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Huellas N.11, Diciembre 2005

CULTURA Documentos / CdO

Qué tiene que ver el “yo” con las obras

Julián Carrón

Publicamos el texto de una lección que Julián Carrón impartió en diciembre 2004 en el ámbito de unas jornadas de trabajo de los responsables de la Compañía de las Obras a escala local y nacional. La lección se centró en la palabra “yo”, tal como figura en el libro de don Giussani El yo, el poder y las obras (Ed. Encuentro), que recoge sus intervenciones en las asambleas de la asociación

¿Qué tiene que ver el yo con una asamblea de la Compañía de las Obras? Para realizar una obra es necesario un yo. Parece banal decirlo, pero nunca ha sido tan evidente que no se puede dar por supuesto en absoluto. Antes se daba por descontado hasta tal punto que nadie se planteaba cómo se genera el yo: estábamos convencidos de que el yo salía a la luz en el cauce de la tradición en la que habíamos nacido, es decir, que la sociedad en que vivíamos estaba en condiciones de educar a las personas, hacerlas madurar y dotarlas de un sentido de responsabilidad ante los desafíos que plantea la vida. Hoy por hoy ya no es así. Lo podemos constatar a diario. Lo vemos por todas partes: en la escuela, la familia y el trabajo. Y ello afecta a la laboriosidad del hombre, a sus iniciativas, a su creatividad; es decir, a la activación del yo en la realidad, a su capacidad de aceptar los desafíos que se nos presentan.
No somos bien conscientes de esta situación. A menudo caemos en el error de suponer que existe el sujeto capaz de poner en marcha una obra. Pero el sujeto hoy está tan fragmentado y debilitado que es cada vez más difícil encontrar alguien que tenga la energía humana necesaria para construir. Es difícil encontrar “yos” que se arriesguen para llevar a cabo una obra. Para crear una obra y llevar a cabo un proyecto se precisan una energía y una capacidad que no siempre se dan. Carecemos de “yos” que tengan la fuerza necesaria para crear una obra. Por eso el futuro será de quienes estén en condiciones de generar un verdadero yo.

Despertar el yo
Lo que acabamos de decir se comprende especialmente en la educación. Resulta evidente en este trabajo que no basta la mera instrucción. La instrucción no es capaz de generar un yo en toda su plenitud, de poner en marcha la totalidad del yo. Hace años fui director de un colegio y tuve oportunidad de convivir con profesores muy competentes, dispuestos a enseñar, a transmitir todos sus conocimientos a los chicos. Pero faltaban alumnos que tuvieran ganas de recibir todos esos conocimientos. El resultado del encuentro entre uno que posee conocimientos y otro que no quiere aprender no conduce a ninguna parte. Se hace cada vez más evidente que el profesor debe despertar el yo del muchacho para poderle luego transmitir esos conocimientos. Sin que alguien esté dispuesto a despertar su interés, el chaval no se molestará en escuchar lo más mínimo. A veces se pretende resolver esta situación con técnicas de estudio. Hace tiempo vino una persona a proponerme técnicas de estudio para los alumnos. Con un minuto tuve suficiente: «Mire, señorita, mi problema es que los chicos no quieren estudiar. ¿Cree usted que las técnicas de estudio que me propone responden a este problema? Desgraciadamente no. Cuando tenga una respuesta a mi problema, entonces me interesarán sus técnicas de estudio». Cuando un chaval quiere estudiar, el profesor suele tener los conocimientos y las técnicas de estudio necesarias para hacer que progrese. Pero el problema es cómo despertar un yo que esté en condiciones de interesarse por todo lo que otro le puede enseñar, que tenga necesidad de aprender. Sabemos de todo, pero cada vez tenemos menos idea de cómo se genera verdaderamente el yo de la persona. Para ello no basta algo parcial, aunque sea interesante, como puede ser cualquier conocimiento de tipo matemático, literario, etc. Lo que verdaderamente se necesita es una generación, una paternidad, un padre que genere verdaderamente un yo: un padre que sepa poner en marcha toda la expresividad propia del yo.

El impacto con lo real
Pero, ¿cómo se genera el yo? Lo primero es darse cuenta de qué es. El yo, como decimos a menudo, es exigencia de felicidad, de totalidad. Por tanto, se genera el yo sólo cuando se despierta esta exigencia. Si no se despierta dicha exigencia de totalidad de la razón, la libertad y el afecto, nunca habrá un yo capaz de interesarse por todo y dispuesto a aprender. Pero el yo acontece sólo si existe algo que entra en relación con él despertando su núcleo íntimo, su exigencia constitutiva de totalidad, felicidad y verdad. ¿Y cómo se despierta esa exigencia de totalidad? En el chaval, como en todos nosotros, resurge en el impacto con la realidad. Una vez llevé a mis alumnos al planetario. Después de la visita, tenía clase con ellos y pregunté qué les había impresionado más de todo lo que habían visto. Me bombardearon con preguntas, pero no sobre el número de estrellas y de galaxias, sino sobre qué tenía que ver lo que habían visto con la totalidad: ¿Quién ha hecho todo esto? ¿Somos sus dueños? ¿De dónde surge? Eran cuestiones que se referían al significado de lo que habían visto y que había despertado toda la exigencia de su razón. En estos casos uno percibe qué es la razón y que la exigencia de totalidad es la naturaleza misma de la razón.

Una evidencia que conmueve
Es la realidad la que despierta ese tipo de curiosidad, la que despierta el yo en toda su integridad y plenitud. Solemos decir que este reavivarse del yo en el impacto con la realidad puede suscitar, a su vez, el conocimiento amoroso en el que consiste el acercamiento a la realidad y al mismo yo. ¿Dónde se encuentran los factores de la relación del yo con lo real? Al leer La autoconciencia del Cosmos, he hallado una frase de don Giussani que sintetiza lo que siempre nos ha dicho: «Una evidencia que nos conmueve. Dos cosas potentísimas: sin evidencia no nos podríamos conmover; sin conmoción no habría evidencia» (p. 227). Cuando acontece una evidencia que nos conmueve, se encuentran unidos lo real y el yo; el yo acontece en relación con la realidad, que despierta en él toda la exigencia de su razón, lo cual es el verdadero inicio de todo. Para comprenderlo, basta ver a un niño con un juguete: se ve la parábola de lo que despierta su curiosidad, la misma que permitió a Newton interesarse por un objeto que caía. ¡La misma!
La cuestión educativa hoy es que ya no se despierta la exigencia de totalidad, y se busca transmitir conocimientos parciales, que no interesan porque nada tienen que ver con esa exigencia humana. Si el muchacho no atisba la relación, el vínculo, entre un conocimiento parcial y la exigencia de totalidad de su yo, no puede interesarse por nada. Fuera de este vínculo no existe razón para interesarse por un particular: sin la relación entre la exigencia de mi yo y lo particular, no me intereso por nada. Si no se procura dar respuesta a esta exigencia de totalidad, no aflora el yo. Esta es la desgracia de nuestro tiempo.
Según vamos viviendo, nos damos cuenta de que esta apertura original del corazón, que coincide con la exigencia de totalidad, decae con el tiempo, va a menos, incluso ante las cosas más bonitas e interesantes: ni siquiera éstas pueden mantenerla. Debemos ser conscientes de hasta qué punto estamos necesitados y de que, para que esta apertura se mantenga en el tiempo, no basta toda la energía que tiene un niño cuando llega al mundo; no basta el ímpetu con el que uno comienza a trabajar o con el que se enamora. No podemos ignorar el realismo de la concepción cristiana del hombre cuando afirma lo que llamamos “pecado original”. Escribe don Giussani en una de sus intervenciones recogida en el libro Vivendo nella carne: «La abolición de tal noción ha hecho posible toda la hybris del hombre moderno. Pero se trata de una evidente mentira, porque, de cualquier modo que se conciba la idea de pecado original, no existe una hipótesis explicativa más plausible de la dolorosa condición humana, de su originaria herida, de la contradicción existente en el corazón del hombre» (p. 230; nota 18).
Este ir a menos del yo, a causa de su fractura original, nos hace entender aún más que si no existiera otra cosa no se podría mantener el deseo de totalidad que la realidad suscita. Todo el mundo está en contacto con la realidad, pero no hay tantos “yos” conscientes de su necesidad de totalidad viva y notoria. Con frecuencia me contáis que muchos se quedan sorprendidos ante una creatividad que les resulta novedosa, es decir, ante personas que viven con un ímpetu de totalidad y que por ello no pueden dejar de asombrar a los demás. Pero, ¿de dónde surgen estas personas? Son personas que han encontrado algo que sana ese ir a menos del yo. Es necesario un lugar en la historia donde continuamente suceda ese despertar del yo que lo pone en marcha, un lugar que lo haga resurgir, un lugar humano, hecho de personas en cuyo contacto la vida renace, se libera, se regenera. Esto es lo que nos ha sucedido en el encuentro con Cristo. Y Él, a través de Su continua presencia en la historia, sigue despertando la totalidad de nuestro yo. Él es el único que puede hacer que renazca.

Lo que da esperanza
Por eso, encontrar personas así es ya un signo de que en la historia, aquí, ahora, en el presente, hay algo que da esperanza a la situación humana en la que nos encontramos, que hace posible volver a empezar, sea cual sea la circunstancia o el fracaso. Pero no basta decir “Cristo”, también esta palabra puede verse reducida a un moralismo o espiritualismo: se trata de concebir el cristianismo como hecho, como un acontecimiento. Y se comprende que es un acontecimiento porque renacen personas con este ímpetu de totalidad. Como nos recordaba don Giussani recientemente en una entrevista en el Corriere della Sera: «El inicio nuevo que la experiencia cristiana supone en todas las relaciones [y por eso mismo de cada yo] no nace de un punto de vista cultural, como si fuera un discurso que se aplica a las cosas, sino que sucede experimentalmente. ¡Es un acto de vida lo que pone en marcha todo!» (15 de octubre de 2004).

Ese atisbo de plenitud
Es un acto de vida lo que pone en marcha todo. Si el yo no participa de un lugar donde late constantemente este acto de vida que pone en marcha todo, antes o después se detiene. Se detiene aunque haga muchísimas cosas, pero se detiene en su punto central. Así pues, también en el ámbito laboral se experimenta que falta algo. Si no se satisface esta exigencia de totalidad, algo falta y ello hace que se detenga el centro íntimo de la persona, aunque se halle inmerso en una actividad frenética. Pero, ¿por qué un lugar como el que he descrito reúne las condiciones necesarias para despertar, poner en marcha y mantener la totalidad del yo? Lo despierta porque lo realiza. ¿Por qué la presencia de la persona amada consigue rescatar nuestro yo aunque esté encogido? Porque es un presagio de esa plenitud que nuestro corazón desea. Si el yo no encuentra ese atisbo de plenitud que el corazón desea, se cierra, se queda parado. Por el contrario, cada vez que esto sucede vemos cómo se vuelve a dar el acontecimiento del yo, cómo este se vuelve a poner en movimiento. Sin el encuentro con lo que llena el corazón no podemos vivir en la realidad con toda nuestra capacidad de construir, con creatividad, llevando adelante una propuesta; no podemos trabajar con todo nuestro yo, ni tener ganas de trabajar de verdad. Si el yo, en cambio, se encuentra en esta condición favorable, aportará toda la energía que tiene: de hecho, esa energía pertenece a la naturaleza del yo antes que cualquier movimiento de la libertad. Vosotros tenéis esa energía, pero es preciso que sea despertada constantemente en un lugar formado por personas que, a su vez, han sido alcanzadas por el mismo encuentro con Cristo y que, por eso, pueden reemprender siempre la marcha siendo libres de los logros, del éxito.
Últimamente se habla mucho del origen del capitalismo, de su raíz protestante, calvinista, porque el yo tiene necesidad de alcanzar logros y el catolicismo no parece poder asegurárselos. Es justo al contrario. Sólo un yo que ha sido despertado con toda la potencia de la totalidad está en condiciones de ser “libre” del éxito, en el buen sentido del término. Voy a explicarme. Todos tenemos necesidad de tener éxito cuando iniciamos una obra, no nos es indiferente el éxito, porque, si no, la obra sucumbe. Pero la cuestión es que esto no basta. Siempre recuerdo lo que escribió Pavese al volver de Roma, tras haber recibido el premio Strega: «En Roma, apoteosis. ¿Y qué?» (cf. C. Pavese, El oficio de vivir). Incluso el mayor de los logros termina así. Y si termina así, uno, antes o después, se detiene. ¿Qué puede despertar constantemente el deseo del hombre, liberándolo del éxito, poniéndolo en movimiento? Sólo podemos lanzarnos a la realidad con toda la creatividad humana, libres del éxito, si en el encuentro con Cristo, con un lugar, encontramos la plenitud del corazón, la satisfacción del yo; y no porque seamos indiferentes o no tengamos interés, sino porque nada nos bloquea en los vaivenes de la vida cuando no alcanzamos el éxito. El problema es lo que ocurre cuando las cosas en la vida no van según pensamos: encallamos, nos bloqueamos. Si no existe algo que nos haga volver a empezar, antes o después acabamos desistiendo.

Lo que llena el corazón
Por eso –y perdonad la comparación, pero me parece justo decirlo– para alcanzar verdaderos logros, para una relación verdadera con lo real, es necesaria una experiencia de la vida como la de la virginidad. Sólo cuando se encuentra algo capaz de llenar el corazón nos relacionamos con el otro no con la intención de poseerlo, sino permitiendo que sea libre de ser él mismo, tratándolo con una gratuidad única, respetando su dignidad humana. Sólo esta plenitud del corazón nos lleva a volcarnos en la realidad con todo el deseo, sin depender de lo que consigamos; sólo ella nos hace poner en juego toda nuestra energía libre, ¡libre!, para construir una sociedad más humana que responda a las necesidades del hombre. Esta es la diferencia entre Calvino y san Benito. Parece que los monjes benedictinos no hicieron nada, pero resulta ser todo lo contrario: generaron una cultura. ¿Y de dónde nació esta cultura? ¿Cuál es el origen de Europa? Europa nació de unos hombres que poseían una plenitud que no lleva automáticamente al éxito, pero que produce una energía capaz de reconstruir toda una civilización. ¡Qué desafío suponen todas las necesidades humanas que vemos!
Por esto, por tener la oportunidad de una experiencia similar, entiendo que es necesaria una “compañía de las obras”. He aquí lo que todos sentimos que es más necesario: un lugar donde ser regenerados constantemente, donde volver a empezar, donde poder tener una experiencia de la vida que nos ponga en marcha, que nos rescate de las arenas movedizas en las que tantas veces caemos; una compañía que sea la verdadera morada del yo, un lugar donde el yo sea ayudado, corregido, sostenido en el trabajo, en sus obras, que suscite las ganas de trabajar, arriesgar, emprender, que responda a esa abstracción de un yo autónomo que acaba en la soledad, en la pérdida del gusto por las cosas; en definitiva, una compañía real. Hace falta conocer cuál es nuestra auténtica necesidad como hombres –necesidad que atañe a la totalidad del yo– y que no podemos socorrerla por nosotros mismos. Estamos aquí por esta razón, por este aprecio mutuo que nos profesamos como hombres, afecto lleno de gratitud, conmovido. Y hay muchos que quieren compartir con nosotros el camino hacia el destino, quieren compartir esta aventura de la vida vivida en toda su complejidad humana, en el trabajo, las obras, etc. La amistad que vivimos es una amistad para el destino.
Una compañía como la nuestra debe estar al servicio del yo, de su capacidad de crear, de generar, de afecto. Porque incluso se puede llegar a conseguir el éxito; pero, ¿quién se preocupa por nuestro destino, por el destino del yo? ¿Quién responde, quién se interesa por darle lo que necesita? Sin esto, antes o después nos quedamos solos y desistimos. En cambio, lo que impacta a muchos de los que se encuentran con nosotros es este impulso de totalidad que nos pone en marcha, que responde a un problema particular con este afán de totalidad. Una compañía como la nuestra debe estar al servicio de las necesidades, con una capacidad de valorar lo que surge entre nosotros, todo lo que el Misterio hace surgir constantemente ante nuestros ojos gracias a la libertad y la creatividad de cada cual.

Al servicio de la creatividad social
Estos días he estado leyendo la intervención de don Giussani en Assago en 1987. Me llamaba la atención una cosa que me vino a la mente pensando en vosotros: «Un partido que ahogase, que no favoreciera o defendiese esta rica creatividad social contribuiría a crear o a mantener un Estado prepotente ante la sociedad» (El yo , el poder y las obras, pág 169). Esto equivale a decir que la política está al servicio de esta rica creatividad social. Una compañía como la nuestra no puede tener otro fin que estar al servicio de esta rica creatividad que existe entre nosotros, no para sustituirla, sino para servirla y ayudarla a crecer, para que crezca y madure. «Todo poder –dice– debe descubrirse “servidor”, debe descubrir la dignidad de ser “servicio” participando de este modo en la gran condescendencia de Dios que, por amor al ser humano, se entregó a Sí mismo» (El yo , el poder y las obras, pág 18). Nosotros estamos aquí, como compañía, para ofrecer este servicio recíproco, que es participar en esa condescendencia de Dios por amor al ser humano. Así comenzó la Historia. El Señor dijo a Moisés: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle» (Ex 3, 7-8). Todo el plan del Misterio consiste en esta misericordia hacia el ser humano; por eso, todo, desde aquel momento –el inicio de la Historia de la Salvación– hasta la Encarnación, hasta hoy, está al servicio del individuo, de cada hombre. Tal como lo hace Dios, nosotros debemos estar atentos a lo que surja, al servicio de lo que Otro suscita entre nosotros, que es la manera de obedecer a una medida que no es la nuestra y, por tanto, de colaborar con el único Creador de todo, con el único que puede despertar la capacidad del yo. Se necesita una mirada como la que describe Pier Paolo Pasolini: «Mi mirada hacia las cosas del mundo, hacia los objetos, no es una mirada natural, no es laica. Veo las cosas impregnadas de algo milagroso, es como si cada objeto fuera un poco milagroso. Poseo una visión, siempre informe, en cierto modo religiosa» (tomado de una entrevista en 1970). Este milagro que sucede ante nosotros es al que debemos servir y acoger. Dice también don Giussani en la entrevista del Corriere: «Parto de un modo de mirar las cosas “con pasión”, “con amor”, con una apertura que no me deja solo, sino que pone en marcha una relación. No se puede abordar una cuestión de la que depende la vida con una actitud como la que acabo de describir, sin que esto descoloque al otro, le sorprenda». Es esta “pasión” la que mueve todo y la que debe impulsarnos también a nosotros ante aquellos con quienes nos relacionamos en esta amistad. Para acoger la riqueza que el Misterio hace surgir ante nuestros ojos se necesita una amistad, una unidad en acto de adultos libres, que estén en condiciones de ayudar sin esquematismos a responder a toda la diversidad creativa que existe entre nosotros.

Un punto último de referencia
De este modo surgirán en esta compañía “yos” para el pueblo: yos como factor social. Es imposible que un yo que nazca así no desee afrontar las necesidades que se le ponen por delante, «en las que se encarnan los deseos, imaginando y creando estructuras operativas capilares y ocasiones que llamamos “obras”» (El yo, el poder y las obras, pág. 168) para intentar responder. Esto es lo que nos ha recordado recientemente el cardenal Camilo Ruini a propósito de lo que está sucediendo en Europa: «Los cristianos no pueden limitarse a protestar, deben encontrar nuevos caminos para que la fe pueda continuar siendo protagonista; no para imponer un esquema cristiano, sino por amor al destino del hombre que es siempre la cuestión decisiva. Que el centro de nuestra preocupación sea la persona».
Pero esta “compañía de las obras” no podemos crearla nosotros solos; necesitamos un punto último de referencia que no puede ser otro que el que nos ha generado: el movimiento. Este punto último de juicio no pretende ser un intento de inmiscuirse en vuestra compañía, sino una ayuda para vivir juntos, para renacer. Es el único modo de que no prevalezcan otros intereses sobre el ideal. Sólo este punto último hace posible una “compañía de las obras”. Ser conscientes de ello es todo menos secundario para el fin de vuestra compañía. La energía viva que torna en experiencia todo lo que hemos dicho es lo que llamamos “carisma”, la gran potencia que encontramos entre nosotros, que hemos encontrado, que genera constantemente una compañía para el yo. Sólo así nos acompañaremos y caminaremos juntos hacia el destino, sólo así haremos verdaderamente experiencia y verificaremos la esperanza del único verdadero éxito que nos interesa a todos: el de la vida. Sin este éxito el resto de los logros son insuficientes. Mi deseo es que, en vuestra labor, en todo lo que hacemos juntos, nos acompañemos como hombres, que seamos verdaderamente compañía del único verdadero éxito que nos interesa.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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