Entre las callejuelas de la ciudad partenopea nace en 1999 un primer grupo de fraternidad, que a lo largo de años ha conocido e implicado a otras personas en su amistad
El fin de año napolitano es toda una leyenda: explosiones sin fin, platos y trastos arrojados desde las ventanas (mejor no estar de paseo ni dejar el coche en calles sin vigilancia). Vía Materdei se encuentra justamente en el corazón del viejo Nápoles. Allí un 31 de diciembre de 1999 un grupo de amigos festeja el año nuevo en casa de un joven matrimonio. Entre fuegos artificiales y petardos César, a sugerencia de Marcello y de Tonino, propone dar una nueva y más completa forma a la preciosa relación que se vive allí desde hace ya tiempo. Y la calle hace de madrina del nuevo grupo de Fraternidad. Y, ¿qué mejor patrona que la Madre de Dios, Mater Dei, cuya fiesta se celebra precisamente el 1 de enero y que «nos ha dado numerosos signos de cercanía y protección?». Fiorella y Gaetano, los dueños de la casa, son profesores: «Somos cinco en nuestra familia: cuatro aquí y una en el cielo», dicen. El año pasado perdieron a Flavia, una niña de dos años y medio: «Si no hubiésemos estado dentro de esta historia, no habríamos podido vivir todo aquello que nos había sucedido sin morir por dentro. Lo divino tiene el rostro de las personas queridas que hemos perdido y los rostros de los amigos de la Fraternidad».
Encuentros excepcionales
La gratitud hacia la amistad recíproca es una nota común en todos los miembros de la Mater Dei, que desde aquella noche de fin de año han recorrido un largo camino. Sobre todo ha crecido el número de los amigos: Dorata, Marcello, Daniela, Mauricio, Renata, Lina, Paolo, Francesco, Patricia, Gennaro... En las callejas del centro histórico, por lo que cuentan, no faltan las ocasiones de encuentro. Annamaria es esteticista: «Me encontraba en un momento familiar muy delicado, con dos niños a mis espaldas. En el trabajo tuve una conversación con una cliente, que me propuso el movimiento. Esa amistad se ha convertido en fundamental para mi vida. Después de dos años también mi marido empezó a implicarse en nuestra compañía, y nos hemos vuelto a encontrar también como familia». Que este asunto ha trastocado la vida de Annamaria resulta evidente: no puede dejar de hablar de ello a todos aquellos con los que se encuentra. La madre de un compañero de clase de uno de sus hijos siempre va a buscarlo sola: quién sabe quién es, qué vida lleva... «Venga, pásate por casa y tomamos un café». Tonia trabaja desde hace años con ancianos, pero ese día libra, el niño no se separa de su amigo y de esta forma pasa a recogerle en casa de Annamaría. El café dura toda la tarde. La semana siguiente todo el grupo de Fraternidad se reúne en casa de Tonia para la Escuela de comunidad. Uno de ellos lee que los apóstoles habían tenido un encuentro con Jesús...: «Es justo lo que me ha pasado a mí», exclama Tonia: «¡Un encuentro excepcional!».
Promesa mantenida
Y de nuevo es Annamaría la que conoce a Luisa, que es ceramista y que tiene un pasado hippy. Luisa se hace amiga de Annamaría y empieza a frecuentar establemente a sus amigos, entre las puyas del marido, que se pregunta qué le está pasando a su mujer, y no tiene ninguna gana de conocer a estas nuevas personas. Llega la Navidad y el grupo de Fraternidad hace las cosas a lo grande: una comida con un centenar de invitados que implica a parientes, amigos, amigos de los amigos. Se come, se canta y se mira o se escucha algo bonito. Rosario, el marido de Luisa, que es cocinero de profesión, ofrece enseguida su ayuda: por lo menos en este tema no se puede quedar atrás. Pero desde la cocina observa algunas cosas. Desde entonces no nos ha dejado, y en un año ha recibido el Bautismo, la Comunión, la Confirmación y ha celebrado su matrimonio por la Iglesia.
De vuelta de los Ejercicios
Lello, en cambio, es obrero, y la compañía cotidiana de los amigos de la Mater Dei le ha ayudado a dejar de beber. En los Ejercicios de la Fraternidad no sabe muy bien cómo moverse, qué hacer, y Cesar le sugiere: «Toma esta hoja y escribe lo que te impresione». La tarde del sábado nos reunimos en los hoteles y, tras mucho insistir, Lello muestra lo que ha escrito, una sola línea: «No importa qué pecados hayas cometido, porque Cristo te perdona y puedes volver a comenzar siempre». De vuelta a Nápoles, Lello abraza a Mónica, su mujer, y con voz conmovida le dice: «¿Sabes que tengo un yo, y que también tú tienes un yo? Cuántas veces don Giussani ha repetido que Andrés comprendió quién era Jesús para él cuando volvió a casa y abrazó a su mujer como nunca antes lo había hecho. Nada de excepcional, dicen los de la Mater Dei: «En una callejuela napolitana puede suceder perfectamente lo mismo que les sucedió a los apóstoles. El carisma de don Giussani es para todos, o ¿es que Nápoles es una excepción?».
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