Así han sido definidos los jóvenes franceses que han salido a la calle para pedir la derogación de la ley del contrato de primer empleo. Pero es una rebelión que grita: «sin certezas no podemos vivir»
Los eslóganes eran en gran parte los mismos, desde «pedid lo imposible» a «bajo el adoquinado, la arena». También rostros y mecanismos eran parecidos, con esos pequeños líderes que entre una manifestación y otra se dejaban retratar de tres cuartos, con fondo negro y aire pensativo de intelectual, por televisiones y periódicos preparados para animarles, en el reflejo condicionado muy políticamente correcto que salta siempre ante las masas de estudiantes en la calle. Pero ha costado que alguien diese un paso más allá de los recuerdos de los “formidables años” para profundizar en las diferencias y contradicciones. Y para descubrir que el 68 tenía poco que ver con las protestas de los jóvenes franceses que en las últimas semanas han llevado a retirar el CPE, el contrato de primer empleo para los menores de 26 años (dos años de prueba con riesgo de despido sin causa justificada). Allí nos encontrábamos con la utopía y con las ganas de cambiar todo. Aquí, con la defensa del status quo y con un puesto fijo como horizonte. Más que revolución, resistencia. Hasta el punto de llevar a alguien a llamar a esos estudiantes la «generación del no», y de obligar a los protagonistas a admitir: «El Sesenta y ocho soñaba, nosotros tenemos que hacer cuentas con la realidad».
Superfluos y sustituibles
Y sin embargo, rascando un poco en esta batalla que ha pasado a los archivos como una «victoria histórica contra la precariedad», encontramos algo más denso. Algo que va más allá de los números del desempleo y de las estadísticas que confirman que el mundo ha cambiado y que las garantías de hace una generación son casi imposibles en la actualidad, una época de competencia feroz y de flexibilidad obligatoria. Quizá la ley no era totalmente mala, quién sabe. Pero el meollo es otro. Y está en esa palabra que, si se toma en serio, produce vértigo, porque es demasiado gorda para pegarla como etiqueta a una disputa sindical. Para esos jóvenes lo que es “precario” es el yo, no el salario. «Quieren dejarme sin certezas y sin futuro», decía una joven en una de las mil entrevistas desde la calle. Es un indicio revelador que va más allá del riesgo de ser despedido sin miramientos de un call center. En el fondo, existe «una aguda percepción de que son superfluos y sustituibles», como dijo con un buen resumen el sociólogo Luciano Gallino. Existe la duda de si son útiles, además de únicos. Y hay una rebelión cuyo contenido es un grito, y no un coche o un cajero quemados: sin certezas no podemos vivir. «¿Cómo proyectar un futuro sin seguridades a nivel de la vida misma, de los afectos, de las convicciones?», se preguntaba la filósofa Luce Irigaray: «No hay que extrañarse de que ahora la gente sea tan violenta, contra sí mismos, contra los demás o contra el mundo. Ya no tienen posibilidad de proyectar un futuro. No en el más allá, sino en el más acá».
El círculo y la X
Pues bien, esto es lo que gritaban los jóvenes de París en la calle. ¿Se equivocaban? ¿En qué se equivocaban? La «certeza que sirve para vivir» ¿es sólo un puesto fijo, hasta el punto de que sin él uno se vuelve desesperado y tendencialmente violento? Son preguntas que traen a la mente aquel famoso círculo –¿recordáis? Era el mundo, el ambiente, la “sociedad” –y ese puntito dibujado en su interior: el yo. Un yo en manos de altibajos y de corrientes varias. Precario, justamente. Efímero. A merced de todo, si no fuese por el vínculo con la gran “X” que don Giussani trazaba fuera del círculo, en lo alto. Era el Misterio. Ese que ha quedado totalmente excluido de los comentarios sobre las movilizaciones parisinas, igual que permanece excluido de las vidas de esos jóvenes rebeldes. Porque entre tantos editoriales y entrevistas, nadie ha dado un paso más. Nadie, por decirlo de alguna manera, se ha preguntado qué tienen que ver el vértigo y la nostalgia de un terreno más firme sobre el que apoyar los pies con el terremoto que en estos decenios ha sacudido la educación dejando únicamente ruinas. Relaciones, familia, ideales... Incluso las palabras «libertad» y «verdad». Todo amputado, talado. La “generación del no” ha sido educada y entrenada para desarraigarse de cualquier cosa, para no creer en nada. Mucho más: ha sido incitada a reivindicar este desarraigo como si el yo pudiese convertirse en adulto sólo de esta forma, en nombre de la nada. Del nihilismo.
Kleenex generation
Al final es esta contradicción la que aflige al corazón, frente a aquellos que piden certezas. Se puede salir a la calle, gritar y reclamar con voces –y con razones– no convertirse en la kleenex generation, de «usar y tirar», sin darse cuenta de que ya han sido usados y tirados. O peor aún: educados para tirarse ellos mismos.
Mirándolo bien, el drama llega hasta aquí, hasta la única palabra desde la que se puede empezar de nuevo: la educación. Que haya alguien que te tome en serio hasta el fondo, que te introduzca en la realidad, en toda la realidad. Que arriesgue por ti y por tu libertad. Y que, al hacerlo, te ayude a arriesgar, incluso en el trabajo. Porque el círculo puede bailar cuanto quiera, pero esa “X” existe. Y si la reconoces, eres libre. Para siempre, no a tiempo parcial.
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