¿Puede la Navidad acontecer de nuevo? Hemos viajado a Tierra Santa para comprobarlo en los lugares donde Dios “se hizo finito”. Un breve viaje entre Israel y Palestina, para ver cómo la semilla de la experiencia cristiana encuentra su camino en estas tierras que nunca han tenido paz. A la misma pregunta responden tres exponentes del pensamiento contemporáneo: un teólogo anglicano, un escritor católico y una estudiosa ortodoxa. Cada uno reflexiona sobre el misterio de la Encarnación a la luz de lo que dice nuestro Cartel para la Navidad de 2009: «Si Cristo no es una presencia ahora, ¡ahora!, no puedo amarme, ni amarte a ti, ahora».
Del muro que atraviesa Belén, a las aulas de la Universidad Católica. Y luego, Salwa, Tommaso, sor Lizy, el Custodio de Tierra Santa... Seis meses después del viaje del Papa, la vida de hombres y mujeres con una “vocación dentro de la vocación”: la de vivir aquí, donde la presencia de Cristo, siendo una semilla frágil y escondida, es una piedra de toque para todos
«Bájate rápido, doy la vuelta a la manzana y, en dos minutos, te recojo aquí». Verte “lanzada” a la Basílica de la Natividad de Belén desde un jeep no es exactamente lo que te habías imaginado. Pero corres. Te agachas para cruzar el umbral de piedra de la gran iglesia bizantina. Una puerta fortificada y reducida para que los turcos no la profanasen con sus caballos. Las naves están en penumbra. Hay una larga cola de peregrinos. Te sumas a ellos, entre cabezas cubiertas con el velo y el humo de las velas. Avanzas hasta las escaleras. Puedes haber llegado allí sin aliento y sin haberte preparado, pero desciendes a la gruta y sucede algo irresistible. No son tus pensamientos los que dan sentido a esa roca bajo tierra. Al contrario, te surge una pregunta que nadie hubiera podido formular sin esa piedra. ¿Cómo puede ser que Aquél que ha creado todo haya venido para estar conmigo? «¡Jallah, jallah!», un armenio te empuja, debes dejar espacio a los demás. Te ves arrojada fuera otra vez. Subes de nuevo al coche, pero esa pregunta sigue en tu cabeza.
Te sientas junto a Sobhy Makhoul, que conduce su jeep a gran velocidad. Si estás aquí para ver cómo vive y crece la semilla de la presencia cristiana en el lugar donde empezó la Navidad, no hay un guía mejor que él. Sobhy es el secretario del Patriarcado maronita de Jerusalén: es un cristiano árabe con pasaporte israelí. Y te lleva de aquí para allá por atajos, entre cabezas con los tirabuzones y los yarmulke de las calles de Israel, hasta llegar a los Territorios Palestinos.
Nuestra meta es Betania, unos pocos cientos de metros más allá del Monte de los Olivos. Pero nos toca dar un rodeo de 20 Km. por culpa del muro. Rodeamos los bordes del desierto de Judea. Pasamos Ma’ale Adumimm, uno de los asentamientos judíos en Jerusalén Este. Nos da tiempo a disfrutar de la puesta del sol. Llegamos a las luces rojas y azules del puesto de control. Reducimos la velocidad. Un chico vestido de camuflaje echa un vistazo a los pasaportes y otro al interior del coche. Inclina un poco la cabeza para ver si hay alguien detrás. Luego un saludo que es sólo un gesto, poco convencido. Como si fuese una concesión amable dejarnos marchar.
Los bucles de Suyud. Llegamos a Betania ya de noche. Por las calles destartaladas se levanta el polvo. Falta la iluminación y no hay letreros indicando el nombre de las calles. Una empinada cuesta abajo te lleva hasta el lugar en el que viven Samar Sahhar y las treinta niñas de su casa de acogida. Tal vez esta situación juegue a favor. Si hubiese carteles, luces y timbres, las furgonetas no se equivocarían de camino y ellas no gozarían de provisiones no calculadas. «Ayer mismo cayó por aquí una furgoneta con sacos de arroz. No eran para nosotros. Les dije a mis niñas: “Shhhhh… es la Providencia”». Samar ríe y acaricia a Norma. Tiene quince años y una mirada muy profunda, que te interpela. Es una de las mayores de las “hijas” de Samar, esta cristiana palestina que creó este orfanato aprendiendo la acogida de sus padres: entre los poquísimos cristianos de la zona, transformaron un establo en una habitación para acoger a diez niños abandonados, que se convirtieron en cien, luego, en trescientos. Ella empezó esta casa para niñas hace doce años y la llamó “Lazarus Home”.
Tomamos un té en la terraza, mientras da comienzo la procesión de niñas en pijama que se acercan a dar las buenas noches a mamá Samar: una a una todas las niñas le dan un beso, luego se marchan riendo. Suyud no. Se le agarra a las piernas porque no quiere irse a la cama. Es la más pequeña de la casa, tiene cuatro años. Cuando llegó aquí su madre le había dado una paliza a martillazos, no tenía dientes y le faltaban mechones enteros de pelo. Pero no te lo puedes imaginar, porque hoy ves en su cara dos ojos que brillan y una cascada de bucles negros. Samar la toma en brazos sin interrumpir el relato de su jornada, que ha transcurrido en un tribunal. «Salwa es una mujer musulmana, madre de cuatro niñas que viven aquí. Mató a su marido que la obligaba a prostituirse. Lo hizo para defender a sus hijas que todavía vivían con él. Corre el riesgo de que la condenen a muerte». Desde que comenzó el juicio, Salwa se vio acompañada en la sala del juzgado por una familia que no sabía que tenía. Samar, junto a otros amigos, ha acudido a testimoniar en su favor. «Incluso su abogado pide la condena. Y en caso de que saliese, están los parientes del marido, que esperan a que salga para matarla». Siempre que puede, Samar va a verla a la cárcel. Últimamente se ha dado cuenta de que Salwa ayuda y hace compañía a las demás mujeres que como ella están a la espera de ser juzgadas. Su vida fue un martirio, pero ahora crece como nueva, como los rizos negros de Suyud. No necesito preguntarme cómo es posible que suceda algo así, porque lo tengo delante: es la caricia de Samar, su presencia firme a su lado.
«Es lo que hace falta aquí: relaciones estables. Un amor fiel», comenta Tommaso Saltini, una vez de vuelta a Jerusalén. Nos hallamos en su despacho en el corazón de la ciudad vieja, frente a la torre de David. Lleva tres años y medio como responsable de la Asociación de Tierra Santa, la organización no gubernamental de la Custodia para las actividades de cooperación internacional. «Aquí hace falta estar, estar físicamente». Se levanta para cerrar la ventana: faltan dos horas para la puesta del sol y por las ventanas entra la voz áspera del muecín que invita a la oración. «Lo ves sobre todo en ti mismo: cuanto más complejo y variado es el contexto en el que te mueves, más necesidad tienes de una comunidad, de un lugar preciso», como es para él la casa de los Memores Domini, en donde vive con Ettore y Alberto. Los cristianos están presentes aquí para dar testimonio con su vida, no para ser un puente entre palestinos e israelíes.
La misma Iglesia necesita de la entrega y de la presencia fiel de los franciscanos, que siguen aquí desde hace ocho siglos. Su “cuartel general” se sitúa en torno al convento de San Salvador, en el barrio cristiano, a dos pasos del Santo Sepulcro. Allí nos recibe el Custodio de Tierra Santa, el padre Pierbattista Pizzaballa: «La incidencia de los cristianos en la vida pública es mínima. Somos pocos. Y muy diversificados. Muchas Iglesias, muchos ritos. Existe una emigración continua, sobre todo de la clase media, una emigración que afecta fundamentalmente a los Territorios», dice con su realismo robusto y telegráfico. Y añade con ademán bergamasco: «Pero aunque aquí la vida de los cristianos es frágil, ¡tiene una importancia enorme si la comparamos con su presencia!», mientra da un golpe sobre los reposabrazos del sillón con sus jóvenes manos que sobresalen del hábito. No está hablando de las obras de caridad, educativas, sanitarias, sociales («en cualquier caso importantísimas: nuestras escuelas se hallan entre las más antiguas y prestigiosas. Gran parte de los dirigentes árabes y palestinos ha pasado por sus aulas»). Hay algo que está antes que todo esto: «El testimonio vivo que pasa a través de las relaciones personales. Los cristianos son una presencia que no crea problemas. Parece poco, pero no lo es: es un hecho concreto que no hay que dar por descontado». Se detiene: «Son una realidad pacificadora». Aquí, en donde se guardan odios seculares, se suman contradicciones, las relaciones públicas están anquilosadas y el status quo de los lugares santos impregna la vida cotidiana y se han convertido casi en una forma de pensar, sólo un hecho más radical puede abrir una brecha y permitir un encuentro real.
«Nos hemos equivocado». Tan real como la visita del Papa el pasado mes de mayo. No era bien vista. «Se habían levantado muchas dudas, se temía que fuese mal interpretada», continúa Pizzaballa. Con la Guerra de Gaza a las espaldas, se consideraba casi inoportuna. Entre los que no estaban conformes con ella había muchos cristianos, que temían una posible instrumentalización, debida a equilibrios muy difíciles. «Nos hemos equivocado», con estas palabras me recibió poco antes monseñor Antonio Franco, el Nuncio Pontificio del Papa para Israel y Delegado para Jerusalén y los territorios bajo la Autoridad Palestina. Le habíamos visitado en su residencia, cerca de la imponente Universidad de los mormones del Monte Scopus. «La decisión del Papa nos preocupaba. Sin embargo, era lo que hacía falta: que él viniese y nos hablase a todos. La percepción de la comunidad cristiana ha cambiado después de esta visita: el Santo Padre ha testimoniado que está con nosotros y esto ha devuelto la esperanza a la gente; muchos han venido a decírmelo», nos explicó. Y Pizzaballa lo confirma: «Ha sido una visita muy verdadera. En absoluto políticamente correcta. Ahora estamos releyendo los discursos, que tienen una fuerza extraordinaria. Supuso un estímulo decisivo ante las graves dificultades que tenemos». Pero, ¿qué le sostiene a usted cada día? «La relación con la gente me sostiene mucho». «Mucho», repite. «Cuando comprendes que el hombre sólo necesita ser amado, cambia todo. Cambia inmediatamente la relación, la desintoxica completamente». Se acerca la Navidad y las familias cristianas han empezado ya a dirigirse a los frailes para pedirles consejo sobre cómo adornar el barrio para las celebraciones. Es un aspecto que Pizzaballa también quiere custodiar. «No es una rutina, es un rito. Es participar en un hecho y esperarlo». Hay un poco de frenesí por los peregrinos que vendrán. Hay que escribir el mensaje de Navidad. «Estoy trabajando en él. Supone un reto, en primer lugar para mí, no puedo darlo por supuesto. ¿Qué quiere decir que Jesús vuelve a nacer? Es necesario que mire lo que tengo ante mis ojos».
De Hebrón a Gaza. Mientras nos despedimos, le pregunto qué oración reza por las mañanas, cuando se levanta en esta tierra siempre atormentada. «La forma cambia cada día, pero siempre pido ser fiel a la vocación que se me ha confiado, pido seguir obedeciendo Su voluntad». Cuando comenzó a desempeñar su tarea como Custodio, se vio «aplastado por los problemas y el quehacer: quería resolverlo todo, me dejaba fagocitar. Con el tiempo he aprendido a dejar las cosas en manos de Otro. Algunas hay que dejarlas, literalmente. Y ninguna te pertenece. No son tuyas». Es la pobreza de san Francisco. «No puedes poner todo tu corazón en las cosas porque las pierdes», observa. Hace falta desasirse de las cosas y «también se necesita una cierta soledad» en esta tierra en donde las pasiones lo absorben todo.
Lo primero de lo que te hablan los jóvenes de aquí es de la relación eterna que sienten con la tierra que pisan: «Vivir en Tierra Santa es un honor». Jacob nació en Belén y dice que morirá aquí. Lleva una cruz de oro en el cuello. Todos los jóvenes cristianos de aquí la llevan. Algunos llevan también una cruz tatuada en el interior de la muñeca. Tiene veintiún años y estudia Ciencias informáticas y Business en la Universidad Católica de Belén, que es la primera de Palestina, y en cuyos patios pululan chicas que llevan el velo. Los hombres, con la kefiya, enaltecen desde el micrófono una gigantografía de Arafat. Hoy hace cinco años de su desaparición. El resto de los estudiantes asiste sentado sobre la hierba y bajo los árboles, todos juntos. Antes de ser islámicos o cristianos, se sienten palestinos. «Debes estar seguro de tener una razón para vivir aquí», dice una voz femenina. Lubna vive en Hebrón, la ciudad de las tumbas de Abrahán, Isaac y Jacob. Es musulmana y tiene veinte años. El velo enmarca su rostro, que se inflama cuando dice que: «Dios me ha puesto aquí por un motivo: mejorar las condiciones de mi pueblo». A los once años ayudaba a su tío a llevar a Hebrón a los extranjeros para que vieran cómo estaban las cosas “de verdad”. Desde entonces, «todo lo que hago está relacionado con esta tierra y con el cambio. Aunque lo vean mis hijos, o los hijos de mis hijos». Habla con tensión: «Por la mañana me levanto aunque el futuro sea incierto. Para mí despertarme es despertarme aquí».
Una compañera suya de universidad, Berlanty, fue arrestada por los militares israelíes mientras iba a ver a su familia a Gaza. Ya no la dejan volver. Vivía en Belén desde hacía cuatro años, tenía que licenciarse en diciembre. «Bad luck», te dice con amarga ironía Robert Smith, vicepresidente de Asuntos Académicos del ateneo, que ha presentado un recurso ante el Tribunal Supremo de Israel para defenderla y ahora está preocupado por los demás estudiantes de Gaza, que podrían no recibir el permiso: «Ciertas medidas se están endureciendo». Te lo explica muy bien el padre Eugenio Alliata en un pequeño cuarto que da a la iglesia de la Flagelación, en el barrio musulmán. Es profesor de Topografía en el Studium Biblicum Franciscanum. Su relato va desde los maravillosos descubrimientos arqueológicos de este siglo a los jóvenes cristianos del West Bank (Cisjordania), que «vienen aquí en peregrinación, tienen dieciséis, dieciocho años, y me confían su mayor pena: no haber visto nunca el mar. Lo tienen a 20 Km. y no pueden ir hasta él. ¿Qué hacen las familias los domingos?». Las lágrimas descienden por su rostro. No te lo esperas de este fraile enérgico que entró en el convento con nueve años y que está en Tierra Santa desde hace treinta. Él sigue hablando. Conoce la historia de cada fragmento de las excavaciones, te cuenta de sus años en Nazaret junto a Beniamino Bagatti, el más ilustre arqueólogo franciscano del siglo pasado. «Excaves donde excaves, encuentras restos de iglesias. Los números dicen que la presencia cristiana es minúscula. Pero luego miras aquí...»: la vía Dolorosa que pasa por delante de la puerta está llena de peregrinos «todo el día, todos los días. Es una semilla pequeña, pero existe, y jamás desaparecerá». Como las procesiones del Domingo de Ramos: llegan desde los pueblos, podrían ser miles y a lo mejor son sólo veinticinco, «pero entonces todos aplauden a esos veinticinco». Dentro de pocos días, con las celebraciones de la Navidad, los cristianos «cantarán y subirán el volumen de radios y televisiones y abrirán las ventanas para que se puedan escuchar las músicas y los cantos».
Por la noche, en el coche, hablamos de la situación política y de muchas cosas que pasan inadvertidas. «¿No os produce vértigo todo lo que se escapa a vuestra comprensión?», pregunto pensando en voz alta. «Antes experimentaba vértigo. Sin embargo, ahora he decidido vivir la realidad presente», responde mirando de frente la carretera hacia Jericó el Padre Vincent Nagle, californiano de madre sionista. Se convirtió al catolicismo a los cuarenta años. Está aquí desde hace tres años, y trabaja para el Patriarcado Latino. «Todos necesitan a Cristo»: he aquí su juicio político de esta noche. Al llegar a Jerusalén, en una de las callejas de la ciudad vieja me encuentro con Filippo, Giovanni y Daniele. Están tomando medidas de los arcos y de los escalones de piedra. Se hallan aquí para su tesis en Arquitectura: un proyecto de ampliación de la Custodia. Tres estudiantes asombrados por las obras de los cruzados, que «en menos de cien años construyeron los edificios más bonitos que se conservan». Les miras apuntar con el láser y anotar en sus hojas las medidas del barrio, entre el zoco y el Santo Sepulcro. «La vida de Jesús está hecha de distancias reales, ¿no crees?», te pregunta Filippo. Una vida que se puede medir. Hecha de pasos humanos. De un kilómetro y medio entre el cenáculo y el Monte de los Olivos. «Un tiro de piedra». Es la distancia que separa a Jesús de sus discípulos, cuando en el Getsemaní se arrodilla para rezar. «Sucedió todo en poco espacio. Es una historia real como sólo puede serlo la vida». Como un tiro de piedra entre los árboles, aunque las piedras de los santos lugares no pueden responder a las preguntas que suscitan.
Sor Lizy y la gruta. «La fe no nace de las piedras. Pero tocarlas con la mano la refuerza», me dice al día siguiente José Miguel García, biblista español, ante la iglesia de Emaús, en el pequeño pueblo de el-Qubeibe, once millas al oeste de Jerusalén, la distancia indicada en el evangelio de Lucas. Desde la terraza que se halla junto a la iglesia, se ve toda la zona de Ramala, que está asolada. Aquí se encontraron con Jesús por el camino los dos discípulos defraudados. No habían creído que había resucitado, y por eso habían dejado Jerusalén. Ni siquiera le reconocieron cuando le vieron. Hasta que ardió su corazón estando con él. Aquel que ha creado todo estaba junto a ellos. Es el mismo ardor que hace estar aquí cada día a sor Lizy. Llegó aquí a los veinte años para ocuparse de la educación de los niños musulmanes de Ortas, una aldea cercana a Belén. Te cuenta su historia como una enamorada. De origen indio, con rostro de actriz, no se anda por las ramas al hablar de la Navidad por estos lugares: «Es extraordinaria. No tanto por la gruta. Es lo que te permite vivir. Eres amado, y entonces empiezas a mirar al otro por lo que es: un misterio que sólo Dios conoce».
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