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Huellas N.7, Julio/Agosto 2005

DOCUMENTOS

La preferencia que nos salva del nihilismo

Julián Carrón

Con ocasión del Congreso Eucarístico Nacional celebrado en Bari del 21 al 28 de mayo de 2005, la comunidad de Comunión y Liberación de la región de Puglia promovió –en colaboración con el Comité diocesano del Congreso– un encuentro público sobre el tema: “Una vida que sale al encuentro de la vida. Diálogo con don Julián Carrón”. El encuentro se propuso como una contribución para la profundización y el testimonio sobre el tema que reunió en Bari a toda la Iglesia italiana: “Sin el domingo no podemos vivir”.
El acto tuvo lugar el viernes 27 de mayo a las 16.30 en el Aula Magna de la Politécnica de Bari, conectada por TV interna con otras tres aulas, y contó con la participación de más de 1.500 personas. Entre las personalidades presentes se encontraban el alcalde de Bari, Michele Emiliano, y el rector de la Universidad de Bari, Giovanni Girone.
En la mañana de aquel mismo día Julián Carrón había intervenido en la mesa redonda sobre el laicado (ver Huellas, junio 2005, pp. 63-64), presidida por el cardenal Camillo Ruini y con la participación de responsables de movimientos y asociaciones eclesiales


Costantino Esposito: «Si los hombres se vieran privados de lo infinitamente grande, no podrían vivir y morirían presa de la desesperanza». Es la frase de Dostoyevski que esta mañana ha citado don Julián Carrón en el curso de su intervención en el Congreso Eucarístico Nacional, y me parece muy significativa para percibir la experiencia humana en la que nos educa el carisma de Comunión y Liberación. Queremos ofrecerla a todos en el marco de este Congreso como una contribución humilde, pero cierta. En la experiencia descubrimos que el deseo de totalidad y de infinito es lo que nos hace hombres, y que esto abre verdaderamente el drama de la vida, en el momento en que nos damos cuenta de que no podemos dar respuesta a ese deseo con nuestras fuerzas. Sin embargo, cuando alguien empieza a dar respuesta a ese deseo, entonces comienza la vida: una vida que sale al encuentro de nuestra vida, según una de las más bellas definiciones de la experiencia cristiana que nos dio don Giussani. El encuentro de esta tarde quiere ser una ayuda para comprender de qué forma esta vida nos ha salido al encuentro y sigue saliendo desde hace dos mil años. Lo que salva toda nuestra persona es el estupor ante una presencia, como ha concluido esta mañana Carrón, abriendo una perspectiva inédita incluso con respecto a lo que normalmente se dice sobre la Eucaristía: un hombre puede estar realmente interesado en la Eucaristía –es decir, en la presencia real de Cristo– solo porque ella salva toda nuestra persona, incluso la sensibilidad, incluso el instante que pasa.
Carrón ha accedido a responder a algunas preguntas. No se trata solo de preguntas personales mías, sino de preguntas que han surgido en muchas conversaciones entre nosotros y con otras personas que no pertenecen a CL y en algunos casos ni siquiera son cristianas. Preguntas surgidas en estos últimos meses a raíz de hechos concretos y extraordinarios como la muerte y los funerales de don Giussani, la muerte de Juan Pablo II (la muerte: puede resultar extraño, pero se puede hablar de la muerte como de una reverberación de vida, sin que resulte fuera de tono decirlo, reconociendo en ella un factor real de la experiencia de la vida), y la sorpresa llena de gratitud por la elección del cardenal Ratzinger como Benedicto XVI. Se trata de hechos, como muchos otros más pequeños, que suceden cotidianamente en la vida y que plantean la pregunta: «¿Quién era ese hombre? ¿Qué tipo de experiencia ha generado? ¿Qué ha sucedido en la humanidad de cada uno para que haya llegado a crearse un pueblo?». Un pueblo: no una masa, sino un lugar donde emerge un indicio de conciencia, una conciencia nueva del yo. Por eso espero plantear preguntas que tienen que ver con todos.
La primera pregunta parte del tema por el que estás aquí en Bari –y agradecemos al Congreso Eucarístico por la oportunidad que nos ofrece– y es, precisamente, sobre la Eucaristía. Para muchos se trata de algo que tiene que ver únicamente con el culto, que se identifica mecánicamente con un rito. Y sin embargo hemos leído en el número de mayo de Huellas un texto del año 96 de don Giussani que nos ayuda a identificarnos existencialmente con este sacramento. Escribe don Giussani: «Lo que la palabra “Eucaristía” nos invita a identificar es precisamente el método con el que Dios se manifiesta», es decir, una «presencia» que responde al deseo más profundo del corazón del hombre, un acontecimiento que valora y despierta la espera de cumplimiento que es la vida, como justamente hemos visto –como todos han visto– en los recientes acontecimientos eclesiales. Benedicto XVI, el pasado 24 de abril, volvía a decirlo, lo proclamaba de nuevo en la plaza de San Pedro: «La Iglesia está viva», sale al encuentro y cambia sorprendentemente lo humano. Queríamos preguntarte: ¿cuáles son los factores decisivos de esta vida? ¿Cómo es posible para nosotros verificarlos hoy?

Julián Carrón: En primer lugar quiero daros las gracias por la oportunidad que me brindáis de volver a reunirme con vosotros para hablar de las cosas que más me interesan, que más interesan a cada uno de nosotros. Ante esta pregunta de Costantino, lo primero que me viene a la cabeza es el pasaje del Evangelio que hemos leído hace unos días: habla de un ciego llamado Bartimeo, que estaba, quizá como muchos ciegos en aquel tiempo, a un lado del camino, esperando a que alguien le diera una limosna. En cuanto oye hablar de Jesús, en cuanto oye el barullo a su alrededor, empieza a preguntar: «Pero, ¿quién es? ¿Qué pasa?». Le dicen: «Es Jesús, Jesús de Nazaret». Entonces empieza a ir detrás de él gritando, y los demás tratan de hacerle callar. El Evangelio dice: «Gritaba más fuerte», hasta que Jesús le oye y se detiene. «¿Qué quieres de mí?». «Quiero ver». Y Jesús responde a su deseo haciendo un milagro. Todo está contenido en esta escena: la vida no es una abstracción, la vida es, como se muestra en el pasaje evangélico, un deseo que late en el corazón, como el deseo que tenía el ciego de poder ver. El primer factor de la experiencia por la que me preguntaba Costantino es la humanidad que se encierra en nuestro corazón, la urgencia de plenitud que nos constituye, el deseo de verdad y de belleza, el anhelo por construir que no podemos quitarnos de encima. Y este deseo es un deseo de totalidad, decía antes él, y es verdad: es el deseo de algo imposible para nuestras fuerzas, algo que es tan grande que uno se da cuenta de que es imposible para el hombre responder, pero que existe y no podemos contentarnos con menos; y aunque muchas veces tratamos de hacerlo, no podemos. Sería fácil rebajar la intensidad de este deseo, como lo hacemos con el aire acondicionado, reducir la amplitud del deseo. Algunas veces lo hemos intentado, pero no lo conseguimos, porque está inscrito en nuestra naturaleza; está en el origen, en la raíz de nuestro ser, está antes que cualquier movimiento de la libertad, nos lo encontramos dentro, y esto urge dentro de nosotros de muchas formas, en las necesidades apremiantes que tenemos, como algo que brota desde lo más íntimo de nuestro corazón, de nuestras vísceras, como una urgencia que es más grande que nosotros. Es tan cierto esto que no podemos evitarlo todas las mañanas, sea lo que sea lo que ha sucedido el día antes. Es una urgencia que se puede expresar de muchas formas: tristeza, soledad, deseo de plenitud, de ser querido, cansancio. Muchas y muy distintas, pero todas expresan este deseo que nos constituye y que urge dentro de nosotros como algo que no se detiene nunca. No es algo que uno mira tranquilamente, como cuando lee una poesía en la que se habla de estas cosas. ¡No, no y no! Es algo que nos urge por dentro, que sentimos vibrar en nosotros; es lo que hemos aprendido a identificar con la palabra “corazón”, que resume este conjunto de exigencias que experimentamos y que, si lo tomamos en serio, se convierte verdaderamente en el criterio de juicio con el que abordamos la realidad cada mañana.
La primera cuestión es darse cuenta de que este corazón es la afirmación más grande que podemos hacer de la dignidad del hombre, porque nadie, si toma conciencia de lo que es su corazón, puede pasarlo por alto; nadie, porque nadie es capaz de cambiar su corazón, ni siquiera nosotros, que muchas veces llegamos casi a olvidarlo. Sin embargo este corazón, tal como nos es dado, tal como nos constituye, nos lanza a la realidad para ver, en cada cosa que nos encontramos, cómo corresponde o no a este deseo constitutivo. Yo le estoy agradecido a don Giussani, lo digo cada vez que hablo, porque al haberme hecho comprender esto, al haberme hecho consciente de esto, me ha permitido hacer un camino humano en la vida. Porque yo muchas veces me encontraba con personas grandes, pero estaban allí, lejos, y yo estaba aquí como un enano y no sabía cómo alcanzarlas. En cambio don Giussani me mostraba un camino, un camino que recorrer, me ofrecía un criterio que no era arbitrario, que no decidía él, sino que yo reconocía dentro de mí, que nacía de mi experiencia; y por eso me lanzaba continuamente a comprobar, en la experiencia, qué es lo que me corresponde. Y cuando uno empieza a hacer este camino, todo lo que sucede, incluso el error, aun cuando las cosas no van como uno desearía, todo se convierte en parte de un camino, en material para construir. Es como una piedra con la que uno poco a poco construye su vida. Todo sirve, hasta el error que se comete. ¡Qué espectáculo! Que todo pueda servir para la construcción de mi vida porque aprendo qué es la verdad; incluso cuando uno dice: «esto no es», quiere decir que hay algo que es, siempre está afirmando algo verdadero, bello, aunque no lo haya encontrado todavía. Hay algo que corresponde a nuestro deseo, y por ello, cuando uno lo encuentra, cuando tiene la gracia –decimos en lenguaje cristiano– de toparse con esa presencia única, excepcional, en la que comienza a experimentar la correspondencia, entonces el propio yo se aviva. Es lo que nos pasó cuando conocimos a Giussani, al igual que les pasó a los apóstoles cuando conocieron a Jesús. Lo que me impresiona siempre son los matices que uno da casi por descontado en la vida, como cuando lee el Evangelio: los primeros dos que se encontraron con Él por primera vez, Juan y Andrés, no sabían nada de Él. ¿Cómo le reconocieron entre los muchos rostros que habían visto en su vida, cómo reconocieron que era justamente Él? Es fácil, es fácil reconocerle, como cuando uno va a una fiesta y la reconoce a ella, a la persona amada: no hay nada más fácil que esto.
El cristianismo es fácil: uno acusa el impacto de una Presencia buena que le corresponde. Y se ve que se ha encontrado con Él por algo sencillísimo: porque tiene ganas de volver a verLe al día siguiente. Tratad de pensar cuántas personas habéis conocido en vuestra vida a las que hayáis deseado ver al día siguiente, con las que hayáis deseado encontraros al día siguiente. Todo empezó así. El Evangelio, la novedad cristiana empezó así, de una forma absolutamente sencilla: el seguimiento de Jesús no fue otra cosa que el deseo de volver a ver, una y otra vez, a aquella persona que a uno le llama la atención en la vida. No estamos locos, no somos visionarios, es más, justamente porque quiero volverle a ver al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, puedo darme cuenta si he sido o no un visionario, porque me puedo equivocar una vez, o dos, o tres, pero a la quinta me doy cuenta, o a la sexta, o a la octava. Es imposible que uno no se de cuenta de que se ha equivocado: comprobádlo vosotros mismos. En cambio la verificación de que uno ha encontrado la verdad, de que uno ha encontrado algo que le interesa para siempre, es que justamente el deseo de seguir viéndole le confirma una y otra vez que es justamente Él, como cuando uno se encuentra con la persona amada: reencontrarse con ella confirma cada vez más que era justamente ella. Por eso, al aceptar participar en esa compañía, al tratar de responder al deseo de volverla a ver de nuevo, uno verifica, con la razón y con la libertad, no solo con el sentimiento, que era justamente Él.
Verdaderamente es algo grande cómo hemos sido hechos, porque hasta Jesús se somete a este criterio de juicio que es el corazón; no debemos usar este criterio para todo lo demás, y no usarlo con Jesús, a quien seguimos sin razón. Justamente en el encuentro con Jesús sale a la luz, en la experiencia, qué es el corazón; porque Jesús corresponde al corazón, y por eso nos llena de razón, y cuanto más se encuentra uno con Él más razones tiene para seguirLe. Y esto, poco a poco, despierta un afecto por Jesús que no se puede comparar con nada, porque uno experimenta en la vida el ciento por uno, porque ve cómo la vida se vuelve cada vez más intensa, más grande, más hermosa; a medida que pasa el tiempo uno se da cuenta de por qué Jesús es distinto, si uno se ha encontrado verdaderamente con Jesús. ¿Por qué es distinto Jesús? Porque todo lo demás, aunque prometa mucho, a la larga desilusiona; la diferencia está justamente en esto: cuanto más frecuentes a Jesús, tanto más afecto sentirás hacia Él, cuanto más se vuelva tuyo, tanto más participarás en la novedad que Él introduce en la vida. ¿Quién eres tú, Cristo, quién eres tú que no podemos pasar sin Ti, una vez que Te hemos conocido? Porque, como hemos cantado, es como si cada vez más «no sabemos quién era», y cuanto más lo frecuentamos, más nos damos cuenta de que todavía no lo hemos descubierto del todo, porque está todo por descubrir: es familiar, pero es siempre nuevo. Pero, ¿quién es este al que llamamos Jesús? Él hace que nuestro corazón esté cada vez más contento, más alegre, a medida que pasa la vida, porque esta es la diferencia. Me llama la atención cuantas personas con más de cuarenta años se han vuelto escépticas, están desilusionadas, porque todos empezamos en la vida con este impulso, esta curiosidad y este deseo, pero poco a poco decaemos; por eso es extraordinario encontrar personas, como las que hemos conocido, como don Giussani, Juan Pablo II o Benedicto XVI, que tiene setenta y ocho años, en las que la vida no sigue la misma parábola que la vida de todos los demás, sino que viven y mueren siempre con una plenitud creciente. Decidme si hay algo en el mundo comparable a esto.

Esposito: Me ha impresionado mucho lo que has dicho ahora, eso de que también con respecto a Jesús el criterio de verificación es el corazón, porque de otro modo se reduciría a un moralismo, a una idea nuestra. La dinámica que describes es una novedad: al encontrarnos con Jesús, a través del carisma de don Giussani, comienza para cada uno un camino verdaderamente humano. En cambio para nosotros –digo “nosotros” y no “la mentalidad en la que vivimos”, porque esta es también nuestra mentalidad– se verifica una situación extraña: percibimos una fascinación escuchando a personas como don Giussani, como tú, que hablan de una experiencia de cambio de la humanidad; percibimos esta fascinación, y sin embargo percibimos también un cansancio, porque se trata de una contratendencia con respecto a la mentalidad de todos –que es también la nuestra, repito–, o lo que es lo mismo, la mentalidad del nihilismo. El aspecto fascinante de lo que tu decías lo refería también Giussani en el artículo sobre la Eucaristía: ¿por qué es sorprendente la Eucaristía? Porque es el punto en el que «la realidad sensible, la carne y los huesos no están contra el espíritu». La realidad sensible no está ya separada de lo divino, de lo ideal, de lo espiritual, del significado de todo: es más, es como si el signo y el Misterio, como nos decías esta mañana, coincidieran. Sin embargo generalmente pensamos de otra manera, y consideramos el ideal como algo abstracto, reduciéndolo a una idea espiritualista o traduciéndolo en un esfuerzo voluntarista («qué debemos hacer», «cómo podemos comprometernos más»), mientras que por otra parte la realidad sensible, lo que nos toca y nos pesa en la vida, parecería llevar solo al escepticismo. Queríamos preguntarte –porque también tú eres partícipe de esta mentalidad–: ¿cómo todo lo que has dicho juzga y permite conocer cada vez más el drama del nihilismo?

Carrón: Daos cuenta de que tratar de responder a estas preguntas que tenemos todos, ahora que el nihilismo nos rodea a todos, es ir verdaderamente al fondo de lo que es la vida, de lo que es la realidad. A nosotros muchas veces el ideal nos parece abstracto, pensamos que podemos alcanzarlo solamente a través de una abstracción, pero la modalidad con la que el Misterio nos ha permitido conocer la realidad no es a través de una abstracción, sino de lo concreto. Pongo un ejemplo: no hemos conocido el amor haciendo un curso en la universidad, porque entonces todos los que nos han precedido y no tuvieron la suerte de ir a la universidad serían unos desgraciados, unos pobrecillos. Pero esto no es así, porque nosotros, todos los hombres, hemos sido introducidos en el amor no a través de un discurso, sino enamorándonos de alguien, o siendo amados por alguien. De esta forma hemos comprendido, desde dentro de la experiencia, qué es el amor. No es que nadie nos haya dado una lección, sino que hemos podido juzgar si era o no verdadera la lección justamente por la experiencia que hemos tenido. El criterio es nuestra experiencia. Este método con el que somos introducidos en la verdad de las cosas, en la verdad de esas cosas que son verdaderamente decisivas, es el mismo método con el que el Misterio trata de salvarnos del nihilismo; de otro modo antes o después se vuelve poco interesante para la vida. ¿Cómo nos salva? La modalidad es la que don Giussani nos ha enseñando siempre, y es tan revolucionaria que tratamos de defendernos de ella. Se llama “preferencia”. El concepto de preferencia es una de las cosas más hermosas que hemos escuchado nunca: el Señor, para atraer nuestro corazón, que tiene siempre un poco la tentación de la autonomía, que siempre tiene un poco el deseo de afirmarse locamente contra sí mismo, ¿cómo trata de salvarnos? No solo con los mandamientos, no solo con una ley exterior, sino suscitando ante nosotros una preferencia; y una preferencia no puede ser algo abstracto, sino algo sensible, concreto, a lo que uno se siente verdaderamente ligado. Antes de darse cuenta, uno ya se ha pegado; después se da cuenta de que se ha ligado a ella, y así el Señor nos aferra desde dentro de una experiencia humana. Y por eso es necesaria una realidad física, concreta; don Giussani utiliza el término “audible”, “fotografiable”, porque si no fuese así, nosotros, que estamos hechos de carne y huesos, de cuerpo y alma, jamás nos veríamos implicados, arrastrados con todo nuestro ser. Si se trata de algo abstracto, nosotros decidimos si lo seguimos o no, pero si existe una preferencia, es toda mi persona la que se ve arrollada, implicada en ese deseo de participar; y de esta forma, a través de esta preferencia, el Señor hace que nos unamos, nos ligan. Y cuando uno se encuentra ligado a otra cosa, no puede ser nihilista, porque esta es la victoria sobre el nihilismo: que uno es atraído por algo que es interesante para la propia vida, que despierta constantemente el interés por la propia vida, y justamente en el hecho de que despierta el interés por la propia vida demuestra su verdad, su diferencia con respecto a todo lo demás, que antes o después decae. Porque esta es la diferencia; lo único importante es verificar si hay algo que resulta interesante y permanece interesante en el tiempo y en la eternidad, porque cosas que nos interesen en algún momento hay muchas, pero cosas que permanezcan interesantes en el tiempo no hay tantas, es más, solo hay una. Y todos podemos tener experiencia de esto. Porque, amigos, si no hay algo que siga siendo interesante con el paso del tiempo, durante toda la vida, durante la eternidad, podemos irnos “tranquilamente” a casa, no hay nada que hacer, pues ni con toda nuestra voluntad, ni con todo nuestro compromiso ético, ni con todo nuestro moralismo lo conseguiremos nunca, porque no habrá nunca nada que nos interese para siempre, y por eso antes o después vencerá el moralismo. Por eso el problema de hoy en día no es volverse más moralistas, sino descubrir cuál es la naturaleza del cristianismo, qué ha hecho Jesús, qué ha introducido Jesús como novedad en la vida. Por eso no era suficiente que Jesús propusiese un elenco de mandatos, de valores morales, al igual que ahora no basta con un elenco de valores morales, reduciendo el cristianismo a una ética, porque ésta no es capaz de interesar toda la vida. Reducido a una ética, el cristianismo deja de interesarnos. Daos cuenta de que el nihilismo vence en nuestra sociedad, no en las sociedades no cristianas, sino en las cristianas, justamente por esta reducción ética del cristianismo. Desde el comienzo, los primeros que se encontraron con Él, Juan y Andrés, y los que siguen secundando este método, solo ellos han vencido al nihilismo, y sólo así se puede vencer al nihilismo. En cambio, cuando el cristianismo se reduce a una ética termina inexorablemente por no interesar a nadie. Hoy contemplamos que ni siquiera el deseo de vivir ciertos valores consigue detener el nihilismo: es mortífero, pero es justamente así. Y este es un problema que afecta no solo a los cristianos, sino que tiene que ver con todos aquellos a los que les interesa su propia humanidad. Por eso se trata de un problema antropológico, no ético. El problema es qué responde a este deseo de plenitud, de belleza, de justicia que tenemos dentro, qué puede permanecer interesante durante toda la vida. Sin esto, antes o después el nihilismo vencerá. En estos días un grupo de universitarios de Milán me contaba que habían conocido a una chica protestante que creía estar más apegada al Misterio que ellos, pero que después les dijo: «Estando con vosotros –¡se lo decía a un grupo de chicos católicos, del movimiento!– me doy cuenta de que el Misterio se vuelve verdaderamente familiar». Esta chica había oído hablar del Misterio, quizá entregaba parte de su tiempo al Misterio, dedicaba algún aspecto de su vida a lo sagrado, pero no conseguía que el Misterio se volviese familiar para ella. En cambio, la única forma de que el Misterio se vuelva verdaderamente familiar es estando en una realidad sensible que constantemente nos abre al Infinito, que nos abre al Infinito continuamente. Porque cuando hoy nos encontramos con cristianos de la talla de don Giussani o Juan Pablo II, amigos, lo que experimentamos se llama Jesús. Porque nosotros, como he dicho en otras ocasiones, sabemos que Jesús sigue estando presente no solo porque permanece Su ética; nosotros sabemos que permanece Jesús, porque hemos sido mirados con una modalidad que ha entrado en la historia y que es posible solo por Jesús. Sabemos que Él sigue estando entre nosotros, no porque hagamos un esfuerzo de imaginación, no porque queramos convencernos de esto; no tenemos que hacer ningún esfuerzo. Nosotros somos los primeros en sorprendernos de cómo hemos sido mirados, porque es una forma, es una mirada que da forma a la mirada, es la mirada de Jesús que ha dado y que da forma a la mirada con la que hemos sido mirados. Nosotros no somos solo unos desgraciados, como piensan a veces muchos cristianos, porque no hemos tenido la suerte de encontrarnos, como Juan y Andrés, con Jesús; no, nosotros no somos unos desafortunados: nosotros nos hemos encontrado con Jesús, como Juan y Andrés, con una modalidad distinta, a través de una carne distinta, pero la experiencia que hemos tenido a través de esta carne distinta es la misma experiencia de Juan y de Andrés. De otro modo ninguno de nosotros estaría aquí esta tarde. Ha sido justamente Él quien nos ha fascinado y sigue fascinándonos a través de esta preferencia única con la que nos abraza.

Esposito: Esta mirada llena de asombro de la que hablabas ahora resulta más interesante, en mi opinión, en la medida en que se convierte en juicio acerca de todo, y nos hace comprender mejor qué ha sucedido. Me viene a la mente aquella famosa frase de Eliot que don Giussani repetía a menudo: ¿cómo ha podido suceder esta reducción del estupor a una serie de reglas, a un moralismo? Y citaba a Eliot: «¿Es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad o la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia?» (T.S. Eliot, Poesías reunidas 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid 1981). Yo siento todavía en mí la urgencia de estas preguntas, y no porque me guste analizar, sino porque cuando algo te apasiona quieres tenerlo siempre delante, y una y otra vez te preguntas cómo van las cosas, justamente por la pasión de adherirte a la verdad de la vida. En tu opinión, ¿qué es lo que ha sucedido?

Carrón: Don Giussani nos dijo respondiendo a esta pregunta en la última entrevista que concedió: «Las dos». La humanidad había abandonado a la Iglesia pensando ilusoriamente que podría encontrar por sí misma lo que solo la Iglesia había traído al mundo, y ya vemos cómo ha terminado; pero a la vez la Iglesia ha abandonado a la humanidad, y esto es lo que más nos interesa, porque somos Iglesia y hemos sido elegidos, se nos ha dado esta gracia para todos, porque este es el método que Dios ha utilizado y sigue utilizando: llamar a algunos para llegar a todos a través de ellos. Por eso me interesa mucho esta pregunta, que está muy unida a lo que hemos dicho. ¿Por qué ha abandonado la Iglesia a la humanidad? ¿Por qué abandonamos muchas veces la humanidad de nuestros compañeros de trabajo o los que nos acompañan en la vida? ¿Por qué les abandonamos? Me impresionó mucho la respuesta de Giussani: «La Iglesia tuvo vergüenza de Cristo», y he tratado de comprenderlo. La Iglesia y nosotros tenemos vergüenza de Cristo justamente porque si uno no tiene la experiencia de la que hemos hablado al principio, y hasta ahora, si Cristo no es una experiencia real, concreta, ante las urgencias de la vida, ante los problemas de la vida, uno no consigue decir la palabra “Cristo”. Cuántas veces, por el hecho de convivir con personas, o por ser cura, o porque te ven distinto al resto de compañeros de trabajo, alguien te confía sus preocupaciones, sus problemas –pensemos en el Tsunami, que hemos vivido junto a muchos otros compañeros–. Pero ¿cuántos, ante estos grandes problemas de la vida, consiguen decir la palabra “Cristo”? Nos parece abstracta, nos parece inadecuada al drama que vive esa gente, nos parece algo pequeño comparado con el drama, y por eso no la decimos. No es que nos avergoncemos de decir “Cristo” con palabras: «Sí, yo soy cristiano»; el problema es que ante ciertas circunstancias de la vida, si uno no ha experimentado que Cristo vence en la realidad, que Cristo es capaz de cambiar las circunstancias, no tiene el valor de decir la palabra “Cristo”: se avergüenza. Y poco a poco la gente, como cada uno de nosotros, si ve que Cristo no le sirve, si no experimenta cómo Él ilumina los problemas de la vida concreta, antes o después, comienza a separarse de Él; si no sirve para vivir, entonces empezamos a vivir sin Él. Nosotros, la Iglesia, comenzamos a abandonar a la humanidad, y al final la humanidad abandona a la Iglesia. Porque, si no sirve, si no me acompaña, si no es verdaderamente útil para vivir el drama, si no es algo que introduce una novedad, el hombre dice: «¿Por qué debo creer? ¿Por qué debo seguir pegándome? Ni siquiera me lo planteo, no pienso en ello». Antes o después se separa, la distancia con respecto a Jesús empieza a vencer; pero no como algo intencionado: sucede; sucede que la distancia comienza a vencer, es decir, comienza ese proceso que termina en el nihilismo. Al separarse, uno ya no es capaz de ver la victoria de Cristo en el tiempo y en el espacio. En cambio su victoria está justamente en aquello que os ha apasionado, en el momento que vivimos. Por eso me rebelo siempre cuando alguien quiere quitarme el drama de la vida, porque el drama de la vida es lo que me hace gritar más, como el ciego Bartimeo, a Cristo, me hace correr más hacia Cristo, y por eso me hace ver, como el ciego, Su victoria en el tiempo. Sin que uno vuelva a tener una y otra vez esta experiencia, sin que uno, cada vez que sucede esto, desafíe a Cristo para poder ver Su victoria en el tiempo, empieza su derrota, empieza a abandonar a Cristo porque no le responde. Hace unos días estuve en Varigotti, donde Giussani pasó unos meses a finales de los años cuarenta, y he leído una carta que escribió a un amigo estando allí: le decía que las cosas que el Señor nos da, las dolorosas, y repetía, las más dolorosas, las más intensamente dolorosas, son las que nos proporcionan la ocasión de ir tras Jesús, y de ver Su victoria. Observad que el Evangelio está lleno de personajes que iban a buscar a Jesús desde su propio drama. Y allí se desvelaba continuamente quién era Jesús. Si queremos no abandonar a Jesús, que no venza la separación y por tanto el nihilismo, tenemos que entender que todo lo que sucede es una ocasión para una relación más verdadera con Jesús, para ver Su victoria. De lo contrario, antes o después, nosotros abandonamos a Jesús, la Iglesia comienza a abandonar a Jesús, a avergonzarse de Él; la Iglesia abandona a la humanidad y después la humanidad abandona a la Iglesia, porque una Iglesia que no responde al drama del hombre resulta inútil.

Esposito: Nos interesaría mucho saber qué quiere decir para ti, según tu experiencia personal, pertenecer a este pueblo nuevo que se forma milagrosamente, pertenecer a nuestra unidad. ¿A qué responsabilidad nos llama el encuentro con el cristianismo, no en abstracto, sino siguiendo estos acentos de verdad que has señalado? (pienso en el desafío que personas como don Giussani, Juan Pablo II o Benedicto XVI nos lanzan continuamente). ¿Cuál es nuestra responsabilidad personal en la pertenencia a este pueblo? Es una cuestión nos apremia a cada uno de nosotros, a los que estamos aquí y a los que siguen el acto en directo desde las otras salas (somos más de mil quinientos). A todos, desde el último que ha llegado hasta el doctor Michele Emiliano, alcalde de Bari, que está aquí acompañándonos y al que agradecemos su presencia, o el profesor Giovanni Girone, rector de nuestra universidad, o el profesor Renato Cervini, decano de la Facultad de Ingeniería en la Politécnica.

Carrón: El papa Benedicto XVI, cuando era todavía el cardenal Ratzinger, encontró una modalidad genial para responder a esta pregunta cuando celebró el funeral de Juan Pablo II; me impresionó mucho la palabra que utilizó para sintetizar con gran sencillez la vida de ese gran personaje que fue Juan Pablo II: «Sígueme». Respondiendo continuamente a esta petición de Jesús, en cada momento de su vida, Juan Pablo II ha sido para nosotros lo que hemos visto. ¿Cuál ha sido su responsabilidad? No hacer grandes cosas, porque nuestra responsabilidad se juega en este diálogo misterioso entre cada uno de nosotros y Cristo. Toda la homilía del entonces cardenal Ratzinger consistió en describir la vida de Juan Pablo II, un gigante de la fe de nuestro tiempo, como respuesta a esa iniciativa de Jesús que en cada momento de la vida le llamaba: «Sígueme, sígueme». Desde el principio, cuando nadie le conocía, cuando todo comenzó casi escondidamente en este diálogo misterioso; y toda su vida ha sido este diálogo misterioso con Cristo. Nuestra responsabilidad, amigos, es muy sencilla: responder, responder a Jesús. Cuando me pregunto por mi responsabilidad ahora, una responsabilidad que me había confiado don Giussani, digo: «No ha cambiado nada: yo debo responder a Jesús como le respondía antes, como trataba de responderle antes. En cada momento la modalidad con la que Él te llama reclama tu libertad. Ahora, delante de mil quinientas personas, no es distinto de cuando estaba en Madrid, casi de forma escondida. ¡Es lo mismo, amigos, lo mismo! Y hoy puedo decir que no como podía decir que no en Madrid, y hoy puedo decir que sí como podía decir que sí en Madrid. Nuestra modalidad es muy sencilla: decir que sí a la modalidad con la que Cristo nos llama. Y esto parece casi nada, pero es todo, porque en este “sí” está todo, porque hemos visto lo que ha sucedido en don Giussani, en Juan Pablo II: uno que dice que sí se convierte en testimonio, delante de todos, de la belleza que es Cristo. Y es capaz de despertar lo humano, de hacernos vivir la vida con una intensidad, con una vibración humana que no podíamos siquiera imaginar antes. Por eso nuestra responsabilidad en esta pertenencia es sencilla: hemos visto ante nuestros ojos, sentimos esta preferencia que se ha despertado delante de nosotros, y nuestra responsabilidad está llamada a responder. Toda nuestra responsabilidad está justamente en la respuesta que damos a la modalidad con la que Él ha despertado esta preferencia ante nuestros ojos. Y por eso es fácil, como lo es una preferencia; tan fácil que a veces uno no se da cuenta: le parece que no hace nada y en cambio lo hace, porque muchos pueden haber sido tocados y decir que no. Sin embargo aceptar esta preferencia es lo más sencillo y al mismo tiempo más fecundo para nosotros y para todos. Gracias.

Giovanni Girone: Me parece que vuestro aplauso atestigua el afecto que nos liga a Julián Carrón. El coloquio continúa, de una forma más plena. La mayoría de nuestras universidades está ligada a este movimiento, y creo interpretar su pensamiento dando las gracias a Julián por este espléndido testimonio que ha querido dejarnos, por la guía que seguirá ejerciendo, por la presencia de CL en nuestras universidades. Creo que el alcalde querrá añadir algo, porque Julián ha hablado de una presencia que no sólo es valiosa para las universidades, sino también para nuestra ciudad. Y ahora, como pequeño signo de atención quisiera entregar a don Julián Carrón el escudo de la Universidad de Bari.

Esposito: Esto estaba fuera de programa. Doy las gracias al Rector Magnífico, profesor Giovanni Girone, como agradezco la presencia del profesor Cervini, decano de la Facultad de Ingeniería, que es el que nos hospeda en esta casa: gracias por su hospitalidad. Si la ciudad de Bari quiere decir algo...

Michele Emiliano: Yo pongo en práctica rápidamente la llamada autorizada a la que hacía referencia don Julián: respondo enseguida que sí, en el sentido de que estoy verdaderamente feliz de estar aquí. Estoy presente como Michele Emiliano, debo ser sincero, y me importa mucho estar aquí en primera persona: a veces me olvido incluso de que soy el alcalde de una ciudad que vive un momento precioso. Y me permitirá, don Julián, que no diga muchas palabras, únicamente que desde esta tarde es aún más precioso, después de haberle escuchado. Porque ese «sígueme», ese decir «sí» creo que es una receta útil para todos, en particular para aquellos que en este momento tienen problemas especialmente graves, y que en ese decir «sí» piden ayuda para responder a las cosas que nosotros, de alguna forma, debemos hacer avanzar. Y me parece que la primera canción que hemos escuchado hoy [La strada; ndr.] tenía que ver con la idea de caminar, de avanzar. Creo que también la idea de este camino corresponde con admitir ante uno mismo –cosa nada fácil– que hay que decir que sí, porque de otra forma no se mueve nada.

Esposito: Como siempre, cuando las cosas no están programadas, podemos percibir en mayor medida si son verdaderas, como en este caso. Permitidme cerrar el encuentro de esta tarde dando las gracias a Julián, aunque ha sido mucho más explícito y elocuente vuestro aplauso. En cualquier caso, muchas gracias de verdad, gracias por la compañía que supones para el camino, y no solo por el encuentro de esta tarde. Porque para un hombre tener un punto de referencia en la vida, más o menos distante, más o menos cercano, es una posibilidad de respirar. Recuerdo a todos que la provocación de esta tarde es un método, no es solo un reclamo episódico. En nuestra experiencia este método se llama Escuela de comunidad. Y por tanto la invitación es, tanto para los que siguen este método desde hace cuarenta años como para los que están aquí por casualidad, por primera vez, a tener presente la utilidad de este método de comparación de la vida con la propuesta que se nos hace.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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