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Huellas N.10, Noviembre 2005

PRIMER PLANO Educación

Entrevista a don Giussani. Seriamente comprometido con su propia vida

a cargo de Holly Peterson

En el año 2000, en una conversación con una investigadora californiana que trabajaba para una tesis de Doctorado, Giussani dice de nuevo cuál es el motivo de su pasión educativa e indica un método que ninguna técnica puede sustituir

Holly Peterson, investigadora en la Universidad de San Francisco, presentó en noviembre de 2000 una tesis doctoral que llevaba por título “Relación de la pedagogía educativa de Luigi Giussani con la escuela superior americana del siglo XXI”. El objetivo de este trabajo fue investigar la visión educativa y la metodología crítica de don Giussani. Al examinar su pedagogía la autora se detuvo en particular en la relación entre profesor y alumno y en el fundamento de esa relación. Por último, el estudio analiza las posibilidades de aplicación de la pedagogía del sacerdote italiano en la educación americana contemporánea, explorando en qué medida puede contribuir al debate sobre la reforma educativa en EEUU. Al finalizar el trabajo, Holly Preston publicó, a modo de apéndice, una entrevista con don Giussani, en la que el fundador del movimiento de Comunión y Liberación aclara con profundidad los datos que emergen de la investigación.

En Educar es un riesgo usted ha escrito que su pedagogía se puede aplicar a todos los profesores de cualquier tradición cultural. ¿Cuál es la experiencia que le lleva a afirmarlo?
En todos estos años he pedido a mis alumnos tanto del liceo como de la universidad, y también a todos los que he ido conociendo, que compararan lo que oían, las opiniones que leían, incluso las ideas que yo les comunicaba, con su experiencia elemental, con las exigencias y las evidencias que constituyen nuestra propia humanidad. Nunca les pedí que aceptaran mis palabras como verdaderas, sino que aprendieran este método, porque sólo de esta manera la inteligencia actúa según su propia esencia. En mi tarea educativa he querido siempre respetar este método, que considero esencial para cualquiera que al educar intente ser veraz y honesto consigo mismo y con aquellos a los que se dirige. De hecho, sólo así la relación educativa se convierte en fuente de libertad y posibilita un conocimiento verdadero, favoreciendo una auténtica “conciencia crítica”.
El contenido de la educación sólo se puede comunicar mostrando su coincidencia y su correspondencia con las exigencias esenciales de la vida. Por ello, el que educa está “obligado” a mantenerse siempre joven, es decir, a estar siempre abierto a toda la realidad y a sentir siempre como nuevas las palabras que lleva diciendo muchos años.
Este método y este objetivo de la educación me han llevado a querer mostrar que la fe cristiana es adecuada a las exigencias de la vida y por tanto es, al igual que la vida, una exaltación de la racionalidad. Percibí que era verdadero e importante ya en los primeros años de mi vida de educador, cuando en el “raggio”, el encuentro que teníamos en el instituto para reflexionar sobre la propia experiencia, acudía gente de todo tipo: ateos, judíos, protestantes… Se trataba de tomarse en serio la propia humanidad, de ir al fondo de la realidad original que hay en cada uno de nosotros, de compararla con una propuesta que podía aportar un sentido más razonable a las experiencias vividas y a las exigencias que emergen a la luz de la experiencia.

Cuando empezó a escribir de educación, ¿conocía lo que estaba sucediendo en el ámbito del movimiento norteamericano para la reforma de la escuela?
Mis primeros escritos sobre educación surgieron, en gran parte, de situaciones contingentes; en aquellos encuentros y conferencias me dirigía a los que tenía delante, con la conciencia de que lo que yo había recibido y que tanto apreciaba, podía ser una respuesta a las preguntas y a las esperanzas de aquellos chicos. Pero con frecuencia me daba cuenta de que su modo de pensar y de actuar estaba fuertemente condicionado por la cultura laicista y marxista en la que vivían; ambas subrayaban, aunque de manera diferente, la importancia del “éxito” en la vida y la fuerza de la energía que tiene el hombre; en el éxito y en la propia capacidad se ponían todas las esperanzas. Por extraño que parezca, no hay que desdeñar la influencia que el pragmatismo americano tuvo en ambas posiciones, incluso por lo que se refiere a la manera de concebir la educación. Muchas veces he citado a John Dewey no sólo como heraldo de la “eficiencia social” sino porque encabeza una corriente cuyas influencias se pueden advertir todavía hoy en las más recientes teorías educativas.
Durante una estancia en EEUU, a principios de los años sesenta, tuve la ocasión de participar en algunos grupos de estudio sobre cuestiones educativas, también en el ámbito del trabajo pastoral. Al cabo de un tiempo, me di cuenta de que todo el problema se centraba en las técnicas que había que adoptar o en los instrumentos que se podían utilizar, pero se olvidaba completamente el sujeto y, por lo tanto, el punto de partida. En cambio, como enseña toda la tradición cristiana, la educación no es esencialmente una cuestión de medios e instrumentos que una comunidad se da a sí misma; lo esencial es la verdad de la vida de quien educa y la verdad de la comunidad misma. Centrarse en las técnicas y en la metodología es un grave error de perspectiva que vacía la dinámica educativa.

Usted escribió en el libro Llevar la esperanza que una crisis de la juventud es siempre una crisis de la educación. ¿Puede explicarlo?
Yo decía dos cosas, que son diferentes. Ante todo me refería a la juventud, como ese momento en la historia de cada hombre en el que, de forma más específica, hay que hacer cuentas con la tradición a la que uno pertenece, con la concepción de la vida, los valores, las convicciones, las actitudes que, dentro del contexto en el que uno vive, le han transmitido sus padres. La metáfora del chico con la mochila a la espalda que, en un determinado momento, se la pone delante y empieza a rebuscar para ver qué hay dentro y qué es lo que le vale, explica muy bien este paso: es el momento de la verificación, cuando el que se está haciendo hombre quiere comprobar lo que es bueno para él, lo que es verdadero y justo, aquello a lo que adherirse consciente y decididamente, dejando de lado lo caduco o lo que es fruto de momentos y circunstancias particulares. Esta “crisis” no es negativa, sino positiva, porque permite sopesar lo que se ha recibido y valorarlo en su justa medida. Un fenómeno muy distinto es la “crisis de la juventud”, que se produce en ciertos momentos históricos (como sucedió a principios de los años sesenta, y se repitió, a veces de manera aún más dramática, en sucesivas ocasiones), en la que ésta parece estar en desbandada y abandonada a sí misma. En este caso, la falta de una propuesta educativa priva a los jóvenes de la posibilidad de ser ellos mismos y de alcanzar criterios de juicio y de elección que sean válidos y seguros. El ambiente, o como decimos ahora, la opinión dominante, toma la delantera invadiendo las conciencias y homologando a todos, según lo que el poder establece en ese momento. Cuando no se cuestiona de forma adecuada esta presión que ejerce el ambiente, es difícil que un joven pueda crecer de verdad. Tampoco sirve de nada sacarlo de su ambiente, para encorsetarlo en formas tradicionalistas y esquemáticas. Hay que bajar al ruedo junto a él y luchar para no dar nada por supuesto, para tomar conciencia de todo y buscar las razones de cada cosa, para poder juzgar y valorar lo que se oye y lo que se lee, y también para librarse de los esquemas y poder crear algo nuevo. Pero para que esto suceda, hace falta que haya adultos que tengan convicciones válidas, y que permitan que los jóvenes se puedan medir con una hipótesis explicativa de la realidad que sea coherente, no tanto desde el punto de vista práctico o moral (será una consecuencia), sino desde el punto de vista del ideal. Una generación de adultos que no tenga convicciones no puede transmitir más que sus propios anhelos y expectativas defraudados, dejando a los jóvenes en la inseguridad, la incertidumbre y el conformismo.

¿Cuál cree usted que es el mayor reto para los educadores a principios del siglo veintiuno?
El mismo que el del siglo pasado: el de ser verdaderos, ser hombres que vivan hasta el fondo su vida de tal forma que no puedan dejar de comunicarla a los demás. La pregunta que debe hacerse un educador no es “¿qué tengo que hacer?”, o “¿cómo debo actuar?”, sino “¿qué soy?”. Y lo que uno es no depende de uno mismo sino de una verdad, de una plenitud, de una fuerza que ha encontrado, que se le ha dado. De este “qué soy” puede nacer una presencia nueva que llega hasta los detalles, capaz de retomar incansablemente la vida y de proponer continuamente un horizonte más grande. Sólo así se puede tener la energía y la audacia para educar a los jóvenes en los grandes ideales, en esa grandeza para la que está hecho el corazón del hombre y por la que éste vibra, cuando se le presenta como algo concreto y pertinente a su propia vida. Si hoy existe una gran confusión acerca de cuestiones secundarias y consecuencias particulares, no es insistiendo sobre ellas como se llega a alcanzar claridad, sino que hay que ir al origen, a lo que un joven, en virtud de la sencillez natural que todavía posee, reconoce como verdadero y digno de aprecio. El resto vendrá, a veces viene casi solo, y será aceptado conscientemente y con seriedad madura. Esto puede lograr que «lo heroico se haga cotidiano y lo cotidiano, heroico».

Tras cincuenta años vividos como educador, ¿qué consejo daría a un profesor que comience su carrera en el siglo veintiuno?
Que se comprometa en serio con su propia vida. El que busca con verdad y pasión todos los días la respuesta a sus propias exigencias humanas y, en este trabajo continuo, comprueba la validez o no de su concepción de la vida, es imposible que no tenga nada que comunicar a los demás; casi de manera natural se convierte en autoridad para ellos. Esta seriedad se traduce también en compromiso con la propia tradición, con esa riqueza que nos invita a medirnos con la realidad, y que debe ser re-vivida y vivida en primera persona para poder ser nuevamente comunicada. Sólo puede interesarnos algo del pasado si, de alguna manera, alguien lo vive en el presente, que es la gran categoría temporal de la educación.
Además, que aprenda de todo. Todo lo que he dicho y escrito ha nacido íntegramente de la experiencia y ha surgido del diálogo con los demás.
Y tener certeza, porque eso nos obliga a hacer las cuentas con nosotros mismos y a ser verdaderos con los demás. Sólo se puede construir sobre algo seguro; sólo se puede educar comunicando ese aspecto de la verdad que ya se ha convertido en experiencia en nuestra vida.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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