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Huellas N.6, Junio 2005

IGLESIA Benedicto XVI

Una compañía en camino

a cargo de Giuseppe Frangi

Una realidad donde la esperanza cobra fisicidad de muros y relaciones. Conversamos con el padre Sergio Massolongo, prior de la comunidad de los monjes benedictinos de la Cascinazza, en las afueras de Milán

El padre Sergio ríe. Por las ventanas, la Bassa milanesa resplandece bajo una luz de gloria. El cielo es de un azul intenso y corre una brisa que anuncia el verano. Ríe el padre Sergio porque en esta belleza esplendorosa siente el eco poderoso de la Belleza que lo alcanzó hace 30 años. En aquel entonces trabajaba en los ferrocarriles en Bolzano, con un pasado político y sindical al que se había entregado en cuerpo y alma, pero veía el desierto a su alrededor. Hasta que un día sin quererlo ni buscarlo llegó el encuentro casual con el naciente grupo de CL en Bolzano. Aquel día su vida que había perdido toda ilusión se topó con una esperanza absolutamente imprevista.
Hoy el padre Sergio Massolongo es el prior de la comunidad de los monjes del Monasterio SS. Pedro y Pablo en Buccinasco, popularmente conocido como la Cascinazza. Con él hemos querido retomar el hilo de esa esperanza que desde hace 30 años le alimenta en la vida cotidiana.

¿Qué hace de la esperanza una experiencia de vida y no solo una aspiración o una pretensión?
La misericordia de un encuentro que salva todo lo humano.
Un encuentro plenamente humano donde se advierte lo divino presente, que el Señor está aquí y que es para mí. La esperanza se convierte en una experiencia de vida por la gracia del encuentro con Cristo que toma toda mi vida y le otorga un nueva existencia: ¡todo consiste en Él! Este hecho, reconocido y aceptado, abre una mirada positiva hacia la vida en cualquier circunstancia que uno se encuentre, porque en el fragmento que tenemos entre manos aparece el comienzo de la plenitud final que el corazón anhela.
La esperanza no se apoya en una ideología, no es una utopía, sino un sentimiento que se fundamenta en la certeza de la presencia de Cristo, capaz de cambiar la vida y de cumplirla.
Para mí sigue siendo insuperable la síntesis del cartel de Pascua de 1996.

La esperanza es una certeza sobre el futuro
en virtud de una realidad presente.
Por tanto, es la presencia de Cristo,
que la memoria nos da a conocer,
lo que nos hace ciertos del futuro.
Y es posible así caminar sin detenerse,
tender sin límites,
por la certeza de que Él,
puesto que posee la historia,
se manifestará en ella.


Si la esperanza se apoya solo en las fuerzas humanas, decae en utopía. De ahí la impaciencia, la pretensión y la violencia en todas sus versiones.

¿Lo contrario de la esperanza es la desesperación, o la huida de la realidad?
Dice el Sal 61, 6-7: «Sólo en Dios descansa mi alma, porque él es mi esperanza; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar; no vacilaré». Sólo Dios puede ser el fundamento de la esperanza, el apoyo capaz de sostener al hombre en el camino hacia su felicidad.
San Benito nos recuerda en la Regla 4.4 que tenemos que «poner nuestra esperanza en Dios». Dios es fiel y es capaz de llevar a cabo sus promesas, de llevar a plenitud lo que ha empezado. Si en lugar de apoyarse en Dios el hombre se apoya en sus fuerzas, en sus capacidades, en su saber, se cierra a un horizonte infinito, se queda encerrado en el límite que establece su razón, atado a una imagen y su deseo queda frustrado. Y así huye en un sueño en el intento de dar consistencia al objeto de su imaginación. De esta manera, aun viviendo en la realidad, uno deja de tocarla, cae bajo las múltiples formas de la desesperación, de la desconfianza debida a la imposibilidad de conseguir por sí mismo lo que desea.
Este error de perspectiva es el pecado, es fruto de la desobediencia. No aceptamos ser amados por Dios, lo cual nos hace incapaces de amarnos a nosotros mismos y a los demás.
Claro que en la medida en que uno se da cuenta de ello, se arrodilla y pide perdón, puede volver a empezar siempre. Por ello, san Benito nos exhorta a «no desesperar nunca de la misericordia de Dios» (Reg 4,74), porque el amor de Dios es más grande que todos nuestros pecados.

¿En qué sentido vuestra experiencia es una esperanza para todos los hombres?
Don Giussani nos dijo una vez: «La comunidad cristiana no tiene nostalgia de la vida monástica, tiene nostalgia de que Cristo se manifieste...»; y continuaba: «ahora bien, ¿dónde se hace más patente la manifestación de Cristo? ¡En la vida monástica! Porque todo en nosotros es para edificar el cuerpo de Cristo». Todo lo que somos es para que Cristo se vea, esté presente en el organismo de la vida, de manera que en el caos de este mundo comience a alborear una humanidad distinta, verdadera, ordenada al destino final.
El signo que manifiesta que Cristo está presente es la comunión entre los hermanos, el milagro de una unidad humanamente imposible, una unidad todavía imperfecta pero real.
Encontrando un lugar así, puede en el hombre encenderse la esperanza de que la vida tenga un sentido. El Monasterio dice que existe la posibilidad de conseguir el cumplimiento de la propia humanidad. ¡Dice que Cristo basta!
Existe un lugar donde el perdón y la misericordia de Dios son acogidos y regeneran lo humano. Este lugar es la Iglesia, es el Monasterio.

También san Benito vivió en un momento muy duro de la Historia. ¿Cómo planteó la cuestión de la esperanza para los hombres de su tiempo?
San Benito tuvo el valor de la fe, de responder “yo” a la llamada de Dios. ¡Todo está allí! Toda la fecundidad de san Benito se debe a que fue instrumento en las manos de Dios. Dejándose poseer por Dios hizo renacer el yo de muchas personas. No hizo cosas extraordinarias, fue simplemente él mismo y testimonió con su existencia que la salvación está presente.
De nuestra respuesta a Cristo depende la posibilidad de que todo y todos se cumplan. San Benito advirtió esta responsabilidad y no la dejó escapar. Del sí a Cristo brotó la pasión por lo humano y, de ahí, una cultura que ha fundado lo que es Europa. Una cultura en la que cada pueblo hallaba su unidad y lo mejor de sí mismo por la presencia de Cristo.
Todo esto se vio embrionariamente en la vida común de los monjes en los monasterios. Mediante la belleza que esa unidad expresaba, la gente entendía que el Misterio de Dios estaba en la historia. Recientemente, un sacerdote, en el cortijo del monasterio, me dijo estupefacto: «¡Qué silencio hay aquí!». Yo me quedé muy sorprendido porque en ese momento no había silencio alrededor. Se oía el ruido de fondo de los coches que circulan por la circunvalación y el ruido de los tractores en los campos. Evidentemente este sacerdote ha oído otro silencio, ha oído el motivo por el que estamos aquí: Jesucristo. Es un grito más fuerte que cualquier ruido.

¿Qué nexo hay entre esperanza y felicidad?
Dios es el objeto de la esperanza y sabemos que se hizo hombre para ayudarnos a alcanzar nuestra felicidad. Cristo es el destino que se dona en el presente para ayudarnos a caminar hacia Dios. Por lo tanto, creer en Cristo sostiene un deseo lleno de confianza, certeza y seguridad. Incluso en las pruebas y las tribulaciones no se nos niega el premio porque sabemos, como dice san Pablo, «en quien hemos confiado».

¿De qué manera la obediencia y la oración incrementan la esperanza?
La felicidad se encuentra en hacer la voluntad de Dios. ¿Cómo puedo saber qué quiere Dios de mí? Mediante la obediencia a lo que él me propone a través de la Regla, esto es, a través de mi adhesión a la forma de enseñanza, a la compañía mediante la cual Cristo se me hace presente hoy.
La obediencia a la Regla asegura el camino, libra de las ilusiones, corrige los errores, ayuda a reanudar el camino. No se puede esperar en el propio cumplimiento sin pedir continuamente a Cristo que lo realice; es decir, sin oración, sin pedir, sin mendigar a Cristo en la vida de la comunidad. La oración es posible solo ante uno que existe, ¡que está presente! Como decía Teresita del Niño Jesús: «Tu amor es mi esperanza y yo quiero arder en él».

La esperanza a veces choca con el obstáculo del tiempo. La experimentamos en ciertos momentos, pero es más difícil que permanezca. ¿Por qué?
Para permanecer en el encuentro originario hace falta una conversión continua. No se alcanza el objetivo sin aceptar este cambio continuo; sin pasar por la muerte de Cristo no se llega a la resurrección. Si tenemos miedo de este sacrificio nos detenemos y así el fin se aleja. Dios está pero no tiene que ver con nosotros. Quien no avanza en el seguimiento de Cristo, retrocede. Quien dice que mora en Cristo debe caminar como caminó Él. Si pierdes el contacto con Él por tu pereza, el camino se hace más difícil y fatigoso. «Nuestro progreso no consiste en presumir de que hemos llegado a la meta, sino en tender continuamente a ella», decía san Bernardo en la frase que fue lema del Meeting de Rímini 2004.

¿Qué es lo que sostiene la esperanza como tensión a la meta?
En primer lugar “un nuevo inicio siempre es una gracia, el volver a acontecer de una Presencia que se nos impone y, al tocarnos, nos despierta. El toparse con una realidad humana nueva que hace presente el origen. La esperanza se ve sostenida por una compañía en camino hacia la meta, una compañía vivida, sufrida, renovada cada día. Y por la paciencia. El tiempo que pasa, en lugar de alejarnos, nos acerca cada vez más al punto de donde brota nuestro ser. El tiempo desvela la plenitud misterios que ya se ha realizado y la paciencia nos permite entrar en posesión de ella. San Zeno de Verona decía: «La paciencia dona a la pobreza de andar contenta, poseyéndolo todo, cuando todo lo soporta», es decir, cuando todo lo ofrece.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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