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Huellas N.9, Octubre 2006

PRIMER PLANO Benedicto XVI

¿Es la razón enemiga del Misterio?

Javier Prades

Proponemos la parte conclusiva de la intervención de Javier Prades, profesor de Teología dogmática en la Facultad de Teología de Madrid, el pasado 22 de agosto en el Meeting de Rímini

El itinerario de la razón

Las preguntas que nacen del impacto con la realidad como dato

Un hombre adulto es aquel que no teme las preguntas de la vida y no renuncia a buscar en primera persona una respuesta durante toda su existencia, sirviéndose de todos los conocimientos y de toda la información de la que dispone, confrontándolos siempre con su propia experiencia personal, de forma que expresa su posición en afirmaciones como, por ejemplo: “yo te quiero”, “yo acepto este riesgo en el trabajo”, “yo sé que esto es verdad o que es falso”, “yo me he equivocado”, “yo te perdono”, “yo creo en Dios y le amo”.
Consideremos brevemente el itinerario de la razón como fuente de madurez y libertad del hombre. Decimos que la condición propia del hombre es una apertura a la realidad, al mundo, a las personas y a las cosas, en cuanto que suscitan una pregunta acerca de su explicación última. El hombre que busca siempre, incansablemente, la comprensión exhaustiva de sí mismo, del mundo y de Dios en todo lo que hace, es un hombre religioso.
Es esencial darse cuenta de que el punto de partida para un uso adecuado de la razón es el contacto con la realidad. Entramos en la profundidad misteriosa de la realidad siempre a través del impacto con algunas de sus declinaciones concretas. (...)

¿No podía Schubert haber terminado la Incompleta?
Hoy en día domina en Occidente una visión reducida de la razón humana –una razón instrumental– que tiende a limitar su capacidad de mirada sobre la realidad, a reducir su profundidad de visión, de forma que nos hace gozar sólo de una apariencia de las cosas separada de su verdadero significado. En este sentido la razón puede volverse enemiga del Misterio, y las consecuencias son tristes si no funestas.
Una anécdota que me contaron una vez muestra la razón instrumental en acción, tal como puede reconocerse en la actitud con la que viven muchas personas que no han leído nunca a Maritain o a Nietzsche. Dice así: “Un director general de una compañía tenía una entrada para asistir a un concierto, donde se interpretaba la Sinfonía nº 8 Incompleta, de Schubert. Como no podía ir, le regaló la entrada al jefe de personal. Al día siguiente, le preguntó si le había gustado el concierto, y el jefe de persona le respondió: «a mediodía tendrá en su mesa mi informe». Cuando recibió el informe que nadie había pedido, el director general leyó con sorpresa su contenido dividido en cinco puntos: 1º) Durante considerables periodos de tiempo, los cuatro oboes no tienen nada que hacer, se debería reducir su número y distribuir su trabajo en el resto de la orquesta, eliminando picos de actividad; 2º) los doce violines estuvieron tocando la misma nota por lo que la plantilla de violinistas debería reducirse drásticamente; 3º) no sirve para nada que los metales repitan sonidos que ya han sido interpretados por las cuerdas; 4º) si estos pasajes redundantes fueran eliminados el concierto podría reducirse a la cuarta parte; 5º) Si Schubert hubiera tenido en cuenta estas indicaciones hubiera acabado su sinfonía”. Lo que le sucedió a este directivo con la música puede pasarnos a cada uno de nosotros con la vida en cuanto tal. De esta forma no llegaremos jamás a conocer verdaderamente lo que la realidad nos ofrece, y al no percibir su misterio, permaneceremos engañados en la superficie previsible de la apariencia.
El uso adecuado de la razón se juega ya por entero en este primer reconocimiento dramático y sencillo de que la realidad remite más allá y hacia el interior de aquello que se muestra ante nosotros.

Hasta el reconocimiento de un Tú
El itinerario de la razón empuja al hombre a interrogarse acerca del fondo misterioso de todas las cosas: de la música y de la naturaleza, del trabajo y de la empresa, del hombre y de la mujer, es decir, de la realidad concreta que nos sorprende, nos atrae y nos pone en movimiento. La realidad muestra de esta forma su carácter de “signo”, pues remite a nuestra razón a otra cosa, más allá, a “algo” que está dentro y más allá de todas las cosas, y a lo que todos llaman “Dios”, como decía Tomás de Aquino. ¡Aquí aparece el Misterio como horizonte último de la razón! El conjunto de las circunstancias de la vida, la trama de los acontecimientos y de las relaciones, es el lugar en el que el Misterio divino toma la iniciativa de dirigirse a nosotros, de desvelarnos su existencia y de llamar a nuestra persona a que nos adhiramos a Él. ¿En qué consiste esta adhesión? En primer lugar, en reconocer con estupor que la vida nos ha sido dada por Otro, que no nos hemos hecho a nosotros mismos al nacer. La conciencia de haber sido hechos en el origen se prolonga en la conciencia de que en este momento no nos hacemos a nosotros mismos, es decir, en la comprensión racional del hecho de que, instante tras instante, todo nace de Otro, en la evidencia del dato de que somos hechos ahora: yo soy hecho por Otro al que pertenezco totalmente. Si esto es verdad, entonces se puede decir que la vida es un don, y que Alguien me la da en este momento, el Tú del Misterio. El hombre religioso es aquel que vive una conciencia profunda y agradecida del hecho de que su vida y el mundo entero provienen segundo a segundo del designio bueno de este Misterio.

A través de signos que no son nunca rebasados para llegar “directamente” al Misterio
Quisiera detenerme ahora en un punto decisivo de nuestro itinerario. Hemos dicho que a partir de las circunstancias de la realidad podemos remontarnos hasta alcanzar el Misterio, aquello que todos llaman Dios. Una de las dificultades más repetidas contra este argumento puede sintetizarse con la frase del cosmonauta soviético Yuri Gagarin cuando, al subir por primera vez al espacio, dijo que había estado en el cielo pero que no había visto a Dios. Aunque parezca banal, la objeción desvela una concepción del Misterio que paradójicamente es compartida por no pocos creyentes. ¿De qué se trata? Recuerdo todavía una imagen de mi libro de filosofía del colegio. En ella se veía una cadena de anillos suspendidos en el vacío, y encima de ella aparecía un signo de interrogación. El razonamiento era que no se podía prolongar hasta el infinito la dependencia de un anillo con respecto al precedente, y que al final era necesario afirmar, por decirlo de alguna manera, un primer anillo que sostenía a todos, una causa primera que era Dios. En aquel ejemplo prevalecía la concepción de Dios como una “cosa” que estaba junto a, o más allá, de las otras “cosas”, si se quiere incluso la primera y más importante de las cosas, sobre la que se apoyaban todas las demás, pero en el fondo alcanzable por la razón con el mismo método con el que se conocen las cosas del mundo. Y esta imagen de Dios la pueden compartir desgraciadamente tanto los que creen en Dios como los que le niegan. Para evitar el riesgo de concebir a Dios simplemente como un Ente primero, es decir, como una Cosa primera que se conoce como si fuera un objeto, es decisivo subrayar el papel insuperable del signo en el conocimiento humano, y en particular en el conocimiento del Misterio. Para mantener unidas la razón y el Misterio sin reducir ninguno de los términos de nuestra pregunta inicial, tenemos necesidad de respetar el carácter de signo de todas las realidades que se ofrecen a nuestra experiencia. También el Misterio entra en el ámbito de nuestra experiencia y puede ser conocido solo de manera “simbólica”, es decir, manifestándose en el signo, sin rebasarlo nunca. El signo no es solo un referente que pueda ser rodeado para poseer “directamente” el Misterio, sino que es la manifestación insuperable de aquello que existe (Ser, Misterio); mientras que aquello que es solo puede conocerse en cuanto que se manifiesta en el signo. Por poner un ejemplo, el rostro de otra persona, en cuanto que es lo que aparece de un “tú”, es el caso eminente de una manifestación irreductible, que no puede ser rebasada en su concreción singular para alcanzar una cierta “idea” del otro que lo reduzca a objeto de dominio.
Delante del signo –el rostro, la obra de arte...– el hombre es llamado a implicarse con toda su persona, utilizando las energías de la razón y de la libertad. En este sentido, el conocimiento de cualquier cosa implica siempre una actitud original de sencillez de corazón para no reducir desde el primer impacto con las cosas este itinerario de la razón a través de los signos hasta llegar al Misterio. La pedagogía del signo exalta la razón y la libertad del hombre, y le “obliga” a ponerse en juego por entero, desvelando de esta forma cuál es su actitud última ante la realidad y ante sí mismo. En el conocimiento analógico-simbólico siempre es necesaria la moralidad, es decir, la implicación de toda la persona. No hay nunca un conocimiento desligado, puramente instrumental, que reduzca las cosas a objeto de dominio. Se comprende entonces que esta concepción de razón es plenamente compatible con la investigación científica, con la pregunta sobre el mal hasta su raíz última, con la pregunta sobre el significado de la religión en nuestras sociedades. Si Nietzsche llegó a pensar que la existencia del Misterio devaluaba el mundo y eliminaba cualquier objetivo de la vida, tal vez no conoció a ningún hombre que tuviese esta concepción de religiosidad y razón que hemos descrito, cuyas consecuencias son diametralmente opuestas con respecto al mundo y a la vida.
Cuando se ha revelado en la historia, Dios ha respetado esta estructura de la experiencia elemental del hombre, en donde las cosas son signo del Misterio, y ha elegido una modalidad “sacramental” –es decir, a través de los signos– para revelarse al hombre. Al hacerse hombre, el Hijo de Dios se ha “sometido” a esta ley de la experiencia y del conocimiento: ha aceptado convertirse en un Signo particular que desafía a la razón y a la libertad. El hombre que se encuentra con Cristo recibe la gracia de poder reconocer en ese fragmento el Todo, aquello por lo que hemos nacido y hacia lo que tendemos, “el Signo de los signos”. La excepcionalidad singular del Hecho histórico de Jesús no elimina esta pedagogía del signo o sacramental, más aún, la intensifica, pues tiene la pretensión de concentrar el significado del mundo en una humanidad individual, la del Hijo de Dios.

La vida es ser llamados por Otro: vocación y memoria hasta la preferencia
A modo de conclusión quisiera indicar dos dimensiones de la vida que emergen de esta concepción de razón (y de libertad) iluminada por la gracia, y que hacen de la vida algo humanamente lleno de gusto. Nos hallamos en las antípodas de ese cansancio que domina nuestra Europa. Me refiero a la conciencia de la vida como vocación y a la percepción presente del Misterio (memoria) hasta el reconocimiento de algunas presencias como “preferencia” hacia cada uno de nosotros.

1. La vida como vocación
Si la consistencia de mi vida –desde su inicio hasta su destino final, pasando por el instante presente– es la pertenencia al Misterio, entonces la vida de un hombre encontrará su plenitud en la adhesión, a través de todos los reclamos con los que la realidad le provoca, a esta Presencia buena. Puesto que todas las cosas hablan de Dios para el que sabe escucharle, el diálogo con el Misterio de Dios sucede siempre dentro y no fuera de la realidad (memoria).
Mi vida pertenece a Otro y por tanto es un don que se me da, y al mismo tiempo, es una tarea y una misión porque, por el hecho de existir, soy llamado a vivir para Otro. Este es el fundamento de la riqueza y de la expresividad de una vida plenamente humana. Cuando se toma conciencia de un don (Gabe) y de una tarea (Auf-gabe) dentro del designio bueno de Dios, se hace posible vivir todo con un significado eterno, con una utilidad para sí y para el mundo. Entonces se puede decir que la vida es “vocación”, la vida en cuanto tal es una llamada de Dios a la existencia –como se describe en la Biblia– y es una llamada a ofrecerle una respuesta amorosa en todas nuestras acciones.
El hombre es libre porque responde a Alguien que le ama primero como un Padre. La forma más completa de usar nuestra razón y nuestra libertad es exactamente la de reconocerse hijos de Dios, para poder así ser padres, generando a otros no solo a la vida biológica, sino al significado de la vida. Lo que más necesitamos en cualquier ámbito de la vida es que haya hombres así, ya sean empresarios, médicos, científicos o juristas de alto nivel. Por eso es necesario que estos profesionales sean hombres, adultos capaces de comunicar el sentido de la vida y de educar a otros para que a su vez amen y estimen la vida. Solo así podrán afrontar el desafío de documentar desde dentro de su respectivo ámbito de trabajo todas las consecuencias implícitas en esta percepción de lo humano. De esta forma se construye una sociedad para el futuro y se asegura la vitalidad de un pueblo en la historia. Quien comunica la vida con su significado sigue creciendo, pero quien no es capaz de hacerlo comienza una decadencia que le hace pararse en sus intereses, volviéndole en última instancia tan confuso y aburrido que renuncia a empezar de nuevo.

2. La memoria: objetividad y preferencia
La posibilidad de este camino vocacional se apoya en la categoría de la “memoria”, entendida como reconocimiento amoroso de la Presencia de Dios a través de la trama de los hechos y circunstancias cotidianas. Son dos las dimensiones inseparables de esta memoria: por una parte se concentra en los gestos objetivos de la vida cristiana como la oración y el silencio, los sacramentos, la vida común y la unidad, en donde todo es creado y querido por el Misterio explícitamente como signo objetivo de Su presencia (¡Eucaristía!). Por otra parte, para facilitar al máximo el itinerario de la razón y de la libertad hasta llegar a reconocer amorosamente al Misterio a través de las circunstancias, Dios se manifiesta y nos atrae más potentemente sirviéndose de esas situaciones, relaciones, rostros en los que nosotros mismos sentimos vibrar con particular intensidad la realidad: es la “preferencia”. Delante de aquello que más nos atrae, que más nos interesa, se vuelve urgente implicarse con toda nuestra persona para comprender y abrazar hasta el fondo lo que tenemos delante. Nunca como en esas situaciones nuestra humanidad urge una respuesta de significado exhaustivo. Jamás nos conformaremos con una respuesta meramente instrumental, superficial. Cuando don Giussani hablaba con los novios empleaba al máximo este método del signo, que existencialmente se expresa en la preferencia. Podemos imaginarnos bien lo determinante que resulta para el chico o la chica la presencia del otro, y cómo se está (casi) espontáneamente disponible para poner en juego todas las energías en esa relación. En esas situaciones don Giussani no contraponía el conocimiento y el amor de la persona al conocimiento y al amor del Misterio, pues ella –la persona– es signo de Este –el Misterio–. Antes bien ligaba indisolublemente ambas dimensiones, a través de tres preguntas que se han hecho famosas: ¿Quién ha hecho que te la encontrases? ¿Cuál es su consistencia última? ¿Quién te la conserva para siempre?
Quien vive esta experiencia sabe bien que el conocimiento afectivo del otro en cuanto signo del Misterio presente es la modalidad vivida de una relación de amistad entre razón y Misterio. Es por tanto la respuesta a la pregunta del título y nos indica el camino para vivir todo (relaciones, trabajo, ciencia, leyes, economía y política) de tal forma que en cada paso del camino se verifique esta hipótesis: que nuestra razón y nuestra libertad se ven favorecidas por la existencia del Misterio bueno que nos llama.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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