Algunas preguntas y respuestas que se hicieron durante la asamblea de los obispos con el Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe en el Seminario organizado por el Consejo Pontificio para los laicos sobre: “Movimientos eclesiales y nuevas comunidades en la solicitud pastoral de los obispos”. Roma, 16 de mayo de 1999
Hace cuarenta años existía una cultura católica que sostenía la fe, pero ahora ha sido destruida. ¿Qué se puede hacer?
Después del 68 se produjo una explosión de secularismo que radicalizó un proceso en curso desde hacía doscientos años: el fundamento cristiano ha disminuido. Pensemos en el hecho de que hasta hace cuarenta años era impensable una legislación que tratase una unión homosexual casi como un matrimonio. Hoy debemos reformular nuestras razones para llegar de nuevo a la conciencia del hombre de hoy y aceptar un conflicto de valores por el que debemos defender al hombre, no solo a la Iglesia, como ha escrito el Papa en muchas de sus encíclicas. Ante la secularización, y para ser contemporáneos al hombre de hoy, no hay que perder sin embargo la contemporaneidad con la Iglesia de todos los tiempos. Por esto hace falta tener una identidad de fe muy clara, inspirada por una experiencia gozosa de la verdad de Dios. Y de esta forma volvemos a los movimientos, que ofrecen esta experiencia gozosa. Los movimientos tienen esta especificidad: en esta sociedad de masas, ayudan a encontrar, en una Iglesia que puede aparecer como una gran organización internacional, una casa en donde se encuentra la familiaridad de la familia del Dios y al mismo tiempo se permanece en la gran familia universal de los santos de todos los tiempos. En nuestro tiempo percibimos un cierto predominio de espíritu protestante en sentido cultural, porque la protesta contra el pasado parece ser moderna y responder mejor al presente. Por esto, por nuestra parte, hace falta ver que el catolicismo lleva la herencia del pasado para el futuro, aunque lo haga contracorriente en estos tiempos.
El 30 de mayo de 1998 concluyó la primera fase de la historia de los movimientos, aquella en la que se trataba de abrirles espacio por parte de la realidad institucional de la Iglesia. Ahora nos hallamos en la segunda fase, la del reconocimiento de la unidad sustancial de las realidades carismáticas y de la institución; cuando el Papa dice que “la Iglesia misma es movimiento”, ¿qué quiere decir para nosotros, obispos?
El obispo se vuelve menos monarca y más pastor de un rebaño; está cara a cara con el rebaño y es peregrino con los peregrinos, como decía san Agustín: todos somos discípulos en la escuela de Cristo. Aun permaneciendo como representante del sacramento, el obispo se hace más hermano en una escuela en la que hay un solo padre y un solo maestro. Garantiza que la Iglesia no es un mercado, sino una familia. Identifica a la Iglesia particular y a la Iglesia universal. No es la fuente del derecho y de la ley, sino que actúa como guía y como testimonio de unidad en el contexto de la familiaridad de la Iglesia con un solo maestro. Hay que evitar por tanto el peligro de la superinstitucionalización: los muchos “Consejos”, aunque útiles, no pueden ser como un grupo de gobierno que complica la vida de los fieles y hace perder el contacto directo de los pastores con ellos. Como me contó un día una persona: “Me gustaría hablar con mi párroco, ¡pero siempre me dicen que está reunido!”. Se debe encontrar una colaboración con todos los componentes del pueblo de Dios, con el fin de que exista una unidad más rica.
La Iglesia, ¿será cada vez más una minoría? ¿Cuál es la importancia de los movimientos?
El desarrollo de los últimos cincuenta años muestra que la religiosidad no desaparece, porque es un deseo ineliminable del corazón del hombre. Es necesario, sin embargo, que no sea mal guiado, porque entonces surgiría una patología religiosa. Por esto tenemos la responsabilidad de ofrecer la respuesta verdadera, y esta es una responsabilidad histórica de la Iglesia en este momento en que la religión puede convertirse en una enfermedad que no ofrece el rostro de Dios, sino elementos sustitutivos que no sanan. Aunque en minoría, la prioridad para nosotros es el anuncio. En Occidente las estadísticas hablan de una reducción del número de creyentes; vivimos una apostasía de la fe, prácticamente se diluye la identidad entre la cultura europea-americana y la cultura cristiana. El desafío en la actualidad es que la fe no se retire en grupos cerrados, sino que ilumine a todos y hable a todos. Pensemos en la Iglesia de los primeros siglos: los cristianos eran pocos, pero suscitaron la escucha, porque no eran un grupo cerrado, sino que llevaban un desafío general para todos que tocaba a todos. También hoy tenemos una misión universal: hacer presente la verdadera respuesta a las exigencias de una vida correspondiente con el Creador. El Evangelio es para todos, y los movimientos pueden ser de gran ayuda porque tienen el empuje misionero de los comienzos, aun en la pequeñez de su número, y pueden alentar la vida del Evangelio en el mundo.
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