El individualismo narcisista crea la ilusión de que el hombre se crea a sí mismo. Pero para lograr su realización el yo debe caminar con los demás. La personalidad se desarrolla sólo aceptando su estructura relacional, y el bien común es el terreno de crecimiento que nos permite ser lo que somos
«Ya hemos superado el individualismo. Estamos en una época de vuelta al narcisismo infantil». Es la primera glosa de Pietro Barcellona, filósofo del Derecho, que fue diputado por el Partido Comunista Italiano y miembro laico del Consejo Superior de la Magistratura, al discurso de Julián Carrón en la Asamblea General de la Compañía de las Obras. «Y, al contrario –sugiere Barcellona, que hace unos meses presentó en Roma un libro escrito junto con don Francesco Ventorino sobre La ineludible cuestión de Dios (Marietti, 2009)–, no hay realización del yo sin la experiencia del otro, sin reciprocidad. Precisamente en este punto coincido con Carrón: el propio bien y el bien común van de la mano».
Profesor, ¿por qué en momentos de crisis se refuerza el individualismo y la tentación del «sálvese quien pueda»?
El hombre de hoy es víctima de una enfermedad del alma: el retorno emotivo a la fase en la que la única dimensión de Narciso es la autocontemplación en el espejo, que conduce a la muerte. En esta perspectiva desaparece incluso el objeto del deseo, y nos encontramos en una forma de autohipnosis, una patología colectiva. El Gran Burgués de Thomas Mann, aun siendo individualista, aspiraba a construir la empresa, la familia. Hoy ya no queda nada. Este nuevo individualismo se alimenta con las relaciones virtuales que se establecen en la “red” mediante los juegos de rol. Allí, lo que busca el individuo es restituir la propia imagen tal y como la ha querido construir en ausencia de relaciones. En la reflexión de Julián Carrón encuentro el desarrollo de estas intuiciones y de otras que ya enuncié en un libro de 1988 titulado El egoísmo maduro y la locura del capital (Bollati-Boringhieri, 1988).
Los otros son cada vez más enemigos de los que defenderse. ¿Se puede salir de la crisis prescindiendo de los demás?
La antítesis del narcisismo es el egoísmo “maduro”. Una persona “madura” busca grandes objetivos que le transciendan y de manera natural tiende a caminar en compañía. Para lograr su propia realización el yo debe caminar con los demás. Dicho de otro modo: mi personalidad se puede desarrollar sólo aceptando su estructura relacional. Promuevo a los otros para promoverme a mí mismo, doy para estar en un contexto de reciprocidad proyectual.
Se suelen escuchar llamadas a “valores” renunciando al amor a uno mismo. En cambio, encuentro en Carrón acentos que me resultan familiares: no se me pide renunciar a mí mismo; se me recuerda que mi realización se da en la reciprocidad. Además, todo lo que somos deriva de deudas contraídas a lo largo del tiempo: la relación con nuestros padres y maestros. El individualismo como ideología es artificial, es ajeno a la naturaleza del hombre.
Sin embargo, está ampliamente difundida la convicción de que el hombre se crea a sí mismo.
El individualismo, que culmina en narcisismo, es una ideología que pretende hacernos creer que cada uno se hace a sí mismo. La persona, en realidad, se crea mediante las relaciones. Para la formación de la personalidad resultan decisivos la gestación, el nacimiento y el cuidado del hijo por parte de los padres. Sólo una sociedad burguesa atomizada puede imaginar que los hombres nacen y crecen solos.
Históricamente las corrientes individualistas han preparado el terreno a derivas autoritarias...
Todos aquellos que predican contra las formas de comunitarismo no se dan cuenta de que el debilitamiento del yo prepara el poder del tirano. El individualismo radical, sostenía justamente Louis Dumont, es la antecámara de la dictadura.
Don Giussani dice que, históricamente, no se puede tener un amor por sí mismo que permita amar a los demás si Cristo no ha resucitado, es decir, si no es una presencia contemporánea.
El hombre no puede prescindir de la socialización, que no es un paseo por el Edén, sino más bien un camino que atraviesa pasajes dramáticos y trágicos, como la separación y el dolor. Estas últimas experiencias nos llevan a preguntarnos sobre el sentido del dolor, de la pérdida, sobre la posibilidad de seguir viviendo más allá de la muerte. Aquí se sitúa la reflexión sobre la enorme novedad personal y social que la venida de Cristo introduce en la Historia.
¿Cuál es su postura al respecto?
Me gusta pensar en dos momentos de la vida de Cristo: el sermón de la Montaña y la Última Cena. En el Sermón de la Montaña no hay un recorrido hecho de observancia de preceptos y dogmas, sino de la disponibilidad al encuentro real con Otro. No se trata de hacer obras buenas en una óptica gratificante, por las que obtienes y acumulas certificados de buena conducta: tan sólo debes estar dispuesto al encuentro concreto con otra persona que también está dispuesta a dar y recibir amor. En el amor entre dos personas no puede haber cálculos. El camino hacia esta plenitud se manifiesta en la Última Cena, mediante el banquete en el que todos comen el cuerpo mismo de Cristo. La comida comunitaria de la Última Cena es el emblema de una situación en la cual medio y fin coinciden, ya que el estar juntos, participando físicamente del cuerpo y la sangre de Cristo, realiza la plenitud del amor.
Pero esto podría ser simplemente el recuerdo de un gesto de hace dos mil años.
No, precisamente por el misterio absoluto de la presencia de lo humano y lo divino en la persona de Cristo. Por eso las leyes del tiempo –pasado, presente, futuro– quedan abolidas en el instante en el que misteriosamente tiene lugar el encuentro. Para aquellos que creen, Cristo no sólo murió y resucitó hace dos mil años, sino que sigue presente generando la capacidad de amar al otro.
¿Y para quien no cree?
El trabajo continuo es probarse a sí mismo que la experiencia de este encuentro no le está vedada y buscar continuamente desarmar su propio intelecto para poder acoger afectivamente lo que aún no logra experimentar. De todos modos, para el no creyente, que no tenga prejuicios intelectualistas y resistencias ideológicas, la vida es siempre un tiempo de espera.
Volvamos al comienzo. ¿Qué relación tiene la superación del “narcisismo infantil” con el bien común?
El bien común no es un valor contrapuesto al individuo que trata de realizarse. Es, más bien, el terreno de crecimiento, que nos permite ser lo que somos. Nadie puede pensar autárquicamente en su propia realización. Se me ocurre pensar en los peces: no pueden desaguar el agua, morirían. Del mismo modo, los hombres no pueden dejar de sentir que pertenecen a un mundo común, en donde apoyan sus pies, que es el terreno sobre el que caminar. Es decir: el bien común es algo así como la casa en la que vivimos.
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