, mujeres y niños? El exterminio del pueblo de la Alianza de Moisés, primero anunciado y después sistemáticamente programado y llevado a cabo en la Europa dominada por los nazis, aquel día también alcanzó trágicamente a Roma. Por desgracia, muchos permanecieron indiferentes; pero muchos, también entre los católicos italianos, sostenidos por la fe y por la enseñanza cristiana, reaccionaron con valor, abriendo sus brazos para socorrer a los judíos perseguidos y fugitivos, a menudo arriesgando su propia vida, y merecen una gratitud perenne. También la Sede Apostólica llevó a cabo una acción de socorro, a menudo oculta y discreta.
La memoria de estos acontecimientos debe impulsarnos a reforzar los vínculos que nos unen para que crezcan cada vez más la comprensión, el respeto y la acogida». No podría haber palabras mejores.
A mis compañeros y amigos. Por eso digo a mis compañeros judíos: que la Iglesia haya contribuido a salvar a los judíos está fuera de duda. Que muchos cristianos no sean coherentes con la doctrina que predican, es también un hecho que la Iglesia reconoce abiertamente. Es hora de dejar a un lado esta cuestión. Y por lo que respecta a la sabiduría de la diplomacia del silencio del Papa Pío XII, dejemos el juicio en manos de Dios. En cualquier caso, a quién decide la Iglesia Católica hacer santo o no, es asunto que no nos incumbe. A mis amigos católicos les digo: si hubierais sufrido el genocidio de vuestro pueblo viendo cómo muchos creyentes en lugar de pone la otra mejilla volvían la cabeza para no ver, también os embargaría la sospecha y la amargura.
El tiempo y la voluntad del bien curan las heridas, y nadie puede dudar de la buena voluntad expresada por la mano y el corazón del Papa Benedicto, tendidos hacia todos los que llama sus hermanos mayores.
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