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Huellas N.2, Febrero 2006

CULTURA Mozart (1756–1791)

Don Giovanni, amor y muerte

Alessandro Banfi

Seductor, libertino y burlador. El personaje, que ha atravesado siglos de literatura, con Mozart toma un cariz dramático, casi infernal. Para que llegue el rescate hace falta esperar a Milosz

Miguel Mañara de Oscar Milosz, escribe don Giussani, «es uno de los textos que, junto a La anunciación a María de Paul Claudel, están en el comienzo de la historia de nuestro movimiento». ¿Quién es Mañara? Es Don Giovanni, el histórico, el caballero español del que nació luego el personaje. ¿Pero quién es de verdad Don Giovanni? Al intentar saber algo más sobre él, incluso la obra de Milosz adquiere mayor claridad y hondura.
Don Juan Tenorio es un seductor, pero sobre todo un embustero, un burlador. «No se sabe cuándo nació la idea del Don Giovanni», escribe el filósofo Sören Kierkegaard, que estudió a fondo el personaje; «lo cierto es que pertenece al cristianismo y, a través del cristianismo, a la Edad Media». Todos sabemos lo que significa ser un donjuán: un burlador, un libertino, un mujeriego, un hombre de fáciles costumbres. Pero no es tan simple. Giovanni Macchia, que ha dedicado años de su vida a la reconstrucción de este mito (en Vita avventure e morte di Don Giovanni), ha descubierto en sus raíces nexos inesperados. En primer lugar, una relación con el ateísmo: en un primer escrito italiano del siglo XVI el personaje, el conde Leonzio es un ateo seguidor de Maquiavelo, a quien en una cena se le aparece un muerto y cuyas ideas cambian radicalmente por el susto. Otra versión es el Aurelio de L’ateísta fulminato, título elocuente, figura más materialista de bandido, joven, guapo y sin Dios. Tirso de Molina y Molière dan forma al personaje del libertino destinado a la perdición.

El músico y el libretista
Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo Da Ponte, el poeta libretista de la obra, esos dos genios absolutos de la cultura occidental, convirtieron el Don Giovanni en un mito inmortal, ciertamente post cristiano, pero modernísimo en su pregunta de pureza y gratuidad. Massimo Mila, uno de los más agudos musicólogos italianos, escribe a propósito de la obra de Mozart: «Don Giovanni es el disoluto castigado, es decir, el símbolo de un tan intenso, incorregible pecar que al final el cielo mismo, o mejor, el infierno, se mueve, evocado por la inmensidad de sus culpas, para castigarle». Pero este terrible hundirse final en los abismos no le resta nada al atractivo vital del personaje. «Don Giovanni es guapísimo –escribe todavía Mila–, se parece a aquellas imágenes primitivas cristianas del anticristo, de Lucifer, bello como un dios y, sin embargo, lo opuesto de Dios: el diablo». Nuestro Don Giovanni llega mucho más allá del libertinaje, de la sexualidad y el erotismo separados del amor conyugal. Sin embargo algunos críticos católicos, como Pierre-Jean Jouve, le han visto más bien como «el mendigo de un Amor infinito que sólo el Infinito amor, Dios mismo, podría satisfacer». Y sin duda en Mozart-Da Ponte vibra este “más allá de”.
Pero sin Mozart y Da Ponte, Don Giovanni no habría atravesado los siglos para llegar hasta nosotros. Hasta en la enumeración alegre y folclórica de las conquistas femeninas (en la famosa aria Madamine, il catalogo é questo) un punto de articulación musical llega sobre el verso de Da Ponte: «Delle vecchie fa conquista / pel piacer di porle in lista», como para «desvelar –escribe Mila– el secreto íntimo de Don Giovanni». Hay algo en esta voracidad erótica que es exigencia de Otro. Un Absoluto que se respira también en el extraordinario Là ci darem la mano, el aria en la que el protagonista seduce a la plebeya Zerlina, milagro de música y palabras que se ha convertido en el símbolo del amor puro e “inocente”, a pesar de la ironía con la que Da Ponte pone entre sus versos este adjetivo y del vago iusnaturalismo de Mozart, que quizás pensaba de verdad que un estado de gracia primigenia y natural era la única forma posible de gratuidad del amor (el Papageno de La flauta mágica es un ejemplo claro de ello).

La mano fría de la muerte
Pero el verdadero genio va más allá de sus mismas intenciones programáticas. Toda la intuición de fondo del Don Giovanni mozartiano está en el primer acto, cuando el protagonista mata al Comendador, el hidalgo español padre de Doña Ana, la dama que acaba de seducir con el engaño. El mensaje de esta página extraordinaria es evidente: el amor como posesión siempre es, en último término, un homicidio, un acto que desfigura y destruye. No es insignificante que la escena de la muerte del Comendador sea tan importante también en la historia de la música (anticipa el Réquiem del mismo Mozart, inspira a Beethoven su popular Claro de luna). Escribe Abert, el mayor estudioso de Mozart al respecto: «La mano fría de la muerte se posa sobre todos los presentes y paraliza sus movimientos. Nunca en la historia de la opera encontró una expresión tan concisa y al mismo tiempo tan impresionante». La muerte volverá al final de la obra en la forma de la fría estatua del Comendador («Ta-ta-ta», dirá de él el sirvo Leporello anunciando su terrible llegada) que, convidado por Don Giovanni a cenar, acudirá allí, hundiendo al protagonista en los abismos infernales.

El paraíso aquí y ahora
Milosz escribe su obra teatral en 1912. Miguel Mañara “resuelve” el personaje de Don Giovanni que, para el autor del novecientos, tiene toda una serie de atributos. En primer lugar, Milosz imagina el encuentro con Girolama, «una presencia, la Presencia». Alguien que por fin «hace posible la conciencia de sí», como escribe Giussani. Verdaderamente, en el Miguel Mañara todos los nudos atados por Mozart son desatados. Empezando por el estupendo diálogo sobre las flores en el que Jerónima dice: «Las flores son hermosos seres vivientes a los que hay que dejar vivir y respirar el aire del sol y de la luna. Nunca las recojo. Se puede amar perfectamente en este mundo sin tener ansia de matar al amor». Un amor es posible, el amor es concretamente posible, se orienta al destino. Puede no tener que ser un homicidio. «Jerónima para Miguel –escribe Giussani también en Mis lecturas– es un signo, una presencia que hace abrazar, que facilita un abrazo universal. Estos factores pertenecen a la estructura de nuestra vida. Poco o mucho, cada uno de nosotros ha presentido estas cosas en una realidad cercana. Si estamos aquí es porque hemos experimentado esa clase de encuentro. Por mucho que haya sido un eco lejano, el Acontecimiento que me ha alcanzado es de este tipo». Un Acontecimiento que rescata incluso a Don Giovanni, el disoluto que ya no es castigado por un Dios lejano, terrible y espantoso, sino que en Milosz, pasando por el dolor y el sacrificio, encuentra el rescate. Gracias a un Hecho que le ocurre, nuestro héroe vislumbra un paraíso posible, aquí y ahora. «No hay que olvidar ni renegar de nada –añade Giussani–, no hay ninguna clase de mutilación. Sólo una resurrección».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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