Apuntes de una meditación de Luigi Giussani en un retiro de los Memores Domini.
Pianazze, 6 de enero de 1974
Quisiera retomar los dos temas que nos planteaba la liturgia de ayer por la tarde.1 ¡Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de aferrar vitalmente estas palabras, porque realmente expresan la vida nueva, la realidad nueva, el hombre nuevo que ya podemos experimentar.
1. La certeza de la vida es Alguien que nos ha sucedido
Ayer por la noche hablábamos de certeza: certeza como consistencia de lo que somos, consistencia de nuestra persona y de nuestro tiempo, certeza como identidad propia. Normalmente –partamos de una premisa, reflexionemos sobre el antecedente donde se entroniza la misericordia de Dios– nosotros buscamos consistencia e identidad en lo que hacemos o en lo que tenemos, que es lo mismo. Por ello, nuestra vida carece de ese sentimiento y de esa experiencia de plena certeza que indica la palabra “paz”, esa certeza y esa plenitud –por hacer una endíadis– sin las cuales no estamos en paz y, por tanto, tampoco experimentamos el gozo y la alegría. Como mucho nos complacemos en lo que hacemos o en nosotros mismos. Y estos residuos de complacencia en lo que somos o hacemos no aportan gozo alguno ni alegría, sentido de plenitud o certeza firme.
Partiendo de esta premisa, constatando nuestra actitud normal, ¡cuánto más comprendemos, si el Espíritu nos ilumina y sostiene nuestro ánimo, que la certeza de nuestra vida es algo que nos ha sucedido, Alguien que ha venido a nosotros! La certeza es algo que ha sucedido, que nos ha tocado y ha entrado en nosotros, algo que hemos encontrado: la certeza es Alguien que nos ha ocurrido. Nuestra identidad, la consistencia de nuestra persona y la certeza de que el tiempo corre a nuestro favor, coincide –literalmente “coincide”– con algo que nos ha ocurrido. Emmanuel Mounier, hablando de su hija enferma, tras haber dicho: «Algo nos ha sucedido», se corrige y dice: «Alguien nos ha sucedido».2
La palabra “encuentro” queda todavía algo exterior; refleja, en efecto, la manera externa y contingente en que el acontecimiento ha ocurrido, pero no describe su contenido, no indica el contenido del acontecimiento mismo. Alguien nos ha sucedido, Una persona se nos ha entregado hasta el punto de asumir nuestra carne y entrar en nuestra alma: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí».3
Pero queremos fijar nuestra atención en la certeza, en esa clase de certeza que sorprendió a los pastores ante el anuncio de los ángeles, que les embargó ante lo que vieron: la certeza de su vida puesta en lo que estaba ocurriendo, la certeza puesta en aquello que sucedió, en lo que también nos ha sucedido a nosotros.
Desde el punto de vista de la certeza que se introduce en nuestra vida por el hecho de que Otro entra en ella, las palabras “vocación” e “identificación” quizá digan algo menos que “elección”. Más que identificación o vocación (que sería, sin duda, la más adecuada, si se despojara totalmente de vaguedad, abstracción, sentimentalismo y sonido hueco que tiene a nuestros oídos), la palabra más apropiada es “elección”, es decir, “ser tocado” y “elegido”, “marcado”: «Él nos ha sellado».4 Por lo demás, “sello” es la palabra que se utiliza para los sacramentos fundamentales, constitutivos del ser cristiano: el sello del Bautismo y de la Confirmación imprime carácter, es decir, produce un cambio de nuestro ser. Este cambio del ser es la presencia de Otro.
Es preciso identificarnos con ello. ¡Qué importante es la apertura del corazón, la sencillez y la pobreza del corazón para aferrar la magnitud de estos momentos, para poder ensimismarnos! Si no somos pobres de espíritu no nos identificamos con nada, porque identificarse con algo quiere decir abandonar la posición en la que estamos. Debemos ensimismarnos con María en el primer capítulo de san Lucas, o con los pastores del segundo capítulo de Lucas, o con los Magos del segundo capítulo de san Mateo. Justamente la misa de hoy nos remite al tercer capítulo de la carta a los Efesios,5 uno de los tres capítulos fantásticos que hablan del contenido de lo que nos ha sucedido, de la elección que Otro ha llevado a cabo, de la vocación que hemos recibido. La venida de Cristo en la carne, en la vida humana, constituye para el hombre una vocación cuya perfección es la virginidad.
Leyendo o releyendo estos pasajes del evangelio, debemos detenernos para identificarnos (pidiendo al Espíritu la gracia de poder hacerlo) con la realidad de la Virgen María, de los pastores, de los Magos: fueron “cautivados”, su identidad al igual que la nuestra coincidía con lo que estaba sucediendo, mejor dicho, con lo que sucedió. Su identidad coincide con lo que ha sucedido. La carta a los Efesios habla de un designio: «El misterio de Cristo, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que todos somos miembros del mismo cuerpo».6
El término “predilección”, en su sentido etimológico, significa ser amados antes de que nos demos cuenta, antes de nuestra respuesta; es ese ser amados de antemano que establece un dato irreversible; es ese ser amados que define nuestro valor en el mundo. Ser amados significa que nos inserta en Su designio, que entramos a formar parte de Su designio. ¡Qué distinta es la experiencia natural, en la que nos fijamos demasiado y que en cambio es tan sólo profecía, premisa o introducción para comprender la densidad y la profundidad de la entrega del Señor, que se nos da hasta el extremo, hasta convertirse en lo que me constituye! ¡Qué distinta es la relación de María, los pastores y los Magos con lo que ocurrió de la relación que la experiencia natural establece con el Misterio creador!
Escribe san Bernardo: «El hombre comienza por amarse a sí mismo [la inmediatez instintiva]: es carne, y no comprende otra cosa fuera de sí mismo. Cuando ve que no puede subsistir por sí mismo, comienza a buscar Dios por la fe y amarle porque lo necesita».7 La experiencia natural establece el nexo con el Misterio mediante una acción –como decíamos antes– que realizamos nosotros, que parte de nosotros, y que nos puede complacer, pero no nos da certeza, plenitud y paz.
Aun intuyendo el Misterio, el hombre sigue siendo mezquino, ya que la mezquindad caracteriza al hombre que se concibe como consistente en sí mismo. Mezquindad es cortedad de medida. De hecho, la religiosidad natural pretende de Dios, se queja de Dios y tiende a concebirlo a su imagen y semejanza. Aunque en sus momentos más puros, en sus trances más auténticos presiente con cierta pureza lo que Dios es para el hombre. Como cuando, por ejemplo, Tagore dice: «Tus siglos se suceden para hacer perfecta una pequeña flor silvestre»,8 ya que para adquirir su fisonomía, una pequeña flor silvestre necesita de la evolución de siglos y milenios. Y así, casi como un fragmento fugaz, se presiente la realidad como designio de Dios.
Pero “convirtámonos” ahora en uno de los pastores: ¡qué concreción adquiría el Misterio para él, qué intromisión, qué imponencia tan distinta! Porque lo otro son “razonamientos”; no sé, como si empezara a elucubrar mientras como con gusto, o como si pretendiese razonar mientras abrazo; en un abrazo uno se pone a razonar o porque no ama o porque hay un amor más profundo que le invita a mortificar un cierto desenlace mecánico, prefijado.
No se trata de la relación natural, vaga y genérica, del hombre con el Misterio, con Dios. ¡Es algo totalmente nuevo!, cuya comparación menos inadecuada es toparse de repente con la persona amada, con una persona fiable, que ofrece una ayuda segura mientras uno se encuentra extraviado, a oscuras, desvalido, deshecho.
Pero lo que importa no es tanto la utilidad que percibimos a la luz de estas comparaciones; es el impacto que el corazón de María sintió en aquel momento, la conmoción que sentiría cuando tomaba conciencia de lo que había sucedido, de lo que tenía junto a ella (porque tomaba cada vez más conciencia, como dice el Evangelio: la Virgen guardaba todo lo que había sucedido en su corazón);9 es lo que sintieron los pastores, lo que sintieron los Magos según avanzaban hacia Judea, de alguna manera, reparando en el anuncio que habían recibido. ¡Es eso! Tenemos que identificarnos con la postura de estas personas. Aunque el anuncio a los pastores enlazara con su espera que, mediante la simple lectura de los profetas, aguardaba algo; aunque la Virgen viviera de esta meditación continua; aunque los Magos vivieran de esa misma espera, lo que ocurrió superaba su espera consciente, era algo que no correspondía en primer lugar a esa espera, era un hecho que la excedía: era una presencia que entraba en el mundo.
Es lo que san Bernardo indica como el cuarto grado del amor de Dios. Antes, he aludido al primero: el hombre, amándose a sí mismo y dándose cuenta de que no puede subsistir por sí mismo, comienza a buscar a Dios y a amarle. Lo cual es obra del hombre. Es distinta en cambio la actitud de María, los pastores y los Magos que acabo de evocar: un deslumbramiento, una impresión (es cierto que sólo la experiencia puede sugerir comparaciones que nos ayuden a comprender; o bien, con mucha mayor sencillez, la acción del Espíritu Santo), una postura determinada por lo que había sucedido; lo ocurrido dominaba su mirada y su corazón, la conciencia de sí mismos. Delante del niño, aquel niño era ellos mismos, era su propia identidad, su certeza, su plenitud, y ya no se acordaban de lo que había antes. Delante de aquel niño, ni siquiera se acordaban de sus aspiraciones, no le daban más vueltas, porque ese niño era lo que ahora lo llenaba todo.
Ciertamente, si los pastores, la Virgen o los Magos hubiesen sido profesores que volviendo a sus hogares tuvieran que preparar las clases de religión para el día siguiente, habrían reflexionado así: «Pues este niño responde a todos los sentimientos que teníamos antes y que tenéis también vosotros, alumnos míos». Pero es tan sólo una reflexión, un momento contingente, que no es indispensable; se vuelve necesario en otro momento: resulta esencial para la misión. La misión consiste en identificarse con los demás, ya que Cristo se ha identificado con nosotros; incorporado a Cristo, yo puedo identificarme con los hombres.
Al describir el cuarto grado del amor de Dios, san Bernardo dice que entonces «el hombre sólo se ama a sí mismo por Dios».10 Este por para nosotros es frágil y tembloroso como papel de seda, mientras que para él es fuerte como un pilar, estable como una columna. «El hombre sólo se ama a sí mismo por Dios», significa lo mismo que dijimos antes, al afirmar que lo que ha sucedido es mi identidad; entonces, si yo amo lo que ha sucedido, me amo a mí mismo, porque lo que ocurrió establece mi identidad.
2. La ternura: Dios se ensimisma con nuestra carne
De aquí se extrae una consecuencia, que es como el segundo tema, después de la certeza, que la liturgia de estos días nos enseña. La certeza y la plenitud de nuestra persona no nacen de lo que hacemos –que nos produce a una satisfacción efímera–; certeza y plenitud vienen de lo que nos ha sucedido y que nos lleva al gozo y a la alegría.
En la raíz del gozo y de la alegría está la palabra “ternura”. La Navidad es el misterio de la ternura, de la ternura de Dios hacia mí. Ternura que no significa contentarse con el sentimiento de Dios o de Cristo, porque contentarse con el sentimiento que experimento sigue siendo lo que dije al principio, quedarse en lo que hacemos nosotros. Ternura no es quedarse en un sentimiento, sino abandonarse a Otro, ser aferrados por el amor que Él nos tiene, cautivados por la Presencia de lo que ha ocurrido, pertenecer a Aquel que nos ha alcanzado.
Es como cuando el niño abre los ojos y le embarga lo que ve: no se detiene en un sentimiento, no le cabe fijarse en él. Ante el espectáculo que admira, está todo lleno de lo que ve. «Se diligit homo tantum propter Deum»,11 el hombre se ama a sí mismo sólo por esto que tiene delante de sí, por Cristo, por este acontecimiento.
Pero quiero que fijéis la atención justamente en la palabra “ternura”, porque este ensimismamiento de Dios con nuestra carne, esta encarnación del Verbo, esta identificación del Misterio con nuestra humanidad, esta carne divina que viene a mi lado, este Hombre como nosotros, supone una ternura desmedida, mil veces más profunda y penetrante que el abrazo de un hombre a su mujer, de un hermano a su hermano.
Todo esto no se comprende razonando, sino mirando las palabras que indican sintéticamente la experiencia que se quiere señalar. Resulta necesario, entonces, decir algo más que una palabra. Es necesario fijarse en la palabra ternura tomando conciencia de la identidad que Tú has establecido conmigo, de la unidad entre Tú y yo, o mejor, del acontecimiento por el cual «Tú eres yo».
También en este sentido el instinto religioso, azuzado por el humus cristiano en el que había nacido, sugiere a Dostoievski muchas intuiciones justas. En Los hermanos Karamazov el abad del monasterio dice: «En su ardiente oración no pedía a Dios que le pusiera en claro la turbación que sentía [porque estaba en un momento de tentación], anhelaba tan sólo experimentar un gozoso enternecimiento, el enternecimiento que antes experimentaba después de haber alabado y glorificado a Dios, que en esto solía consistir toda su plegaria por las noches. La alegría que invadía su ser le procuraba un sueño ligero y tranquilo».12
Es cierto que, más allá del equilibrio que únicamente existe en la experiencia de la Iglesia –de la Iglesia verdadera de Cristo, la Iglesia de Roma, la Iglesia católica–, todas las intuiciones justas padecen de una redundancia, una unilateralidad, una exageración; como si esta alegría, para existir, conllevara siempre un «sueño ligero y tranquilo» o como si esta ternura fuera fruto de una sensibilidad particular después de «haber alabado y glorificado a Dios». Aunque es posible que en algo “se pase”, se desborde (como la leche que al hervir rebosa), sin embargo, la esencia de la observación es justísima y cada uno de nosotros –espero– puede certificarlo. «En su ardiente oración no pedía a Dios que le pusiera en claro la turbación que sentía, anhelaba tan sólo experimentar un gozoso enternecimiento, el enternecimiento que antes experimentaba después de haber alabado y glorificado a Dios».
¡Cuánto mejor se expresa esta ternura, de forma más concreta y consistente, más “en acto”, en las últimas palabras de santa Clara a su alma, a punto de morir! «Vete en paz ya que has seguido el buen camino; vete confiada, ya que tu creador te ha santificado, custodiado incesantemente y amado con la ternura de una madre con su hijo»;13 vete en paz, porque tendrás buena compañía, porque Aquel que te creó, antes de que tú pudieses pensarlo, antes de que pudieses imaginarlo, te pensó para la santidad y, después de crearte, te infundió el Espíritu Santo y «te amó con la ternura de una madre con su hijo».
Estas palabras decaerían enseguida si quedan al margen de lo que hemos dicho, si dejan de ser señal de lo que ha ocurrido; porque nuestra certeza y plenitud, nuestra identidad y consistencia es lo que nos ha sucedido. Alguien ha salido a nuestro encuentro y nos dice: «Ven conmigo, ven y sígueme», como en el primer capítulo de san Juan. Además de pensar en María, los pastores y los Magos, releemos atentamente ese primer capítulo de Juan, 35 y ss, ensimismándonos con Juan y Andrés, con Simón, hijo de Jonás, con Felipe y Natanael. El evangelio de ayer relata el encuentro de Jesús con Natanael: lo que tuvo delante le cautivó de tal manera que toda la atención que él tenía sobre sí mismo se desplazó hacia Cristo. ¡Exactamente como lo que le ocurre al niño que tiene los ojos llenos de lo que ve!
3. Todo lo incluye y libera de la esclavitud del pecado
La ternura, fruto de la certeza, tiene dos corolarios. Ternura por ser querido, por haber sido mirado y elegido, por escuchar a alguien que me dice, como a Zaqueo: «Hoy voy a tu casa»,14 o, como al buen ladrón,: «Estarás siempre conmigo».15
El primer corolario de esta ternura es que todo lo incluye. Esta ternura tiene su cenit, su ideal de pureza, en no excluir nada, personas ni cosas, en saber abrazar todo, personas y cosas. En su obra La teologia mistica di San Bernardo, comentada por Hayen, Gilson resume de esta forma el pensamiento de san Bernardo a este respecto: «Ni la aridez [el cortar por lo sano cualquier relación de afecto] ni la languidez purifican el amor, sino el ardor», y Hayen comenta: «...pero esta pureza es esencialmente inclusiva (...); el amor de Dios no es perfecto más que incluyendo todo lo que el mismo amor creador del Padre omnipotente incluye».16 Ni la aridez ni la languidez purifican la ternura, purifican el amor a Cristo, sino el ardor que incluye, que tiende a abrazar todo lo que el Padre crea, tal como el Padre lo crea.
«Ni la aridez ni la languidez purifican el amor, sino el ardor»: el ardor –claro está– no determinado por cosas y personas, sino por la Presencia. La inclusividad de este amor ardiente exalta también el ardor hacia las cosas y las personas, pero esa exaltación es pura cuando emana de la certeza y de la plenitud que uno vive, del gozo y la alegría que experimenta, cuando brota de una única ternura: la ternura de Dios, cierta y plena, firme y rebosante, que mereció el fiat de la Virgen, que obtuvo el crédito inmediato de los pastores y la admiración de los Magos, que cautivó a Juan, Andrés, Simón, Felipe y Natanael.
«Ser puro quiere decir ser libre de cualquier impedimento»,17 continúa Hayen, es decir, amar a personas y cosas sin que supongan un impedimento. Y para ello, deben ser amadas en virtud de lo que nos ha sucedido, deben ser abrazadas con Su ternura. Es análogo a la frase de san Bernardo citada al principio: el hombre, viendo que no puede subsistir por sí mismo, entonces busca a Dios. Es análogo porque no existe ternura que se mantenga, que venza al tiempo y muestre su señorío con certeza y plenitud; lo que exalta el amor a personas y cosas es sólo la certeza y la plenitud que nacen del reconocer que «Tú eres yo». «Ser puro quiere decir ser libre de cualquier impedimento, de cualquier principio que limite o coarte la plenitud del ser». ¿Qué es la plenitud del ser? Eres Tú, Tu presencia, la conciencia que adquiramos de lo que nos ha sucedido.
El segundo corolario de la ternura es que el pecado, nuestro pecado, ya no es determinante, ya no nos tiene esclavizados.
Quiero leer otros dos pasajes de Dostoievski. Tened presente la observación acerca del desbordamiento, como la leche que rebosa. Son pasajes preciosos, si se leen con la mirada limpia, clara y segura de la experiencia cristiana, católica, de nuestra experiencia. ¡Qué grande es Dios que desvela lo que somos mediante el descubrimiento que llevan a cabo los demás! «Amaos los unos a los otros, padres [es el discurso del starets Zósima a sus monjes]. Amad al pueblo del Señor. Por haber venido aquí y habernos encerrado entre estas paredes no somos más santos nosotros que quienes viven en el mundo; al contrario, todo aquel que viene aquí, solo por este hecho, reconoce que es peor que los seglares, peor que todos y todo en la tierra... Y cuanto más tiempo viva luego el ermitaño entre sus paredes, tanto más profundamente ha de comprender esta verdad. Pues, en caso contrario, no tenía por qué haber venido aquí. Únicamente cuando comprenda que no sólo es peor que todos los seglares, sino que es culpable por todos y por todo ante las personas, por todos los pecados del hombre, colectivos y personales, sólo entonces alcanzará el fin de nuestro aislamiento [Cristo en la cruz: «Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado»,18 afirma san Pablo]. Pues tenéis que saber, amados míos, que cada uno de nosotros es culpable por todos y por todo en la tierra, sin duda alguna; no sólo de la culpa general de la humanidad, sino por todos y por cada uno de los hombres en particular, en esta tierra. Esta conciencia es la corona de toda la vida monacal y de todo hombre en este mundo. Pues los monjes no son hombres distintos de los demás, sino hombres como todos deberían serlo en la tierra. Sólo entonces se sumirán nuestros corazones en el amor infinito, universal, nunca saciado. Entonces cada uno de vosotros encontrará en sí fuerzas para ganarse el mundo entero con el amor y para lavar con sus lágrimas los pecados del mundo».19 ¡Es perfecto desde todo punto de vista! (Recordad a Emmanuel Mounier cuando habla de su hija enferma). Y no es sólo una forma de hablar decir que «hemos venido aquí porque hemos reconocido que somos peores que todos».
Segundo pasaje. «¿Preguntas por qué hay que compadecerme? Es cierto. ¡No hay por qué compadecerme! Lo que hay que hacer es crucificarme, ¡clavarme en la cruz y no compadecerme! Pues, crucifícame, tú que eres el juez, crucifícame y compadéceme después de haberme crucificado. Y entonces yo mismo iré, iré por mi pie, a la crucifixión porque no es gozo lo que ansío, sino dolor y lágrimas... Quien nos compadecerá es el que a todos ha compadecido; el que a todos y a cada uno ha comprendido: Él es el único juez. Vendrá ese día y preguntará: “¿Dónde está la hija que se vendió en aras de una madrastra agria y tísica, en aras de unos niños pequeños y ajenos? ¿Dónde está la hija que se compadeció de su padre terrenal, borracho empedernido, sin que la arredraran los sufrimientos?”. Y dirá: “¡Ven a Mí! Ya te perdoné una vez... Te perdoné una vez... Y ahora se te perdonan tus muchos pecados porque has amado mucho...”. Y perdonará a mi Sonia, la perdonará. Estoy seguro de que la perdonará. Me lo ha dicho el corazón cuando fui a verla hoy... El juzgará y perdonará a todos, a los buenos y a los malos, a los sabios y a los humildes... Y cuando haya concluido con los demás, nos llamará también a nosotros: “¡Venid ahora vosotros! –dirá–. ¡Venid los borrachos, venid los débiles, venid los vergonzantes!”. Y nosotros saldremos todos, sin sentir sonrojo, y compareceremos ante Él. Y Él dirá: “¡Sois unos cerdos! Sois imagen de la Bestia y lleváis su estigma. Pero venid también vosotros”. Entonces dirán los sabios, entonces dirán los sensatos: “¡Señor! ¿Por qué acoges a éstos?”. Y Él dirá: “Los acojo, ¡oh, sabios!, los acojo, ¡oh, sensatos!, porque ninguno se ha considerado digno de ello”. Nos abrirá sus brazos y nosotros nos hincaremos de rodillas ante Él... y lloraremos... y lo comprenderemos todo. ¡Entonces lo comprenderemos todo! Entonces lo comprenderemos todo y todos lo comprenderán... y Katerina Ivánovna... también lo comprenderá... ¡Señor, venga a nosotros Tu reino!»20.
He leído el pasaje por esta última frase: «Nos abrirá sus brazos y nosotros nos hincaremos de rodillas ante Él... y lloraremos... y lo comprenderemos todo. ¡Entonces lo comprenderemos todo! Entonces lo comprenderemos todo y todos lo comprenderán». Esto –que es verdad en el seno de la justicia de Dios, y que es una verdad a la que aspiramos, pues brota del Misterio, de la misericordia de Dios–, para el que está llamado en el seno de la Iglesia, para quien tenga una vocación cristiana auténtica, o una vocación a la virginidad como nosotros, empieza en este mundo, alborea en este mundo, ¡en este mundo Él nos tiende los brazos! Dostoievski no era consciente del acontecimiento como nosotros, no sabía que su identidad coincidía con un Hecho en la historia, sólo veía su reflejo, y se limitó, justamente, a relatar ese reflejo bueno, una actitud que el recuerdo de Cristo inspira. Este «fin del mundo» manifestará para nosotros el acontecimiento que ya ha sucedido.
¿Entendéis entonces por qué «nos purificamos como Él es puro»,21 como escribe san Juan en su primera carta? Porque en el momento que Dostoievski relata en Crimen y castigo, en un final del mundo así concebido, ¡es imposible amar el pecado, es imposible quererlo, es imposible estimarlo! El acontecimiento del perdón, de este perdón sin medida, es continuo; por ello, no ser esclavos del pecado implica que nuestro error no nos subyuga, ya no tiene poder para convertirse en un objetivo que se persigue, en un programa, en algo a lo que estamos apegados. El acontecimiento de este perdón es continuo, de tal manera que nos lleva a pedir con todo el corazón, a desear con toda el alma que Dios nos libre incluso de la tentación, como reza el Padrenuestro. El mal sigue siendo mal, pero sólo en este contexto comprendemos que es mal. Porque «Nos abrirá sus brazos y nosotros nos hincaremos de rodillas ante Él... y lloraremos... y lo comprenderemos todo». ¿Por qué llorar de esta forma? Porque entonces comprenderemos qué es el mal y qué es el pecado. Lo comprendemos enseguida, porque, como dice de nuevo ese genio del espíritu que es san Bernardo, «unde anima dissimilis Deo, unde dissimilis et sibi»,22 cuando el alma se hace distinta de Cristo se hace distinta de sí misma. Es decir, no existe oposición entre el amor a Dios y el amor a uno mismo, justamente porque nuestra identidad es Cristo, es el acontecimiento que nos ha sucedido. Es el pecado, es el error lo que mina nuestra plenitud como una carcoma destructiva; pero en cuanto pasa el humo del estallido del pecado, su Presencia está allí, su ternura nos aguarda allí todavía. Esto es lo que nos libera y lo que, a medida que el tiempo pasa, asimila incluso nuestras vibraciones del alma y del cuerpo, de forma que, lenta o decididamente, según el designio del Padre, el mismo nacer y formarse de nuestros pensamientos y acciones se asimila a Él, se conforma a su Espíritu.
4. Por qué la vida es misión
Concluyamos esta meditación sobre la certeza y la plenitud de nuestro ser recobrando el calado que la palabra “alegría” tiene en nuestra memoria. Nuestra alegría es Otro. No la esperamos de lo que tenemos o tendremos, de lo que hacemos o haremos: nuestra alegría está en su Presencia y en sus prodigios, mirabilia Dei, en nosotros y entre nosotros: «Buscad cada día la presencia de los santos para descansar en sus palabras».23 Nuestra alegría está en sus prodigios entre nosotros. Leed los capítulos 60 al 62 de Isaías: los acentos de alegría que anuncian el futuro despertarán también nuestra alma y evocarán nuestra experiencia.
La modalidad descriptiva de estos capítulos de Isaías –que hablan de alegría, de la alegría de Jerusalén, a la que el mundo entero mira ahora– nos introduce en una segunda palabra clave de la liturgia de ayer: ¿por qué se manifestó a los Magos? La Epifanía en la historia de la Iglesia ha sido siempre la fiesta misionera por excelencia; y no es casual que se identificase la Navidad con la Epifanía, es decir, con la primera manifestación de Dios entre nosotros, del Dios-hombre en el mundo.
La vida de Cristo no era suya, era para la misión. La vida de María no fue suya, fue para la misión. La vida de los pastores que, antes de verle, de recibir el anuncio, era suya, ya no lo fue más, sino que era misión, aunque se quedaran en sus casas con sus mujeres, sus hijos y sus rebaños. El mensaje que llevaban a su pueblo, los hechos que narraban y rememoraban, ¿cuáles eran? La vida que para los pastores fue suya hasta ese momento, ya no lo fue más.
¡Cómo se comprende entonces el pasaje de san Juan de ayer, que habla del amor a los hermanos! «No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece»,24 el mundo debe hacerlo a la fuerza; el odio entendido sobre todo como la extrañeza total, porque el odio verdadero es la extrañeza. Identifiquémonos con las personas que estaban en torno a María, a los Magos, a los pastores. ¿Qué pensaban de ellos? Quizás, que estaban locos. ¿Qué pensaban de ellos? Que eran extravagantes. Sentían como si fuesen de otro mundo, de un mundo inaferrable, fantasioso, vano.
Nuestra vida ya no es nuestra. Nuestra vida es para la misión, para comunicar lo que nos ha sucedido. Comunicar mediante la comunión que vivimos, incorporando en ella a los que vamos conociendo, renueva el milagro de su Presencia, renueva su acontecimiento. Se renueva con otros el acontecimiento que Él realizó con nosotros.
¡Qué sugerente y a la vez tremendo es caer en la cuenta! Sucede raramente, porque tenemos un miedo instintivo a hacerlo; mientras que es el esfuerzo por identificarnos con los pasajes evangélicos lo que nos ofrece la percepción precisa del rostro nuevo que hay en nosotros. En la medida en que vivimos, en que tratamos de vivir estas cosas, los demás sienten cierta extrañeza hacia nosotros. Todos los demás, casi todos los demás; estoy hablando también de los del movimiento, de casi todos los del movimiento, para los cuales CL seguirá siendo (y su cristianismo seguirá siendo) una organización para crear iniciativas o hacer discursos, o bien un cierto sentimiento bueno de cercanía y fraternidad, de compañía y ayuda, pero no “el acontecimiento nuevo”. Todavía no se han visto «abrir sus brazos e hincarse de rodillas ante Él y llorar y comprenderlo todo». Por eso no sienten la invocación: «Venga a nosotros Tu reino» como expresión suprema de su propia persona, como lo hacía en cambio el delincuente Marmeládov: «Oh Señor, venga a nosotros Tu reino». Esta súplica quema de raíz toda la paja, para dejar el oro de nuestra persona; toda la paja de nuestros deseos y proyectos pretenciosos.
Lo que nos ha sucedido es para que nuestra vida sea misión, misión en la carne, misión en nuestra carne: no existe solución de continuidad entre el torno y las manos que lo hacen funcionar, entre la máquina de escribir y nuestro corazón y nuestro rostro, ¡porque todo forma parte del cuerpo vivo del hombre!
Misión quiere decir, por tanto, hacer presente aquello que se ha hecho Presencia para nosotros, allí donde estamos, sea cual sea el lugar en el que estemos. Si alguien va a trabajar sin que su corazón clame a Dios, sin repetir: «Venga tu reino»; si alguien va a la universidad o a la escuela sin pedir: «Venga tu reino», no vive la misión. ¿Y cómo se puede decir: «Venga tu reino» sin tratar de manera distinta a nuestros compañeros? ¿Cómo podemos decir: «Venga tu reino», sin entregarles lo que nos ha sucedido, encarnándolo en sus necesidades y en su mentalidad, en sus obras y en sus problemas? ¿Cómo podemos vivir en nuestras casas, estén donde estén, sin decir: «Venga tu reino», «Venga tu reino aquí»? Lo cual no significa que os pongáis a hacer misión dando charlas a todo el barrio. No estoy hablando de esto, sino de una pasión por las personas que se plasme según tiempos y modos que las distintas ocasiones requieran.
Esta vigilancia misionera colabora con el designio de Dios. Nuestra persona se identifica con su Presencia, certeza y plenitud, ternura, regocijo, gozo y alegría: ¡esto es la Navidad! El acontecimiento del niño Jesús. Todo se nos ha dado para la misión, para que nuestra vida colabore con el proyecto de Dios, coincida con el plan de Dios, con su designio.
Daos cuenta de que la alternativa no es marcharse del Grupo Adulto o del movimiento. Se puede perfectamente permanecer en el movimiento y en el Grupo Adulto sin esto, pero entonces nuestro cristianismo se queda en algo intelectual (discursos, iniciativas pequeñas y grandes, desde la recaudación de fondos a las cooperativas, desde redactar manifiestos a organizar cursos alternativos de tipo cultural) o bien en algo sentimental, en una posición meramente sentimental. Intelectualismo y sentimentalismo son exactamente lo contrario de certeza y ternura. Que toda nuestra vida sea misionera, que todo nuestro movimiento interior y exterior sea misión, es el “síntoma” de la autenticidad de la certeza y de la posibilidad de la ternura que sostiene y penetra nuestra vida. Si el acontecimiento de Cristo es mi identidad, toda mi persona debe sentirse penetrada, invadida por esto. Certeza y ternura se experimentan en la misión.
Notas
1 Misa del 5 de enero: 1 Jn 3,11-12; Jn 1,43-51.
2 Cf. E. Mounier, Cartas desde el dolor, Encuentro, Madrid 1998.
3 Cf. Ga 2,20.
4 Cf. 2 Co 1,22.
5 Ef 3,2.-3.5-6.
6 Cf. Ef 3,5.
7 San Bernardo de Claraval,
De diligendo Deo, XV, 39.
8 R. Tagore, Gitanjali, Lírica LXXXII.
9 Cf. Lc 2,19.51.
10 San Bernardo de Claraval,
De diligendo Deo, X, 27.
11 Cf. San Bernardo de Claraval, De diligendo Deo, VIII, 25.
12 Cf. F.M. Dostoievski, Los hermanos Karamazov, Cátedra, Madrid 2001, p. 282.
13 Proc. III,20; cfr. LegsC 46.
14 Cf.. Lc 19,5.
15 Cf. Lc 23,43.
16 A. Hayen, San Tommaso d'Aquino e la vita della Chiesa oggi, Vita e Pensiero, Milano 1967, p. 53n,55.
17 Ibidem, p. 53.
18 Cf. 2 Co 5,21.
19 Cf. F.M. Dostoievski, Los hermanos Karamazov, op. cit., p.288.
20 Cf. F.M. Dostoievski, Crimen y castigo, Cátedra, Madrid 2003, pp. 90-91.
21 Cf. 1 Jn 3,3.
22 San Bernardo de Claraval, In Cantica Canticorum, sermo 82, art. 5.
23 Didaché, IV, 2.
24 Cf. 1 Jn 3,13.
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