Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de adultos de Comunión y Liberación. Cesena, 6 de octubre de 1986
Ser hombres, salvar –utilizando un término que no es exclusivamente religioso–, salvar nuestra humanidad constituye siempre, hagamos lo que hagamos, explícita o implícitamente, el criterio último: incluso cuando nos equivocamos, nos equivocamos para salvar nuestra humanidad, para gozar más nuestra humanidad, con la ilusión de afirmar más nuestra humanidad. Ella es el criterio a partir del cual sentimos y juzgamos todo. ¡Nuestra humanidad! Podemos emplear otra expresión: ser más felices Salvar la humanidad quiere decir realizarla, y este alcanzar la perfección (porque “realizar” se expresa en latín con el término perficere, que se traduce por “perfeccionar”) se identifica desde el punto de vista psicológico con la “felicidad” o la “satisfacción”, que es otro sinónimo de perfección y, por tanto, de felicidad. El deseo de la felicidad, que es afirmación plena y entera de nuestra humanidad, es el criterio por el cual uno escoge una película en vez de otra, opta por un determinado trabajo y sacrifica en él energía y tiempo, elige la mujer con la que formar una familia, acepta o no tener hijos. El criterio es uno, y es esta humanidad que llevamos impresa como algo incompleto que urge cumplirse.
La época en la que vivimos es como si llevase hasta sus últimas consecuencias el equívoco que puede surgir sobre el concepto y el sentimiento de humanidad: el equivoco es si podemos construir nosotros la humanidad, nuestra humanidad, si podemos realizarla plenamente nosotros, o bien existe algo distinto que puede salvarla, existe algo más grande que ella que puede cumplirla. Podemos identificar esta alternativa, que se da en todos los tiempos, con la palabra “pertenencia” que estudiamos en la Escuela de comunidad del año pasado: si el hombre se pertenece a sí mismo o pertenece a algo distinto. Ahora bien, el hombre que pretende pertenecerse a sí mismo trata de construir una visión del hombre y del mundo en la que su humanidad se realice como obra de sus manos. Este planteamiento parte inevitablemente de un determinado punto de vista, no puede evitar la parcialidad; por ello, se llama también ideología.
Hoy día este equívoco llega a sus consecuencias últimas. Este primer factor de la alternativa llevado al límite ha dado jaque mate a todas las ideologías. Hoy todas las ideologías han caído: exasperando la afirmación de sí, como ha hecho el 68, se ha abierto el abismo en el que todo se ha hundido. Las grandes rebeliones se han tornado tranquilamente en adhesiones a lo “establecido”, a los partidos en el poder. Esta opción, además, tiene otra consecuencia. Han caído las ideologías, con su pretensión de sanar las injusticias que sufre el hombre; pero hay que seguir viviendo y ¡no se puede vivir en el desorden! Entonces, quien detenta el poder procura que no se produzca ningún “desorden” que ponga en peligro su posición. De esta manera, y para ser breve, quienes mandan hoy en cualquier ámbito y en todos los sentidos –no detallo por pudor– pretenden obrar una nueva creación, crear un tipo de hombre –mediante la educación; también la que se imparte a los cuarenta o cincuenta años con el bombardeo de los medios de comunicación, con las prohibiciones y los tabúes que dictan la mentalidad común– que esté en el mundo como un perro o como un tornillo en manos de un obrero que lo utiliza. En este sentido, se definen ciertos valores y se hacen pasar como imperativo moral, y se excluyen otros. «Si somos demasiados, ¿cómo se pondrá orden? Es preciso que seamos muchos menos», y entonces se ridiculiza a los que tienen muchos hijos, y uno se queda tan contento si no quiere tenerlos, con la conciencia tranquila, pues corresponde al tipo de hombre que la mentalidad dominante quiere imponer. De esta forma, quien piensa distinto acerca de los valores de la vida es un soñador peligroso para la mentalidad en el poder o, peor aún, un psicópata. En Rusia esto se aplica literalmente: un hombre sinceramente religioso debe o puede ser internado en un manicomio, porque a todas luces se sale de la norma, de la mentalidad normal, es anormal y es preciso reconducirlo a la norma.
Los valores de nuestra época, tal como los afirma el poder que nos manipula sin que nos demos cuenta, se pueden resumir todos en una única palabra (y resulta claro si no existe el paraíso, si tan sólo existe lo que tocamos y usamos): el bienestar aquí abajo, momentáneo. El bienestar: todo debe estar en función de nuestro bienestar. El “consumismo” es una consecuencia, pero todo debe estar en función del bienestar, todo está calculado en función del bienestar individual. Es mejor que haya veinticinco hombres que gocen de bienestar, que no doscientos cincuenta que tengan menos. ¡Es más lógico, es más racional! Y así intentamos llegar incluso allí donde el hombre se genera: utilizando los métodos pertinentes, con la biogenética tratamos de crear un hombre que tenga determinada amplitud de deseos y no más, que esté bien delimitado, ¡así podremos gobernarlo mejor! Lo que el escritor Aldous Huxley imaginó hace años en su novela Un mundo feliz ahora trata de realizarlo el poder.
En cualquier caso, la alternativa última a esa dignidad humana que toda madre siente, que cualquier persona normal siente y que todas las religiones del mundo han ensalzado, la alternativa a la dignidad del hombre es exactamente esta: un mundo muy bien delimitado en su aspecto numérico, un ser humano delimitado en sus aspiraciones, de manera que todos puedan vivir “contentos” y “satisfechos”. Y todo lo que no entre en este proceso establecido no tiene derecho a nacer, debe ser eliminado. ¿Qué hacemos con los ancianos? ¿Y con los tullidos? O se les impide venir al mundo o, si ya están en él, se eliminan. Y está clarísimo, cualquier voz que objete o que estorbe, que cree “desorden” será silenciada. Porque si no hay orden, ¿cómo se puede gobernar con eficacia?, ¿cómo controlar los sofisticados mecanismos que deben tratar científicamente al hombre como se trata al átomo o al neutrón, que deben pulirlo como a un diamante o a una piedra preciosa? Por ello, hace falta un equilibrio, es imprescindible –esta es la palabra que resume todo– la “paz”. ¡Hace falta la paz!
Existe, sin embargo, una “pena del contrappasso”, diría nuestro padre Dante, ante esta extrema y repugnante autonomía que el hombre pretende tener sobre la humanidad suya y de los demás, por la cual el poder puede asesinar o eliminar cualquiera que se oponga al avance de su orden.
Hace años, hubo una campaña contra Hitler y el nazismo y se hablaba de la inhumanidad atroz de aquella “teoría” que llevó al exterminio de tantos judíos; teoría que aplicaba estas ideas, porque el nazismo anticipó todas estas ideas: si el bienestar del mundo depende de la sangre de la raza alemana, todo lo que no puede asimilarse a la raza alemana debe ser eliminado. Pues bien, justamente en esa época apareció en el Corriere della Sera un artículo del hermano del novelista que acabo de citar, Huxley, en el que, después de acusar a Hitler, se decía: «Para evitar un nuevo Hitler y todas las Auschwitz de este mundo, es preciso encontrar un control genético que permita que, antes de que nazca el hombre, se puedan depurar todos sus defectos. La genética, al igual que la ciencia, puede llegar a esto, y así tendremos una raza perfecta». Es decir, Huxley, para combatir a Hitler, aplicaba un sistema idéntico. Mientras que para Hitler la idea discriminante era la sangre de la raza alemana, para Huxley era la raza perfecta obtenida mediante la ciencia. La ciencia, es decir, un instrumento que determinados hombres manejan, que ciertas corrientes de pensamiento orientan, porque la ciencia, al igual que la política, se organiza en grupos de poder.
En este momento de aberración suprema, cuyo ideal parece ser destruir al hombre para crear otro tipo de ser, la “pena del contrappasso” es que precisamente hoy emerge más potente que nunca el sentimiento religioso. Jamás el sentido religioso ha estado animosamente presente, volviendo inquieto al hombre de todas las razas y las edades, nunca ha estado tan vivo como hoy: impreciso, confuso, tremendamente desconcertado, pero nunca tan poderosamente presente en el ánimo del hombre como hoy.
Sentimiento religioso, sentido religioso: ¿de qué estamos hablando? Repetita iuvant. El sentido religioso es esa característica irreductible del corazón humano, de la naturaleza última del hombre, por la que nada de lo que tú puedas darle u ofrecerle –salvo la ilusión del momento– puede satisfacerle, perfeccionarle, cumplirle. El hombre está hecho de tal manera que no consigue “cuadrar las cuentas”, no consigue saciarse, porque el hombre es relación con algo infinito: la historia de las religiones lo ha llamado Dios. Llamémoslo como queramos, pero el hombre, por su propia naturaleza, es relación con algo inconmensurable con él mismo. Cualquier cosa que el hombre aferre, mientras la estrecha le dice: «¡Adiós!» –como observa el poeta Clemente Rebora, cuyo centenario acabamos de celebrar–, y tanto más cuanto más la estrecha. Es como si este hombre tuviese un destino extraño. Por eso se han puesto de moda las evasiones por los caminos de la mística india y oriental, y surgen cientos de sectas religiosas. Se debe a ese sentimiento propio del corazón humano, a esa inquietud insoluble, señal de un destino más grande que todos los proyectos de sus manos, a ese sentido religioso que despierta justamente cuando el hombre está a punto de ser axfisiado por el poder (no por cinismo, con un proyecto cínico, sino para que “esté mejor”, para que la humanidad “esté mejor”). Precisamente en ese momento, el hombre siente bullir su corazón, no sabe a dónde ir a parar, no sabe leer en su inquietud, no sabe identificar qué finalidad tiene, la meta hacia la que se dirige y para qué sirve todo esto.
Entonces, en este momento, nos acordamos de Juan en su Evangelio: «A Dios nadie lo ha visto», el destino hacia el que se dirige el hombre –y, aunque sea vaga, no existe una palabra más determinante que ésta, más evidente para la existencia–, el destino para el que el hombre ha sido creado nadie lo ha visto, «el Unigénito del Padre nos lo ha mostrado»: ¡este destino se ha hecho Uno entre nosotros! El destino del hombre, para el que está hecho su corazón, por el que no le basta al hombre la mujer y a la mujer no le basta el hombre, por el que no le basta a la madre el hijo y al hijo la madre, por el que no le basta el dinero al que lo ha buscado y lo ha conseguido con creces, por el que no basta el poder a quien lo ha alcanzado sobradamente, ¡este destino se ha hecho uno entre nosotros! Es la impresión fuerte que causa Tierra Santa, lo que se siente con emoción incomparable ante los restos de la casa o gruta donde María, con quince años, fue visitada por el ángel (y a medida que avanzan las excavaciones y las investigaciones, la tradición se confirma hasta en los detalles); uno se estremece cuando lee en la piedra del muro: «Verbum caro hic factum est», «el Verbo se hizo carne aquí». El Verbo, es decir, aquello para lo que el corazón está hecho, por lo que una madre tiene un hijo, por lo que vale la pena vivir, por lo que ninguna vida, por muy desgraciada que sea, es inútil. Toda vida merece ser vivida, porque todo ser humano que viene a este mundo es relación con el Infinito, es relación con ese Hombre que como una semilla entró en el seno de esa joven mujer. ¿Quién reconoce una semilla recién plantada en la tierra? Nadie. Se confunde con la tierra. ¡Quién sabe cómo llega con el tiempo a crecer esa planta imponente! Y allí, entre los muros donde la Virgen recibió el anuncio –unos metros más allá de la casa de José, con los siete escalones rituales para acceder al taller–, delante de esos restos o de esa piedra, uno siente un escalofrío aún mayor y piensa: «Pero mira, todo ha nacido de esta semilla, como una simple semilla dentro de la tierra que no se reconoce. ¿Quién lo hubiera pensado?». ¿Recordáis el Himno a María de Alessandro Manzoni? ¿Quién hubiera podido imaginarlo? Y quién podía imaginarlo, pensando en esa chica que recorrió a pie más de cien kilómetros por montañas de piedra desiertas para visitar a su prima Isabel, que había sabido misteriosamente que ella también estaba encinta, a pesar de su vejez, y que al verla exultó repitiendo frases de la Biblia: «Me felicitarán todas las generaciones». Nosotros, esta tarde, ¡estamos realizando estas profecías! De la nada –esta es la impresión más fuerte que tuve en mi viaje a Tierra Santa–, de la nada como es nada una semilla que se planta en la tierra, precisamente de la nada ha surgido algo grande, que ha cubierto el mundo, según la parábola del Evangelio, que se ha extendido por el mundo entero, y no solo eso, que desafía a todos los tiempos: «Las puertas del infierno no prevalecerán». Pero, ¿qué poder de este mundo puede desafiar al tiempo de la historia diciendo: «Aunque durases mil millones de años, yo seguiría; pues si yo desapareciera dejaría de ser la verdad; en cambio yo desafío al tiempo»? Esta es la conciencia de la Iglesia, cuerpo misterioso de Cristo. Y precisamente en este cuerpo está presente el Verbo hecho carne: «Él está aquí, está aquí como el primer día».
¿De qué forma está aquí? Tocamos aquí lo que más profundamente nos entusiasma, tengamos la edad que tengamos, tocamos lo que nos une más que cualquier lazo de sangre, lo que nos da esperanza (¡a cuántos hemos visto morir con esta esperanza, dándonos un testimonio que ninguna palabra puede expresar!): Él está aquí como el primer día, en nosotros, a través de nosotros. Porque este es el método con el que aquel Hombre, Dios hecho carne, se dilata en el tiempo y en el espacio, haciéndose presente en cada momento del tiempo y del espacio: a través de los hombres que el Padre entrega en sus manos, o que Él elige –el hombre bautizado, el hombre llamado, nosotros–. Su presencia se halla en nuestra compañía, en nuestra unidad, como el primer día, y obra como el primer día, obra como en la cumbre de su manifestación: obra entre nosotros, nos cambia, obra el milagro verdadero, que es que el hombre llegue a ser más humano; obra el espectáculo más grande, que es el de una humanidad fraterna; obra el esplendor de una pureza de vida, el esplendor de una capacidad de pobreza, que no es no tener dinero, sino saberlo usar en función de lo que es más grande que nosotros, por el bien, aunque sea provisional, de esta humanidad en camino.
Porque la nuestra es una humanidad en camino. Esto es lo que ninguna ideología, ni siquiera el poder que domina nuestra época, puede pensar: nosotros somos una humanidad en camino hacia su destino. ¿Cada uno por su cuenta? ¡No! Cada uno junto al otro, cada uno con el paso y al paso del otro. Y ninguno pierde ya nada de lo que toca y de lo que abraza: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados, y ni siquiera una palabra dicha en broma se perderá».
Debemos asumir la responsabilidad que nos ha tocado y que nadie puede delegar, porque la dignidad de mi vida y de la tuya es idéntica, y no consiste en lo que haces, no está en la profesión o en el papel que tienes en la sociedad; está en esta grande “representación” del misterio de Cristo al que has sido llamado. Habrá quien responda a Dios de otro modo. Nosotros no podemos responder ante Dios más que de la elección que ha hecho de nosotros, de la vocación cristiana que nos ha dado y que debe impregnarlo todo. Entonces todo se vuelve importante, la profesión, la paternidad, la maternidad, la compañía, la amistad, el estudio, el trabajo, el tiempo libre, el descanso; todo se vuelve útil e importante si está penetrado de esta conciencia profunda, clara, de la vocación cristiana que hemos recibido. Retomando y viviendo la Escuela de comunidad de este año, nos daremos cuenta cada vez más de la tarea que tenemos ante todos los hombres, que nuestra compañía tiene ante todo el género humano, ante la sociedad.
La primera tarea: hacer presente a Cristo en cualquier ámbito, en cualquier ambiente, en cualquier realidad humana. Hacer presente a Cristo a través de la conciencia de uno mismo determinada por Su memoria y a través del ejemplo supremo, del milagro imposible para los hombres: el milagro de la unidad entre gente que sería extraña, pues es imposible para el hombre, dejado a sí mismo, una verdadera unidad, incluso con su mujer. La primera responsabilidad es hacer presente a Cristo en cualquier circunstancia. Y si estás solo en un ámbito, en un ambiente, es como si toda tu personalidad, con nostalgia, anhelase el espectáculo confortante y pacificador de la comunión cristiana, y de esta forma tu comportamiento no dejará de comunicar a los demás algo de lo que hay en ti.
En segundo lugar, frente a la humanidad de hoy la tarea de nuestra compañía es la de salvar al hombre del despotismo del poder, sea de la naturaleza que sea, de cualquier manera que se exprese, porque el hombre es relación con Dios, con el Infinito. Nuestra compañía tiene esta “libertad”, que no es hacer lo que a uno se le antoja: la libertad es la afirmación de los vínculos que nos constituyen (así se comprende el valor de los padres para los hijos, pero sobre todo el valor de Dios para los padres).
Lo primero, por tanto, la conciencia de la responsabilidad que tenemos: hospedar a Cristo en nuestra carne, hacerle presente a través de nuestro testimonio: da testimonio una conciencia colmada de memoria, una forma de comportarse que nace de Su memoria. Segundo, liberar al hombre de cualquier clase de despotismo y dominio, con el fin de que el poder vuelva a ser lo que fue para Cristo: servicio; un servicio.
Dentro de pocos días, el 27 de octubre, tendrá lugar en Asís el gran gesto promovido por el Papa, al que acudirán exponentes de todas las religiones. El significado más profundo de ese acto está claro: sólo en virtud del sentido religioso, en virtud de la esencia de lo que es el hombre, de su corazón que es el sentido religioso, sólo este hombre puede ser constructor de relaciones pacíficas, constructor de paz. Y sólo se puede hacer una valoración profunda del corazón del hombre, una valoración admirable y lúcida de su naturaleza, desde la conciencia que Cristo despierta, desde la conciencia cristiana. También esto resulta paradójico. Podríamos añadir entonces que, para salvaguardar la paz, condición para un camino más humano, nuestra compañía debe luchar contra el ateísmo de la vida. Puede existir un ateísmo teórico, cada vez más contra las cuerdas; pero existe un ateísmo práctico, que reduce la vida concreta a hedonismo, a “satisfacción” parcial, dijimos antes; un ateísmo que avanza cada vez más y que se propaga en todas las Iglesias, como Juan Pablo II dijo en su discurso sobre Evangelización y ateísmo. La lucha contra esta falsa satisfacción nos hace hermanos de todos los que vamos conociendo. Por el contrario, la búsqueda de esta satisfacción ilusoria, que es el ideal que pueden proponer a sus pueblos los que detentan el poder, este ideal de mentirosa satisfacción nos deja solos como perros, egoístas. El ateísmo práctico, el ateísmo de todos los días, es un egoísmo que nos encierra progresivamente en una soledad espantosa.
Tras haber perfilado los que, en mi opinión, son los rasgos principales del tiempo que vivimos y cuál es nuestra tarea –desmedida, tremenda, vasta, vigorosa, pero tierna–, la de ser el “pretexto” para la presencia de Cristo; tras haber identificado cuáles son los quehaceres que tenemos, la triple labor que nos espera (hacer presente a Cristo; liberar al hombre de la esclavitud del poder, en virtud su relación con el Destino; expurgar de nuestra vida el ateísmo práctico militante), me permito concluir con esta cita de Juan Pablo II, tomada de un discurso a los emigrantes polacos en Alemania: «Sólo los hombres santos [para el cristianismo, como en la Biblia, santo es aquel que reconoce a Dios presente, a Dios que se hace presente en su vida, al Dios de la Alianza] son capaces de construir puentes estables entre las naciones, porque sólo los santos fundan su obrar en el amor. Si el puesto de los creyentes y de los santos lo ocupan hombres sin Dios, entonces el egoísmo y el odio se convierten en ley, como atestigua la historia de la convivencia entre las naciones alemana y polaca».
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