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Huellas N.11, Diciembre 2006

CULTURA Mozart

Las últimas notas del genio

Ángel Misut

Al llegar la primavera de 1791, cierta pesadumbre por el presentimiento de la muerte parece adueñarse del maestro, que expresa su necesidad de perdón en tres obras maestras que culminan con el Réquiem.
Con sus últimas notas parece pedir la misericordia divina que desborda todos nuestros méritos


Desde que en mayo de 1781 rompiera relaciones con su patrón, el arzobispo Colloredo de Salzburgo, hasta la primavera de 1791, Mozart sólo escribió tres obras de carácter sacro. Poco bagaje para la producción de estos diez años que se eleva a más de trescientas obras, máxime cuando en su actividad anterior a ese determinante suceso un tercio de la producción mozartiana que actualmente conocemos había sido de carácter religioso.
En efecto, cuando Mozart se instaló definitivamente en Viena, la Iglesia pasó de ser el centro de su actividad a realizarle esporádicos encargos. Esta primacía comenzó a recaer en sus actividades como profesor o empresario de sus propios conciertos, en alternancia con los encargos realizados por diversas entidades de carácter civil.
Pero al llegar la primavera de 1791 (su último año de vida), cierta pesadumbre por el presentimiento de la muerte fue adueñándose del maestro y una necesidad de perdón comienza a reflejarse en su obra, rescatando su interés por el hecho religioso que, al menos en su obra (no en sus relaciones familiares), había estado un poco abandonado en esos años.

Tan sólo cuarenta y seis compases
A mediados de junio, Mozart decide huir de la vida vienesa, que le está sumiendo en una desoladora melancolía y comienza a resultar asfixiante, y se refugia en Baden, pequeña localidad cercana a la capital, donde su esposa Constanza pasa frecuentes temporadas para tomar los baños que tanto le alivian de sus dolencias.
Allí, junto a su esposa, el maestro da largos paseos por los bosques que rodean el lugar y comparte con Constanza sus inquietudes. También tiene la oportunidad de conversar con algunos amigos, especialmente con Stoll, maestro de capilla de la iglesia parroquial y maestro de escuela.
Mozart tenía una especial predilección por Stoll, a quien estaba muy agradecido por haber dado clases a su hijo Carl. Aprovechando la festividad del Corpus Christi, Mozart concretó su agradecimiento con un pequeño motete, una partitura de tan solo cuarenta y seis compases, pero de una belleza inigualable, que debió dejar al pobre kapellmeister al borde del colapso.
El Ave Verum Corpus (K618) es fruto, noble y doliente, de la intranquilidad en la que el corazón de Mozart se encuentra sumido: «En un breve pero inconmensurable espacio, la imagen dolorosa del crucifijo, los espasmos de la agonía, los horrores de la muerte se transfiguran en paz eterna» (Paumgartner). El maestro ve cercana su muerte y pone la inmensa capacidad creativa que Dios le ha dado al servicio de la expresividad en el «Esto nobis praegustatum in mortis examine» (Sé para nosotros, en el momento de la muerte, anuncio de la felicidad eterna).

El encargo del Requiem
Unos días después, ya de regreso a Viena, un nuevo suceso volverá a incidir en este presentimiento, intensificándolo aún más. Llaman a la puerta y un desconocido pide que le anuncien. Mozart le recibe y el hombre, de mediana edad, serio, imponente y con una expresión muy solemne, se identifica como mensajero de un caballero muy distinguido que desea permanecer en el anonimato. Comenta que dicho caballero ha perdido a una persona muy querida y que desea recordar el día de su muerte en recogimiento pero con dignidad, y solicita del maestro Mozart que componga un Réquiem con este fin.
El misterio del aquel encargo y el tono solemne del mensajero provocaron en el ánimo, ya de por sí sensible, de Mozart un efecto de oscuro presagio. No obstante, aceptó el encargo calculando en cuatro semanas el tiempo necesario para concluir el trabajo, y en cien ducados el coste del mismo. El misterioso mensajero aceptó en nombre del señor que le enviaba y entregó la cifra establecida en el momento, anunciando que regresaría a recoger la partitura en el tiempo convenido.
El misterioso patrón que encargaba la obra no era otro que Herr Franz, conde von Walsegg, que vivía en el castillo de Stuppach con su esposa Anna von Flammberg. El 14 de febrero de ese mismo año la desgracia se había cebado con este noble caballero, gran aficionado a la música, que vio cómo su bella y joven esposa moría cuando aún no había cumplido los veintiún años. En memoria de su amada, el conde Walsegg dispuso un doble homenaje: encargó a uno de los mejores escultores de la corte (Johann Martin Fischer) que construyera un mausoleo donde descansarían sus restos, y que el mejor músico del momento (sin duda Mozart) compusiera un Réquiem para ser interpretado todos los años en el día en que se conmemorara tan terrible pérdida.

Ante el juicio inminente
El maestro se puso inmediatamente manos a la obra con un interés creciente a medida que avanzaba en la composición. Según Constanza, «estaba convencido de estar componiendo aquella obra para su propio entierro. Todos los intentos de disuadirle de esa idea fueron vanos; trabajaba, por tanto, como Rafael en su Transfiguración, con la sensación omnipresente de la proximidad de su muerte, y elaboró, al igual que este último, su propia transfiguración».
Constanza, muy preocupada, trataba sin éxito de persuadirle; le pedía que abandonara aquel encargo que estaba provocándole un agotamiento físico. Pero lo que no pudo conseguir su esposa lo consiguió su fama. Mozart recibió el encargo de componer una obra para la coronación del nuevo emperador Leopoldo II, que debía celebrarse en Praga en los primeros días de septiembre. Así nació La Clemencia de Tito (K621), una ópera seria en dos actos que Mozart compondría prácticamente en quince días y en la que, sin la intensidad del Réquiem, el maestro continúa manifestando su presentimiento de una muerte inminente y la necesidad de alcanzar el perdón.

¿Tendría piedad de mí?
Tito, emperador romano del siglo primero, sufre un atentado a cargo de su amigo Sexto, inducido por su amada Vitelia, hija del anterior emperador y que se cree despechada por Tito, porque no sabe que el emperador la ha elegido como su futura esposa. Tito sale indemne del atentado y debe ratificar el fallo del Senado que, tras el interrogatorio de Sexto, le condena a muerte. Pero Tito, antes de que los culpables puedan implorar el perdón, decide perdonarlos. Esta decisión se plasma en una bellísima aria de tenor: «Se all’impero, amici Dei, Necessario è un cor severo; o togliete a me l’impero, o a me date un altro cor». (Si al imperio, dioses amigos, le es necesario un corazón severo, o apartadme a mí del trono o dadme otro corazón). Porque Mozart sabe que el corazón del hombre está hecho para el bien porque está hecho por Dios, a su imagen y semejanza.
Unos compases después, será Vitelia la que exprese este dolor, inmediatamente antes de postrarse ante Tito para confesar su culpa, e ignorante del perdón ya otorgado por el emperador: «Infelice! Qual orrore! Ah!, di me che si dirà! Chi vedesse il mio dolore, pur avria di me pietà?» (¡Desgraciada!¡Qué horror!¡Ah! ¿Qué se dirá de mí? Quien contemplase mi dolor, ¿tendría piedad de mí?). Esta acción refleja lo que el mismo Mozart espera y desea, el perdón por sus pecados, un perdón de Dios inconmensurable, un perdón siempre posible por muy graves que sean las culpas del hombre.

Serenidad y melancolía
Pero no se quedará tranquilo con esta expectativa e incidirá de nuevo sobre ella en el Concierto para Clarinete en La mayor (K622) que compuso para su amigo Antón Stadler, a su regreso de Praga. Particularmente en la hipnótica belleza del Adagio, reflejará la serenidad que nace de la certeza de ser perdonado. Sin embargo, Mozart parece que no las tiene todas consigo y un cierto aire melancólico hace asomar la duda sobre este deseo.
Después retomaría el trabajo con el Réquiem (K626) y se extenderá en esta petición de perdón poniendo lo mejor de su arte en los momentos más intensos de la obra. Tan sólo se tomaría un breve paréntesis en esta frenética labor, y este será el 18 de noviembre, día en el que acudirá a una reunión de su logia masónica, en la que saldará algunos favores pendientes con el estreno de su Pequeña Cantata Masónica (K623), y se verá contagiado de la infección que, dos semanas después, le llevará a la muerte.

Súplica segura del perdón
Pero volvamos al Réquiem. En el extraordinario Recordare Mozart tensa la cuerda al máximo con una expresividad inusitada en la que arrodilla todo su saber ante su Señor: «Juste judex ultionis, donum fac remissionis ante diem rationis». (Justo juez de los castigos, concededme la remisión de mis pecados antes de que llegue el día de rendir cuentas). Retomando la necesidad de ese perdón desbordante, divino, porque es consciente de no merecerlo.
Después, en el inconmensurable Lacrimosa, las últimas notas salidas de su genio, resume todas sus esperanzas para esa eternidad cuyas puertas está a punto de franquear. Las esperanzas de un hombre que ha amado la vida porque ha sentido la suave brisa de la Gracia que su Creador ha exhalado sobre él: «Lacrimosa dies illa. Qua resurget ex favilla judicandus homo reus. Huic ergo parce, Deus: Pie Jesú Domine, Dona eis réquiem. Amen» (¡Oh día lleno de lágrimas en que el hombre resurgirá de las cenizas para ser juzgado por Ti! Perdonadles, Dios mío. Piadoso Señor Jesús, dadles el descanso eterno. Amén).


BOX
UNA PEQUEÑA JOYA
Julio Alonso

En el Ave Verum Mozart compone una obra maestra que sorprende sobre todo por su sencillez. De dimensiones muy reducidas, parece una miniatura: sólo 64 compases protagonizados por un coro de cuatro voces mixtas, en los que la orquesta de cuerda se limita a doblar a las voces y a dar unidad a las frases desgranadas por las voces mediante brevísimos interludios instrumentales como la suave introducción o la transición entre las frases “in cruce” y “cujus latus”. Mozart evita complicar la composición con una escritura elaborada y hace que las voces canten casi en todo momento el mismo texto y a la vez. De esta manera, las excepciones a esta regla se convierten en los momentos de mayor intensidad emocional, por ejemplo en la entrada de las sopranos en las palabras “in cruce” o en la conversación de las voces femeninas y masculinas en la primera aparición de la frase “esto nobis praegustatum in mortis examine”. La obra se caracteriza por la concentrada unidad de su estructura que, de un modo sorprendente, ilustra con sonidos el abrazo misericordioso del Padre al hombre pecador que vuelve a Él su rostro. En el comienzo, con dos frases tranquilas y contenidas, el hombre apoya su confianza en la encarnación de Cristo, verdadero cuerpo nacido de María Virgen, y en su pasión redentora. La frase “esto nobis praegustatum in mortis examine” contiene el único cambio de tonalidad de toda la obra, que introduce una repentina oscuridad en la atmósfera de la obra para acompañar el sentido dramático de las palabras. Después del crescendo con el que se interpreta este episodio, la tensión creada resuelve en el siguiente pasaje sobre el mismo texto, en que la música vuelve a transmitir la certeza de quien, en el paso de la muerte, confía en el Juez misericordioso. La música sirve así como metáfora de las palabras: los brazos del Señor (el inicio y el final de la pieza) sostienen al hombre en su angustiada conciencia del pecado (la sección final) y le permiten abandonarse en paz.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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