Apuntes de una conversación de Luigi Giussani en el retiro de Ascensión de los Memores Domini. Riva del Garda, tarde del 16 de mayo de 1992
El misterio de Cristo resucitado, el hecho de la Resurrección de Cristo, se cumple, es decir, se precisa en otros dos acontecimientos, se define a sí mismo en otros dos momentos, que son consecuencia directa del acontecimiento original y principal, que es el rescate de la muerte de aquel hombre que –como dijimos esta mañana 1–, desde entonces empezó una experiencia distinta de la experiencia natural que vivía antes. No porque haya eliminado algo de lo que perteneció a su vida de hombre, sino porque otro punto de vista, otro punto de partida, otra mirada, otro modo de poseer, otro objetivo determinó su relación con las cosas; más precisamente, con el tiempo y con el espacio y con el destino inherente a cada cosa. Con el destino inherente a cada cosa, con el tiempo y con el espacio; es decir, tenía otro modo de concebir y de vivir la experiencia de su relación con el ser, según toda su expresividad.
I
El primer momento que sigue a la Resurrección de Cristo como una aclaración y un cumplimiento –un paso hacia la plenitud, hacia el cumplimiento en el sentido total del término– es el misterio de la Ascensión al cielo.
Pidamos al Señor que nos conceda entrar en el sentido de lo que hemos dicho esta mañana, porque de lo contrario cada paso ulterior produciría más confusión y lo oscurecería en lugar de iluminarlo más.
El cielo –dijimos esta mañana–, la experiencia «celeste» –como decía el texto que leímos–, el cielo es la profundidad de la tierra. El cielo es el sentido profundo de la tierra, es la verdad del más acá, es su origen, el origen del ser y del existir, el origen de la consistencia, del camino y del destino del más acá. Lo que nosotros vemos es la superficie de las cosas, la apariencia. Lo que vemos es la apariencia: la verdad de la apariencia traspasa, rebasa sus confines, nos hace –son todas comparaciones– bajar, descender, internarnos en su profundidad, hasta casi tocar el origen misterioso de las cosas, de todas las cosas cuya apariencia captamos, y nos hace llegar donde se certifica el destino de todas las cosas, sea como movimiento experimentable, sea como finalidad que defina su significado, su sentido eterno, por el que han sido creadas, consisten y subsisten.
Como hemos meditado tantas veces (y quizás sea oportuno que vayáis a retomar los apuntes de esas otras veces), el misterio de la Ascensión proclama que Cristo, resucitado de entre los muertos, recibe del Padre el cumplimiento de la gran promesa, el principio de la herencia eterna, la herencia por la que entregó su vida hasta la muerte: será llamado «Rey del universo» 2. Rey del universo, dueño de todo; dueño, Señor, Rey del universo –«Que te alaben, oh Dios, todos los pueblos de la tierra» 3–, el Dios de la historia.
Rey del universo, Señor de la historia. ¿Qué quieren decir estas palabras si no que Cristo ya ha entrado en la Gloria, ha asumido esa posición definitiva por la que retoma su posesión original de las cosas, posee las cosas según Su destino desde el principio, ya que todas las cosas en Él consisten? Su posesión, la posesión que Él retoma de todo el universo, de la realidad y de la historia, está destinada a revelarse, a manifestarse según los ritmos de un designio misterioso, el designio del Padre.
La Ascensión al cielo proclama que Cristo empieza a tomar posesión de las cosas, entrando en lo definitivo, en lo eterno; desde aquel día, este anuncio resuena en el mundo entero penetrando toda la historia. Cristo subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre; está allá como Señor de todas las cosas, las posee desde su raíz, esperando que esto se manifieste según el designio de la voluntad del Padre, según un hilo, un camino, un flujo, un álveo portante al que prestan atención los hombres a quienes se les concede la mirada de la fe. Los que Él llama lo advierten con sorpresa repentina al percatarse de qué gracia está ya hecho el tiempo, aun cuando parece que todavía domina la cruz y que la exclusión que lo devuelve a la tumba es invencible. Ya empieza su victoria sobre la muerte y, por tanto, sobre todas las fuerzas que llevan a la muerte, sobre todas las fuerzas de la realidad que no le reconocen como el Señor.
«Tú que les diste [a los apóstoles] la multiforme riqueza de la sabiduría eterna» 4. La multiforme riqueza de la sabiduría eterna: la sabiduría eterna, que Él comunica a los que ha elegido, a los que el Padre ha puesto en sus manos, a los llamados, es una riqueza multiforme, porque concierne a toda criatura: la piedra y la brizna de hierba, la flor del campo, el pájaro que cae y el niño que se abraza a su madre, como ejemplifica el santo Evangelio. He aquí que Cristo, muerto y resucitado, es el dueño y el señor de esta sabiduría eterna de multiforme riqueza; una riqueza tan multiforme como multiforme es el rostro de lo que existe. Posee todas las cosas, porque el Padre ha puesto todo en sus manos: «Tú me diste poder sobre toda carne, sobre todo hombre» 5, ¡cada hombre!
Cristo comunica su dominio sobre todas las cosas a los que ha llamado, a quienes ha elegido y que le aceptan, que lo siguen; comunica su sabiduría eterna según una multiforme riqueza que se desarrolla identificándose con las circunstancias que se suceden, con las presencias que se multiplican. Así, quien le sigue se interna en el misterio de Su señorío, de Su majestad sobre todo lo creado, de Su poder sobre todas las cosas, realmente se siente inmerso en Su misterio. Y con el paso del tiempo, con los años, siguiéndole, la multiforme riqueza de esta sabiduría se traduce en un gusto más rico, más atento y discreto, más fecundo, del vivir.
Pues, el misterio de la Ascensión completa el misterio de la Resurrección, lo extiende por toda la realidad, lo prolonga por todos los tiempos, por toda la historia y la eternidad: Rey del universo, Señor de la historia. La riqueza multiforme que esta posesión implica se comunica en las circunstancias concretas a quien le sigue con fidelidad, a quien es llamado: «Tú que concedes a los que has llamado la multiforme riqueza de tu sabiduría eterna», Tú que eres el Rey del universo, canta la liturgia. O, también, habla de la «patria eterna», aquella en la que reside Cristo 6. La patria eterna: la realidad se ha convertido en su casa donde Él mora en lo oculto y se va revelando lentamente, según los tiempos que el Padre establece, esperando el día de su gloria final, cuando todos dirán: «Sí, somos suyos», y Él juzgará, es decir, manifestará la medida de su posesión en cada ser; y, si el ser es consciente y libre, el juicio de Cristo medirá la respuesta, el reconocimiento que la conciencia le habrá dado.
Nuestra humanidad –reza la liturgia– es «elevada». «Nuestro espíritu se eleva hasta [tu] alegría en el cielo» 7. Elevar: alto y profundo –siempre lo hemos dicho–, indican lo mismo; indican el lugar adonde vamos, el lugar misterioso por el que estamos hechos. Pero no es otro lugar que éste en el que vivimos, es el cielo de este lugar, el cielo es la profundidad de la tierra. Es su profundidad. Antaño resultaba más fácil y más bonita la metáfora del cielo, a nosotros los modernos nos resulta quizás más intensa y apreciable la metáfora de la profundidad, de la raíz: destino y raíz, dónde se halla el descanso en la verdad, es decir, dónde se halla la paz férvida y fecunda que genera lo eterno instante tras instante. Pero, al hablar de paz férvida y fecunda, sólo análoga o fantasiosamente, pensamos en lo eterno como en algo que se genera instante tras instante: ¡es esta vida la que se genera en la paz férvida y fecunda!, ¡el descanso en la verdad empieza por nuestro seguimiento en esta vida! Patria eterna, humanidad ensalzada, espíritu que se eleva hasta la alegría: esta es la participación en el misterio de Cristo resucitado, subido al cielo, que se sienta ya a la derecha del Padre, que ya ocupa su lugar definitivo, que ya no tiene nada más que conquistar. Él es lo que está destinado a ser desde la eternidad: Verbo, hecho carne, heredero de toda la herencia del Padre, de todo el ser, de la realidad entera.
II
¿Pero quién puede hacernos entender estas cosas? ¿Quién puede evitar que estas palabras vaguen a orillas de nuestra conciencia? ¿Quién puede hacérnoslas decir como expresión de una experiencia inicial, incoativa pero real, de lo eterno? ¿Quién puede hacernos copartícipes de esta posesión que Cristo tiene sobre el universo entero? ¿Quién puede hacernos participar de su majestad sobre el tiempo y el espacio, de su señorío sobre la historia? ¿Quién puede darnos a entender estas palabras, introducirnos en su significado? Aquel que puede «sumergirnos» en el Misterio, en el misterio definitivo que es la Ascensión. (El misterio definitivo es la Ascensión de Cristo: en la humanidad de Cristo nuestra humanidad ha empezado a tomar posesión de su eterno señorío sobre el mundo. Nada podemos imaginar, pero podemos empezar a comprender. Si no podemos ver, ¿podemos empezar a vislumbrar?).
El Espíritu de Cristo, el Espíritu del Verbo hecho carne, resucitado de la muerte y subido al cielo.
«Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero, si me voy, os lo enviaré. Él me dará gloria porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» 8. Lo que puede introducirnos en el Misterio es el Espíritu de Cristo. Por eso Pentecostés es el día en que culmina la Pascua, el tiempo pascual.
Resurrección de Cristo; Ascensión de Cristo al cielo: Cristo establece su posesión eterna y nos llama a participar en ella; Él es el principio de nuestra posesión. Su Espíritu empieza a forjar nuestra vida y, si nuestra libertad abre los brazos y pide: «¡Ven!», la plasma según la forma que tendrá para siempre. Empezamos entonces a juzgar, a percibir, a sentir, a mirar, a abrazar, a querer, a usar, a crear, conforme a Su verdad, esa verdad que no existiría sin Él en ninguna de nuestras relaciones, pues nosotros dejaríamos caer todo en la nada.
«Veni creator Spiritus», Espíritu creador, es decir, Espíritu generador. Espíritu que genera la forma nueva de nuestra vida. En los que reconocemos a Cristo resucitado empieza a arraigar una experiencia diferente: una inteligencia diferente, una afecto distinto, una capacidad distinta de utilizar las cosas y de trabajar. El Espíritu de Cristo plasma en nosotros esta forma diferente. Su Espíritu es la energía con la que Cristo “toma” las cosas –con aparente lentitud ante nuestros ojos, requiriendo paciencia de nuestro corazón– conforme a la medida de una evolución, de un paso que establece el Padre, para quien «mil años son como un ayer que pasó» 9. El Espíritu Santo genera una forma nueva en nosotros, que emerge, se afirma, se atestigua, se vuelve contenido sensible de la experiencia, se torna testimonio ante los demás, según la voluntad y el designio del Padre. La energía con la que Cristo toma posesión del tiempo y del espacio es su Espíritu de resucitado que crea en nosotros esta forma nueva de vida.
«Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito». Todo tiene que cumplirse; entonces este actor irresistible de la realidad, este hecho clave del destino de toda la historia y del cosmos, obra empezando por los que el Padre ha puesto en las manos del Hijo: los llamados, los escogidos, los elegidos, es decir, nosotros, los bautizados.
Tenemos que leer el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, y también los dos primeros capítulos de la primera Carta a los Corintios. Tenemos que volver a leerlos, leerlos una infinidad de veces. Son dos himnos al Espíritu de Cristo, Espíritu creador que cambia nuestra vida, como cambia de la vida del mundo: cambiando nuestra vida cambia la vida del mundo. Conduce nuestra vida y conduce la vida del mundo. Guía nuestra vida discretamente, guía la historia del mundo casi sin hacerse notar. Sin embargo, en nosotros pulsa algo por lo que Él se convierte en principio de experiencia sensible, principio de un sentimiento nuevo del ser. «Haz que toda nuestra vida se convierta [por tu poder] en testimonio del Señor resucitado» 10. Para que dé testimonio del Señor resucitado tiene que ser plasmada según el punto de vista del Resucitado, según esa verdad de las relaciones de la que hemos hablado esta mañana.
El Espíritu es quien puede espolear nuestras relaciones, purificándolas en el sacrificio y en la cruz, para que sean más verdaderas. Para que, «nacidos a una vida nueva por las aguas del Bautismo y animados por la única fe, manifestemos en las obras el único amor» 11, de manera que «podamos elevarnos desde las alegrías y los dolores de parto de la tierra al deseo de ti» 12. Es el Espíritu quien lo hace posible.
«Concédenos ser renovados en tu Espíritu para renacer en la luz del Señor resucitado» 13. «Haz que, según tu promesa, sintamos tu presencia entre nosotros hasta al final de los tiempos» 14. «Concédenos la serena confianza de que todo el cuerpo de la Iglesia se unirá a Cristo, su cabeza, en el gloria» 15: es la percepción siempre más aguda de Cristo resucitado y de su Misterio, y el trabarse cada vez más imponente de nuestra unidad, de la unidad de todos los que somos llamados a darle testimonio, a testimoniar ante el mundo que Cristo ha resucitado.
«Inmersos en el gran Misterio» 16 que es Cristo resucitado, luz del mundo: la verdad de la realidad se manifiesta a los que se ponen frente a la provocación y al anuncio de la Resurrección con esa inteligencia positiva, pobre, dispuesta a afirmar afectuosamente la realidad, pues ese es el terreno sobre el que se asienta la fe. La Ascensión cumple este gran Misterio: «Inmersos en el gran Misterio». No se puede hablar de Cristo resucitado sin remitir a Cristo resucitado y subido al cielo: ha resucitado y está ya en su lugar definitivo. Su tarea ha culminado y comienza su señorío, empieza a resplandecer su herencia. Está en la raíz de todas las cosas y empieza a demostrar su posesión sobre ellas, como se ocurrirá definitivamente al final del mundo, pero como ya se muestra a lo largo del camino a los que, al haber sido elegidos, le son fieles y creen en él. Y el don de Pentecostés, el don por excelencia del Espíritu Santo es esta fertilidad que se otorga al alma, esta fecundidad del corazón que obtiene una visión nueva. El don de Dios al hombre es el Verbo hecho carne. Y mediante su Espíritu –el Espíritu de este hombre que es Dios hecho carne y resucitado de entre los muertos– el hombre le reconoce, le entiende, le abraza, le sigue y le imita. Y así el Padre es glorificado.
Resurrección, Ascensión, Pentecostés son un único gran Misterio: vivimos «inmersos en el gran Misterio».
III
Con un poco de paciencia, queremos ahora detenernos sobre la modalidad con la que Cristo resucitado actúa, con la que Cristo subido al cielo –y por lo tanto ya en posesión de nuestra vida, de nuestro ser y del mundo entero– lleva adelante, por la energía de su Espíritu, su posesión de nosotros y nos cambia, nos provoca y nos cambia, nos plasma de modo diferente, nos lleva a ser semejantes a él, es decir, a ver las cosas en su verdad, la verdad que él ve, para que formemos juntos su cuerpo, la plenitud de su cuerpo que se edifica por la aportación de cada uno de nosotros en el tiempo. Me parece oportuno recordar ahora un pasaje del diario de Kierkegaard, que os leí en los Ejercicios de la Fraternidad 17: «La única relación ética [es decir moral] que se puede tener con la grandeza [es decir, con Cristo] es la contemporaneidad. La relación que podemos tener con un difunto es una relación estética [emotiva]: su vida pasada ha perdido el aguijón, ya no juzga mi vida [de ahora]; me permite admirarlo, pero también me deja vivir con categorías ajenas a él: no me obliga a ningún cambio decisivo» 18. El pasado no actúa sobre el presente: solamente algo presente puede actuar sobre el presente. Ahora bien, ¿cómo se materializa la contemporaneidad de Cristo resucitado y subido al cielo, del Espíritu que emana de él? ¿De qué manera somos contemporáneos de Cristo resucitado y ascendido a los cielos, de qué manera su Espíritu desciende y se infunde en los llamados? Esta mañana me han entregado esta cita de Séneca –¡de Séneca!–: «¡Tienes que vivir por otro, si quieres vivir por ti mismo» 19 (¡el genio, siendo hijo del misterio del Padre, se acerca siempre a la profecía!). «¡Tienes que vivir por otro, si quieres vivir por ti mismo». Por otro: ¿y cómo identificar a este otro? ¡Puedes elegirlo tú, pero si lo eliges tú, entonces te eliges a ti mismo, eres siempre tú! O lo eliges tú –y entonces te eliges a ti y el otro es un simple pretexto, una apariencia– o bien se te impone. Si se te impone, ¡entonces eres esclavo y te pierdes a ti mismo! Sólo si el otro es trámite hacia tu destino vives por él de tal manera que vives realmente por ti mismo. Si este otro es cauce hacia tu destino, te liga a tu destino, si está en tu función de tu destino, entonces, viviendo por él vives por ti mismo. Pero nuestro destino es Uno, es una Persona cuyo nombre conocemos –al menos el nombre lo conocemos muy bien y no podemos sustituirlo: sólo podemos pronunciarlo sin aliento y con la respiración cortada, sin quererlo, pero ya no podemos suplantarlo–: Cristo. El Misterio se ha comunicado al hombre mediante una realidad humana, Cristo. ¡Por tanto tienes que vivir por Cristo, si quieres vivir por ti mismo! La ley del Misterio –lo hemos visto– traspasa su formulación primera y decisiva. La ley del Misterio asume la forma humana que es Cristo (Cristo resucitado, subido al cielo, que nos envía su Espíritu). La ley del Misterio traspasa su primera y decisiva formulación. En efecto, para llevar a cabo su obra, conforme al designio del Padre, Cristo obedece al mismo método que el misterio del Padre instauró para comunicarse al hombre y al mundo. Para comunicarse al hombre y al mundo el misterio del Padre eligió hacerse presente a través de una realidad integralmente humana, esto es, Cristo. Cristo elige el mismo método: se hace presente, contemporáneo, a través de una realidad humana, integralmente humana, por tanto formada de hombres y de todo lo que a los hombres atañe, es decir, todo: es la realidad de la Iglesia. Una exigua compañía de hombres hace dos mil años, una gran compañía de hombres ahora, pero precisa en sus confines. Precisa en sus confines: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús [una sola persona, que es Cristo]» 20. Pequeña o gran compañía de hombres, precisa en sus confines. El Misterio, el destino se comunica al hombre a través de una carne, de una realidad de tiempo y espacio, asumiendo la forma física de las cosas, identificándose con circunstancias concretas, que mantienen toda su fragilidad y la aparente futilidad de las circunstancias naturales, como lo fueron ante los ojos de los fariseos Cristo y su familia, lo que hizo y lo que dijo. Reconocer este método se llama fe, pues la inteligencia del hombre reconoce, bajo determinadas apariencias, la gran presencia. Se trata de reconocer en las apariencias determinadas naturalmente la gran presencia del origen, de la consistencia última («Todo en Él consiste» 21), del destino. Pero todavía no está completa la observación. «El memorial de la Pascua –reza la liturgia–nos edifique siempre en el vínculo de tu caridad» 22. Nos edifique: nos convierta en piedras vivas, una al lado de otra, construyendo un único templo, para que nuestras vidas se conviertan en el gran templo donde reside la gloria de Cristo y, por Él, la gloria del Padre, donde el Espíritu hace resonar su voz e irradia su luz. «El memorial de la Pascua nos edifique siempre en el vínculo de tu caridad». Esta oración indica de modo muy sugerente el movimiento que ocurre. Sin embargo, existe una analogía sin la cual todo lo que hemos dicho hasta ahora quedaría abstracto, lo que hemos dicho de la Iglesia seguiría abstracto. Acabamos de subrayar que el Misterio se comunica al hombre a través de una carne, de una realidad de tiempo y espacio, conforme a la modalidad física de las cosas, según circunstancias precisas que tocan de cerca a la persona. Si no llega a ser una circunstancia precisa y cercana, el gran misterio de la Iglesia queda vano y a merced de mi interpretación, sentimiento o capricho, a mi merced. Y, entonces, uno no vive por otro de manera que viva por él mismo: vive por sí mismo y así no vive realmente. Si la Iglesia no llega a ser una compañía a nuestro lado en circunstancias concretas, precisas, que mantienen toda la fragilidad, la aparente futilidad y la equivocidad de las circunstancias naturales, y si en estas apariencias no vivimos la fe, todo queda en el aire. Si la Iglesia no llega a ser la compañía que nos rodea (¡cuántas veces lo hemos repetido!, estamos juntos porque lo hemos repetido; no es verdad que muchos entre nosotros se lo toman en serio; más bien me asombro de que haya gente muy inteligente que no lo entiende) y si no vivimos con espíritu de fe la compañía, esta apariencia naturalmente determinada, todo queda en lo abstracto. Si el misterio de la Iglesia no se identifica con circunstancias precisas, según una analogía que continúa la que Cristo utilizó para prolongar el método del Padre... Cristo “copió” el método que el Padre había elegido, lo prolongó análogamente; entonces, eligió una realidad humana para continuar en el mundo, para que testimoniara Su posesión sobre el mundo, Su ascensión al cielo. Eligió la realidad humana que es la Iglesia en sus confines verdaderos, últimos. Sin embargo, si la Iglesia no vive en una compañía concreta como fuente de tu afecto; si no se convierte en lo que te mueve a obrar; si no determina el criterio con el que juzgas, el motivo del amor y el destino del sacrificio que vives en una compañía que –por la vocación recibida, por lo que Cristo establece a través de muchos hechos de tu vida– hace de la Iglesia algo cercano a ti; si la Iglesia no llega a ser una compañía que alcanza tus días y tus horas, por la que tienes que entregarte como Cristo se entregó hasta la muerte por su Iglesia, en la que ir aprendiendo la verdad, de la que aprender los criterios de lo que es verdad, siguiendo la cual puedes recorrer tu camino; si tú no aprendes todo esto, te haces ilusiones, escandalizas a los demás y, sobre todo, padeces tú mismo un escándalo que te costará caro. En la compañía vocacional culmina, dinámica y enérgicamente, la provocación que Cristo resucitado ofrece a tu vida para que sea verdadera, el reto que Cristo subido al cielo lanza a tu vida, enviando su Espíritu, para que sea santa, esto es, se adhiera a su destino. La compañía vocacional, bien lo sabemos, es la que emerge sensiblemente en circunstancias muy concretas, es la compañía que nace de tu vocación, es decir, de la voluntad de Dios, de Cristo; y la compañía vocacional vive, más precisamente aún, en la compañía de la casa. Porque si no llega hasta allí, si no culmina en este punto, no comienza nunca el cambio que te salva. La verdad que te ilumina y el amor que te hace fecundo no empezarán nunca. La casa. «En este lugar –reza un cartel que padre Manuel ha colgado al principio de la escalera de su casa– nada está en contra de nosotros, ni siquiera nosotros mismos». La casa es el lugar donde todo es para tu destino, es el «otro», viviendo por el cual tú vas hacia tu destino, caminas a pesar de ti mismo: ni siquiera tú estás en contra de ti mismo, porque incluso tu mal se convierte en dolor, tu pecado –que es lo más doloroso–se ve provocado a trocarse en dolor, y ya no te define; ya no te define tu mal, tu pecado. «En este lugar nada está contra nosotros, tampoco nosotros mismos», todo es para nosotros, personas y cosas. «Ni siquiera nosotros mismos», por tanto, tampoco nuestro pecado. Pero entonces la casa es eminentemente un lugar de “connivencia” con tu destino. “Connivencia” en el sentido de conciencia de tu destino “contigo”, y voluntad de ese destino que está “contigo” y ayuda a ese destino tuyo, que se entrega a ti. «He aquí el lugar donde nos convertimos en novicios –escribe Péguy–, y esta vieja cabeza y sus intuiciones, y los brazos endurecidos por los gobiernos [por comportamientos impuestos, mediante el instinto y nuestras opciones, por la mentalidad común], el único lugar dónde todo es cómplice [“connivente”, dónde todo se convierte en caridad; también las cosas inanimadas están destinadas a convertirse en caridad, mediante tu conciencia y el uso que haces de ellas con tus manos, tus ojos, su servicio]» 23. «He aquí el lugar donde nos convertimos en novicios, el único lugar donde todo es cómplice», connivente con tu destino.
IV
Recordamos los aspectos más necesarios para que la vida de la casa sea cómplice de nuestro destino, para que en ella todo se convierta en cómplice de nuestro destino.
Un chico de diecisiete años me escribió: «Quiero ir hasta el fondo de esta vida, es decir, quiero ir hasta el fondo de cada cosa que hago. Quiero saber las razones. Esta semana ni siquiera hubo el encuentro de la Escuela de comunidad, que es el único punto de juicio para mí, porque no me basta hacer [no basta la regla en el sentido organizativo del término; en casa no se me puede reprochar nada, pero mi corazón está lejos, como en las antípodas; aunque hacer sea bonito porque deja un poso, crea un orden, sirve a una convivencia], no me basta hacer». La conciencia de los motivos, la conciencia de los valores, la conciencia de la verdad que está en juego: ésta es la primera condición para vivir una casa, para que la casa sea el lugar donde nada está contra nosotros, tampoco nosotros mismos. La conciencia de los motivos, de las razones, la toma de conciencia de la verdad de mi vida allí. «De otro modo, si no me doy cuenta de lo que hago es mejor que vaya. Quizás otra situación....». No. Digo que no es cambiar de situación lo que te permitiría entender; otra situación te permitiría huir.
Tenemos que estar atentos –como también advertí a los responsables de la Fraternidad– a tres grandes objeciones para que se desarrolle una conciencia verdadera en la casa y se incremente la edificación en la caridad. La caridad entre nosotros, que es una complicidad que nos ayuda a caminar hacia el destino, puede verse obstaculizada sobre todo por tres actitudes.
La primera, yo la llamo el descuido del yo. Ese yo por el cual cuando dices «tú», dices «mío»; ya que no dices nada serio excepto cuando dices: esto guarda relación con mi destino, por tanto, es «mío». «El hombre no puede expulsar de su conciencia la palabra “mío”» –porque su destino está ligado a ella–; cuando dices «tú» a una persona o a una cosa, análogamente dices «mío»: es relación con el destino. El descuido del yo se identifica con la negligencia a la hora de pensar en tu destino. En ese caso el otro –decir «tú» a una persona o a una cosa– te hace esclavo de ella, superficial con ella, o te inclina a ser su dueño. «El hombre no puede expulsar de su conciencia la palabra “mío”. Y es esta la palabra que borra la soledad [mientras el descuido del yo deja que la soledad invada nuestra vida]». Son palabras del Papa Juan Pablo II, en su recopilación de poemas Rayos de paternidad 24.
El segundo obstáculo es la afirmación del yo, la afirmación encarnizada de la misma individualidad, la afirmación personalista de sí. «Quien está centrado sobre su propia conciencia, centrado en sí mismo, sobre su propia bondad o inteligencia, sobre el ansia o la persuasión de tener razón, deja de percibir la realidad en su complejidad [es decir, en su verdad, con todos los factores que están en juego], en su inagotable alteridad [inagotable alteridad, porque hay un punto de fuga en la realidad en la que Dios te ha puesto, ese punto de fuga que es la relación con Él; ¡al menos la relación con el Misterio se te escapa!]. Así el único entusiasmo que se puede probar en la vida es tener razón o hacer lo que se quiere; ciertamente no la sorpresa por lo que ocurre, por la realidad que le habla a la persona [por el emerger de una novedad que te provoca]. Lo explica claramente santo Tomas de Aquino en la Summa theologica cuando afirma que “los soberbios, mientras que se deleitan con su propia excelencia [es decir, con tener razón o creerse justos], tienen molestia de la excelencia de la verdad”. La señal más grande de ello es el malestar y la cólera, o por lo menos el sentirse ajeno a la autoridad». Es un psicólogo quien escribe esto.
Péguy ilustra el tercer obstáculo para que en la casa todo sea cómplice de nuestro destino: «Las personas honestas [Ah, ellos sí que no hacen como los otros; pero cualquier indicio de que uno piensa “Yo no soy como los demás” es de fariseo] no presentan esa apertura producida por una espantosa herida [están cerradas], por una insoslayable miseria, por una insuprimible añoranza, por un punto de sutura eternamente mal cosido, por una mortal inquietud, por una invisible y recóndita ansiedad, por una secreta amargura, por un caer perpetuamente disfrazado, por una cicatriz eternamente mal curada. No presentan [esto es] esa apertura a la gracia que es esencialmente el pecado... La moral [nuestra justicia] nos hace dueños de nuestras pobres virtudes. La gracia nos da una familia y una raza [una familia y una compañía]. La gracia nos hace hijos de Dios y hermanos de Jesucristo [en la vocación que se nos da]» 25.
V
Otra oración de la liturgia dice: «O Dios, haz que demos frutos de vida eterna para la salvación del mundo, ya que nos concedes la alegría de ser una cosa sola en Cristo Señor» 26. La fecundidad del Espíritu, el milagro de Pentecostés, es la unidad de los creyentes en Cristo, la conciencia de su profunda unidad, el reconocimiento de una unidad inseparable. Y es mediante el testimonio de esta unidad como el mundo puede convertirse (lo explica Huellas de experiencia cristiana, primer apéndice 27).
«O Dios, haz que demos frutos de vida eterna para la salvación del mundo, ya que nos concedes la alegría de ser una cosa sola en Cristo Señor». Nuestro testimonio es uno: el ser una sola cosa, que somos una sola cosa.
Ahora bien, todo lo que se nos ha dado –la inmersión en el Misterio, la gracia de conocer el misterio de Cristo resucitado y subido al cielo, la gracia de Su Espíritu– es para que nosotros, por la unidad que vivimos, nos convirtamos en salvación para el mundo. Y, en efecto, Pentecostés es la fiesta de la misión. Por el mundo, propter nos homines, por nosotros los hombres, Cristo padeció y murió en cruz. Por todos los hombres padecemos nosotros, subimos a la cruz de nuestra unidad y de la caridad fraterna. Esa caridad fraterna por la que el “tú” es precioso como la palabra “Cristo” y es precioso como la palabra “Dios”. Mediante la unidad entre nosotros es como podemos ser un testimonio ante el mundo. Cualquier división entre nosotros escandaliza al mundo.
La salvación del mundo: nuestra tarea es la de desafiar la humanidad presente con la imagen de otra humanidad. Este desafío empieza con nuestra humanidad renovada conforme a la vocación recibida. La humanidad nueva conforme a la vocación recibida consiste en nuestra unidad, ante la cual el mundo se convierte. Es falso que se convierta aunque no vea esta unidad entre nosotros. Es falso. Te engañas si dices: «Me siguen». Ah sí, te siguen a ti, que estás separado del resto o ajeno a él: ¡no van a Cristo! Van a Cristo cuando ven tu capacidad de unidad, formulada según las circunstancias en las que Dios te ha puesto. Si te sorprenden hablando mal de aquellos con los que vives, ya no te creerán, aunque siempre estén pegados a ti.
«O Dios, haz que demos frutos de vida eterna para la salvación del mundo, ya que nos concedes la alegría de ser una cosa sola en Cristo Señor»; agradezco mucho a quien me ha dado esta oración que no recuerdo haber leído nunca. Nosotros tenemos que vivir una humanidad nueva. La humanidad nueva empieza, empieza ya en nuestra casa, ya florece en nuestra compañía más estrecha. Quitemos de en medio toda objeción, de modo que los síntomas de esta unidad sean bien patentes, como la liturgia pascual nos invita a meditar.
Dos son las características principales de esta unidad entre los cristianos, dos las características de la vida del individuo, como dijo Séneca: «¡Tienes que vivir por otro, si quieres vivir por ti mismo»; son dos las características que, viviendo la unidad con quién Dios ha elegido para ti –Dios los has elegido, no tú–, califican tu vida.
En primer lugar, la alegría. Esta palabra subyace a todo el mensaje de este tiempo litúrgico. Decenas y decenas de veces –si leéis la liturgia después de Pascua, de Ascensión y Pentecostés–, encontréis cientos de veces las palabras “alegría”, “regocijo”, “gozo perenne”. Es lo que más se ve, mejor dicho, lo que más se entreve. Incluso en un arranque de furia, en un momento de tristeza o melancolía, en un momento de error o de pecado, apremia a nuestra puerta el Cristo de la alegría, llama a nuestra puerta el Cristo del gozo perenne, el gozo inminente, cercano a nuestro corazón. La alegría. No puede haber fecundidad, creatividad, edificación y, por lo tanto, tampoco puede dilatarse nuestra unidad y amistad, sin alegría. Sólo creamos en la alegría. Y, en efecto, el Espíritu Santo es el Espíritu de la alegría. De ahí viene el gozo perenne que se llama paz.
La segunda característica de la personalidad que obra por el otro y, por lo tanto, no vive por uno mismo, que afirma su destino, que diciendo «tú» a quien sea y a cualquier cosa dice «mío», es la libertad. Recordemos que la libertad no es “de”, sino “por”. La libertad hace adherirse, es una ligazón. Cuanto más rico es uno en libertad, más tiene vínculos que lo enriquecen. La libertad es adhesión, afecto.
Quizás un síntoma revelador de esta libertad (no siempre tenido en cuenta; más bien, casi nunca considerado) podríamos llamarlo “discreción”. Cuando alguien ama realmente con libertad, se vincula a otro con libertad, diciéndole «tú», lo dice con una veneración, con un espacio –un metro, medio metro o un decímetro–, con una distancia que es propia de la virginidad: la posesión con una distancia dentro. La palabra “discreción” expresa esta distancia, que hace ver y abrazar al otro totalmente, hasta abrazar su destino, que es el mío, y por tanto permite afirmar exhaustivamente la unidad con el otro. Cuanto más quiere uno a otro, cuánto más lo venera, tanto más es discreto. La discreción es la actitud que se tiene que asumir para con una libertad; pero es un acto de mi libertad lo que me vuelve discreto hacia la libertad del otro.
Forma parte de esta discreción el orden de los tiempos y de las cosas comunes. El orden de los tiempos y las cosas comunes se genera por la discreción. Y también forma parte de la discreción la capacidad de ser tácitos, de hablar con los demás con voz queda, de crear un clima de silencio –clima, no mutismo, incapacidad para hablarse–. El clima de silencio señala un espacio donde el «tú» es una presencia que se advierte, por lo cual no grito por mi cuenta, no hago nada sin contar con él. Y lo que debo hacer lo hago con suavidad, con atención, con discreción, con orden. Capacidad de ser tácitos, prontitud a la hora de intervenir, presteza en servir: todo esto es literalmente como la argamasa que ensambla dos piedras, el cemento que une dos ladrillos, dos y más piedras.
Qué diríais si vivierais en una casa donde una persona, que llega tarde a comer, se siente y diga: «No estamos en esta casa para servirnos unos a otros». ¿Qué diríais? Estas frases no se dicen si no expresan algo que anida dentro, una nota de fondo, una extrañeza jamás contestada. Pero yo no cedo a la tentación –que tengo– de enumerar los síntomas de un desorden. Prefiero hablar de un orden, un orden nuevo por el cual puede suceder lo que os cuento. Una amiga nuestra invita a su casa de los Memores Domini a una chica universitaria y luego lo acompaña de vuelta a casa; mientras se despiden, la oye decir: «Qué bonito es pensar que en Milán existe una casa como la vuestra, hecha de gente como vosotras. Ahora comprendo que debo volver a mi matrimonio y a mi comunidad con más paz; a mi comunidad, donde nadie parece desear nada, donde parece que todos hayan dejado de desear algo [literalmente: donde nadie parece desear nada]». ¿Y cuando entras en una casa del Grupo Adulto y parece que nadie desee algo? Es exactamente lo contrario del orden, no hay un orden porque el orden es vida, movimiento, discreción, limpieza, silencio, servicio, prontitud, es un decir “tú” que es “mío”, porque su destino está unido al mío y todos somos una sola cosa para que el mundo vea: «Que todos sean uno para que el mundo crea que Tú me has enviado» 28.
La misma persona vuelve a aquella casa –me parece– y al irse confirma su impresión anterior: «Lo que más me ha llamado la atención esta vez es la actitud totalizadora que tenéis: vuestra vida os toma totalmente». La acompañante –es probable– salió esa tarde igual que siempre, pero la impresión de su amiga es muy valiosa: «Vuestra relación en casa es totalizadora». No os pareéis, no os detengáis: que afecte a la totalidad significa lo contrario de lo que detiene, para o cierra. Lo que afecta a la totalidad abre a todo. No podemos abrir todo nuestro yo a un tú sin abrirlo al mundo entero, es decir, a Cristo; al significado exhaustivo del mundo que es Cristo. No te abres a un tú si no te abres a Cristo. Por tanto –lo hemos dicho esta mañana– no es una verdadera relación de amistad y un amor verdadero si no participa de la experiencia nueva que Cristo tuvo como hombre al resucitar.
Que nuestras casas “tiendan hacia él”, tengan un aire lleno de “en-tendimiento”, por estar lleno de intención. Sólo si cada uno está colmado de intencionalidad hay un acuerdo entre todos los presentes, y así representan la gran Presencia, representan una unidad que conmueve a quien la ve y conmueve ante todo quien la vive. Toda mi existencia, todo mi yo y su existir, está en comunión con el otro, con todos los otros.
Totalizador: es otra vida. De otro modo, sería una cosa dentro de la vida que sigue igual para todos, una cosa distinta de la vida de todos. Cristo resucitado es otra vida. Quizás nada lo expresa mejor que nuestro rezar juntos. Pero si rezar juntos no es sollozo por mi pecado, humillación por mi orgullo, renuncia a mi soberbia y atención amorosa al propio yo –que es el sujeto de toda relación, porque en cualquier relación el otro tiene el mismo destino que mi propio yo–... Es una vida enteramente nueva. Y en efecto no se puede partir un trozo; se puede caer mil veces, y entonces es una incoherencia; pero mil incoherencias no suponen una traición, un olvido o un rechazo.
Para concluir, antes de leer una oración de san Agustin, quiero leer (y agradezco mucho a quien me la ha señalado) esta carta de Rose Akumu, nuestra amiga ugandesa que murió hace unos días. La escribió el 3 de mayo. Enferma de SIDA, escribe a nuestra Rose: «Te saludo y saludo a todos los amigos. ¿Cómo has pasado la Pascua? Aquí están todos bien, excepto yo, que sigo muy enferma, pero vivo con alegría y felicidad y continuo ofreciéndome en cada instante [totalizador]. ¿Cómo está don Giussani? Sigo pidiendo por él y por todas las amigas de la casa, y por el movimiento en el mundo entero. También Palma está bien, vivimos todavía juntas. En los últimos días han tenido que someterme a flebolisis. Esta mañana he tenido diarrea y vómito y han tenido que quitarme el goteo. Las cosas se ponen muy difíciles, pero en cualquier caso hay una gran belleza en el hecho de afrontar esta prueba, porque sólo Él sabe lo que es mejor para mí y Él quiere que las circunstancias de esta enfermedad sean una transformación real para mí y para las personas que me rodean. Soy feliz porque incluso en los dolores y las debilidades hay una inevitable promesa que Él me hace y hace a cada uno: “Yo estoy con vosotros, siempre”. No me avergüenzo de mi situación, ni siquiera cuando a veces no puedo ni ir al baño sola. En todo esto hay un constante reclamo al hecho de que el Verbo se hizo carne y es mi destino; Él me conduce y ¿quién soy yo para quejarme? Sola no puedo darme la felicidad. Tampoco lo que me cuesta soportar esta enfermedad me preocupa, porque Él me llama a vivirla completamente con Él y en Él. A veces, cuando el padre Tiboni viene, bromea y me propone de ir a cavar o a la discoteca. Tales bromas me hacen sentir completamente inmersa en el Misterio que he encontrado, ya que veo que se me acepta como soy. Y soy feliz al ver que los amigos que vienen a verme no hablan de mi enfermedad, sino que charlan libremente y nos reímos mucho. Se me acepta como soy: débil, siempre en la cama. Nadie se angustia, porque saben que lo más importante no es mi enfermedad, sino poder compartir el encuentro que hemos tenido. Saluda a todos los amigos. Os recuerdo a cada uno de vosotros en mis oraciones». El 13 de mayo, diez días después, murió.
«Nadie se angustia porque saben que lo más importante no es mi enfermedad, sino poder compartir el encuentro que hemos tenido». Lo más importante no es tu juicio, sino compartir el encuentro que has tenido; lo más importante no es lo que te parece o que te gusta, tu modo de sentir o lo que juzgas y lo que tu conciencia te dicta o pretende, sino compartir el encuentro que has tenido. Es una humanidad vieja, la de todos, la que te lleva a afirmar tajantemente lo que piensas, lo que sientes, el instinto que pruebas, lo que te apetece, lo que decide tu conciencia. La nuestra es una humanidad diferente: ¡aquí existe otra presencia!, la presencia de Cristo resucitado y subido al cielo, que ya posee todas las cosas desde su raíz y aguarda la manifestación final, Su gloria, concediéndonos la alegría, signo de la gloria que nosotros –¡nosotros!– le damos en el tiempo presente, si vivimos esa unidad en la que le reconocemos.
Escuchemos de pie la oración de san Agustín. «Dios, Creador del universo, concédeme ante todo que yo te ruegue bien, luego que me haga digno de ser atendido y, por fin, que tú me libres [es decir, me haga adherirme a la verdad]... Dios, al que abandonar es como morir, al que buscar es como amarle... Dios, por el cual lo mejor de nosotros no está sometido a lo peor [el Dios por el cual lo mejor de nosotros no está sometido a lo peor es Cristo resucitado y subido al cielo]; Dios, que creaste al hombre a tu imagen y semejanza, por lo cual quien se conoce a sí mismo te conoce a ti; Dios, que eres querido por todo el que puede amar [lo sepa o no], atiéndeme según tu costumbre que pocos conocen [pocos entienden, pocos han experimentado de qué manera tú siempre atiendes, como dijiste en tu Evangelio; pocos entienden que la petición es la única expresión adecuada de la pobre humanidad del hombre, de su pobre inteligencia, de su afecto pobre, del pobre corazón del hombre]» 29.
«Atiéndeme según tu costumbre que pocos conocen». Esta frase encierra un pesimismo triste, triste por el dolor de que Cristo sea un desconocido: «Atiéndeme según tu costumbre que pocos conocen».
Notas
1 Se hace referencia a la lección de la mañana. Cf. L. Giussani, «Cristo resucitado, la derrota de la nada», en Huellas, nº 4, abril de 2006, pp. 1-12.
2 Solemnidad de la Ascensión, prefacio del rito ambrosiano.
3 Cf. Sal 47 (46),2.
4 Sábado de la VI semana del tiempo de Pascua, oración colecta.
5 Cf. Gv 17,2.
6 «Dios omnipotente y misericordioso, que a tu Iglesia peregrina en la tierra haces gustar los divinos misterios, suscita en nosotros el deseo de la patria eterna, donde ya has elevado al hombre junto a ti en la gloria» (Solemnidad de la Ascensión, oración después de la comunión).
7 «Acoge, Señor, el sacrificio que te ofrecemos en la memoria de la admirable ascensión de tu Hijo, y por este santo trueque de dones haz que nuestro espíritu sea elevado a los gozos del cielo» (Solemnidad de la Ascensión, oración sobre las ofrendas).
8 Cf. Gv 16,7.14.
9 Cf. 2Pt 3,8.
10 Sábado de la VII semana del tiempo de Pascua, oración colecta.
11 Jueves de la octava de Pascua, oración colecta.
12 Viernes de la octava de Pascua, oración sobre las ofrendas.
13 Domingo de Pascua, oración colecta.
14 VII domingo de Pascua, oración colecta.
15 Ibid, oración después de la comunión.
16 Himno de Laudes del Tiempo por Annum (monjas trapenses de Vitorchiano).
17 Cf. Ejercicios de la Fraternidad de1992. Apuntes de las meditaciones.
18 Cf. S. Kierkegaard, Diario, BUR, Milán 1988, p. 348.
19 Cf. Lucio Anneo Séneca, Cartas a Lucilo, BUR, Milán 1989, p. 296.
20 Ga 3,27-28.
21 Cf. Gv 1,3.
22 Sábado de la IV semana de Pascua, oración después de la comunión.
23 Cf. C. Péguy, Plegaria de residencia, en Lui é qui, BUR, Milán 1997, p. 390.
24 K. Wojtyla, Rayos de paternidad, en «Obras poéticas», Bompiani, Milán 2001, p. 959.
25 C. Péguy, Nota congiunta su Cartesio e sulla filosofía cartesiana, BUR, Milán 1997, pp. 474-475.
26 «Oh Dios, que nos has hecho participar de un solo pan y de una sola copa, haz que unidos a Cristo en un solo cuerpo demos con alegría frutos de vida eterna por la salvación del mundo» (V domingo del Tempo per Annum, oración después de la comunión).
27 Ahora en L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, p. 84 .
28 Cf. Gv 17,21.
29 Cf. San Agustín, Soliloquios, I,1.
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