De la conferencia de apertura del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, en el Congreso Mundial de los movimientos eclesiales. Roma, 27 de mayo de 1998
Personalmente, para mí fue un hecho maravilloso la primera vez que entre en contacto más estrecho –a comienzos de los años 70– con movimientos como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación o los Focolares, experimentando el entusiasmo con que vivían la fe, y cómo por el gozo de esta fe sentían la necesidad de hacer partícipes a los demás de lo que habían recibido como don. En aquellos tiempos, Kart Rahner y otros teólogos solían hablar de «invierno» de la Iglesia; en realidad parecía que, tras el gran florecimiento del Concilio, en lugar de la primavera hubiera llegado el hielo, el cansancio en lugar de un nuevo dinamismo. Entonces parecía que el dinamismo estaba en otro lugar totalmente distinto: allí donde –con las propias fuerzas y sin incomodar a Dios– se nos ofrecía la tarea de realizar juntos el mejor de los mundos futuros. Que un mundo sin Dios no puede ser bueno, y mucho menos el mejor, era evidente para todo aquel que no estuviera ciego. ¿Pero dónde estaba Dios? ¿Y por qué la Iglesia, después de tantas discusiones y afanes a la búsqueda de nuevas estructuras, se encontraba extenuada y aplanada? La expresión rahneriana era perfectamente comprensible; manifestaba una experiencia que teníamos todos. Pero he aquí, de improviso, algo que nadie había proyectado. He aquí que el Espíritu Santo, digámoslo así, había pedido de nuevo la palabra. Y en hombres y mujeres jóvenes volvía a brotar la fe, sin «si» ni «pero», sin subterfugios ni escapatorias vivida en su integralidad como don, como regalo precioso que hace vivir. Ciertamente no faltaron quienes se sintieron incomodados en sus debates puramente intelectuales, en sus modelos de laboratorio construidos en abstracto según un criterio totalmente distinto y personal. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Allá donde irrumpe el Espíritu Santo descabala siempre los proyectos de los hombres.
Preguntémonos por tanto: ¿cómo se nos aparece el origen de la Iglesia? No cabe ninguna duda de que los destinatarios inmediatos de la misión de Cristo son, desde Pentecostés en adelante, los Doce, que muy pronto encontramos denominados también “apóstoles”. A ellos se les confía la tarea de llevar el mensaje de Cristo «hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), de ir a todas las gentes y hacer a todos los hombres discípulos de Jesús (Cf. Mt 18-19). El área que se les asigna es el mundo entero. Sin delimitaciones locales, sirven a la creación del único pueblo de Dios, de la única Iglesia de Cristo.
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