«No podemos pensar que el Señor, siendo padre, pueda querer para nosotros algo malo; aunque esta enfermedad pueda parecer un castigo, no lo es, porque cualquier cosa, ya sea feliz o dolorosa, encierra siempre un designio del Señor que he tenido la suerte de reconocer. Lo que más me conmueve, por encima de todo, es haber descubierto la vida dentro del dolor, lo cual me hace pensar a menudo en la muerte y resurrección de Cristo, casi como si este momento fuera mi Pascua». Cuando Andrea escribe esta carta tiene dieciocho años. Cursa el liceo en Siracusa y está afectado por una forma de leucemia que deja poco margen a una esperanza de curación. ¿Cómo es posible?
En septiembre de 2004 Andrea participó en el encuentro de los responsables de Gioventú Studentesca. «Enseguida me llamó la atención las ganas que tenía de vivir», cuenta don Giorgio Pontiggia que le acompañó durante los meses en los que estuvo ingresado en un hospital de Pavía. «A Andrea le impresionó la certeza que mostraban los chicos que conoció en el encuentro de GS y volvió a su casa entusiasmado. Empezó a vivir de otra manera también su enfermedad».
Andrea hablaba poco y se fijaba en todo. Quien iba a verle recuerda su mirada penetrante que te traspasaba. Un día, tras un largo silencio, preguntó a don Giorgio: «¿Por qué me ha tocado a mí esto?». «No lo se –le contestó–, pero sé una cosa con absoluta certeza: todo lo que sucede es para Dios y para nuestro bien».
Muy pronto en el hospital se dan cuenta de que este chico tiene algo especial. Lo señalan como un ejemplo: el sufrimiento es evidente, pero no hay rabia en su rostro. Al año la enfermedad se agrava y Andrea tiene que guardar cama durante cuarenta días. «Deseaba ardientemente volver a casa, ver Siracusa, volver a ver el mar...» recuerda don Giorgio: «¿Ves? –le dije un día en que nos quedamos a solas–, tenemos que pedir la curación y con ella la felicidad, el Paraíso. Incluso el mar se termina y nosotros lo anhelamos porque nos abre y nos ensancha el corazón. Me decía sólo que sí, que le seguía costando, pero en su rostro los signos del sufrimiento parecían menguar».
El día en que murió llegó al hospital la carta por la que hemos querido contar la historia de Andrea: cinco presos de Brúcoli, en Sicilia, habían sabido de él por un profesor que les daba clase en la cárcel; les había pedido que rezaran por Andrea y ellos escribieron una carta que se envió desde la cárcel. «Una amiga se la leyó –cuenta don Giorgio– y, luego, yo también se la leí a Andrea. Le decía: ¿ves?, la esperanza corona una fatiga como la tuya; como ellos, en la cárcel, están en paz y esperan, así estamos nosotros en nuestra prisión, que es la fragilidad del cuerpo, la enfermedad». Se serenó. Murió pocas horas después. «En ese instante entendí qué significa hacer la visita del Santísimo Sacramento: estar delante de aquel chico era como estar ante Cristo».
Durante su ingreso en el hospital Andrea fue una presencia, casi siempre silenciosa, pero real. Recuerda don Giorgio: «Todas las veces que entraba en el hospital se me acercaba alguien, un médico, una enfermera o un paciente, para preguntarme: “¿Es usted don Giorgio, el amigo de Andrea?”. Una vez, un chico de diecinueve años, que también se llamaba Andrea y que estaba ingresado en la habitación de enfrente de la de mi joven amigo, se me acercó y me dijo: “Me gustaría hablar con usted. Estoy empezando a recorrer el camino de Andrea”. Yo le dije: “Aprende de él”. “Tengo que hacer el examen de selectividad”. “El examen de tu vida”. Él me dijo: “No empiece a hablarme de Dios, no me interesa”. El día en que murió Andrea, ese chico me vio y me dijo: “¿Estaría dispuesto a venir aquí a verme, a hablar conmigo? ¿Sabe?, esas cosas de Dios...”. Me paraban para hablar conmigo por la presencia de Andrea, por su presencia me buscaban a mí». Don Giorgio recuerda una frase que escuchó de don Giussani: «Si uno pertenece, basta con que respire y es una presencia».
El martes 24 de mayo Andrea se fue, con diecinueve años. Todos estaban allí ese día con él, con ese chico que amaba el fútbol y el mar de su Sicilia. El personal del hospital se quedó estupefacto sobre todo ante la reacción de los padres, porque ellos, que eran los que más necesitaban consuelo, eran los que consolaban a todo el mundo. “No parecen unos padres a los que se les acabe de ir un hijo, tienen una paz inexplicable”, comentaban».
Al final del funeral que se celebró en Siracusa toda la clase de Andrea se acercó a saludar a don Giorgio: «Por favor, vuelva pronto, porque esto no ha sido un funeral sino una fiesta». «Nosotros, desde lejos, te recibimos con los brazos abiertos y te consideramos nuestro hermano... ¡Ánimo, Andrea! Lucha con nosotros», le escribieron a Andrea los cinco presos de Brúcoli. ¿Acaso hay algo más admirable en la vida que esta esperanza que no se acaba, que genera vida incluso en la muerte y un renovado deseo de vivir incluso dentro de los muros de una cárcel?
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