Comienza a ser habitual negar la realidad; por ejemplo, toparse con los comentarios que ofrece el programa de mano en un concierto que niegan la profunda religiosidad de Johann Sebastian Bach. Una provocación que induce a contar los hechos reales y dar a conocer al gran autor, a su música y a su familia
No se puede acudir a un concierto de música clásica sin una clara disposición a dejarse sorprender. Uno debe ir esperanzado en que surja algo imprevisto, siempre y cuando, claro está, se den dos condiciones. La primera es que provenga de los intérpretes y la segunda que suponga una mejora a la expectativa que uno lleva. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, comienza a ser habitual toparse con ciertos intentos, por parte de personajes secundarios, de acaparar el protagonismo de estos eventos.
El caso que da pie a estas líneas, se produjo no hace mucho tiempo. Faltaban unos pocos días para la Semana Santa y el programa nos desafiaba con una prometedora Pasión según San Juan, de Johann Sebastian Bach, de modo que allí nos presentamos dispuestos a disfrutar de una bella velada musical.
Entre otras curiosidades
En los minutos previos al inicio del concierto, se suele aprovechar el tiempo leyendo los comentarios que ofrece el programa de mano y fue precisamente allí, por cuenta del comentarista, donde brotó la primera gran sorpresa de la noche.
Aquel buen hombre, de cuyo nombre difícilmente me acordaré algún día, entre otras curiosidades, se despachaba –sin el mínimo rubor– con un comentario que se adentraba sobradamente en el terreno de la estupidez. Venía a decir que Johann Sebastian Bach sólo disfrutaba escribiendo música de cámara, más aún y concretando, que no le gustaba escribir música religiosa, pero que no tuvo más remedio que componerla porque trabajaba para una iglesia y esta condición le obligaba a escribirla, muy a su pesar.
Insistía el ciudadano, refiriéndose a las continuas disputas que Bach solía tener con sus superiores, a tenor de la organización de la música que sería interpretada en los servicios religiosos –ciertamente las tuvo, aunque por otras causas– y aportaba este dato como prueba de su aseveración.
Una pretensión violenta
Afortunadamente, los aplausos del público por la aparición en escena de los intérpretes interrumpieron aquella situación y me rescataron de aquel estado de irritación, sumiéndome en algo más de dos horas de un magnífico espectáculo.
Los argumentos de aquel individuo no habrían pasado de ser una mera anécdota si no fuera porque este tipo de posiciones se vienen repitiendo con cierta frecuencia. Así que no es de extrañar que aquellos comentarios volvieran de nuevo a mi mente, posiblemente potenciados por la belleza de lo que acabábamos de disfrutar. Y es que ya no se trata de discutir la influencia del hecho cristiano en la obra de cualquier autor, sino que ahora, lo que se pretende es simplemente negar la realidad.
Es este un criterio que, en el caso concreto de Johann Sebastian Bach, se cae por su propio peso porque son muchísimas las evidencias que permiten calificarlo como un hombre de una gran religiosidad, pero que, sin embargo, en otros casos puede alcanzar cierto éxito.
Para agradecer tanto bien recibido
Efectivamente, tan solo necesitamos una escucha atenta de la obra para comprobar cómo Bach se siente Pedro en la negación y esbirro en la flagelación. Se siente partícipe de la culpa y aprovecha cualquier resquicio para implorar la misericordia divina. Bach es un hombre que se siente depositario de un gran don y reconoce continuamente que no es digno de todo lo que el Señor ha depositado en él. De ahí su necesidad de utilizar su música para agradecer tanto bien recibido.
Pero quiero abundar en esta evidencia –la influencia de su religiosidad en su obra– abandonando el terreno de la percepción personal para entrar en el dato concreto aportado por las personas que vivieron junto a él, por ejemplo la narración de los últimos momentos de la vida del gran músico que realiza su esposa, Ana Magdalena, en su Pequeña Crónica. Allí se cuenta cómo su yerno, Cristóbal Altnikol, y la propia autora de ese pequeño libro de memorias, se alternaban en los cuidados a Johann Sebastian Bach durante los últimos días de su vida, ya totalmente ciego y maltrecho por la enfermedad.
El testimonio de los familiares
La mujer que compartió con el gran Bach los últimos veintitrés años de su vida no es el único ejemplo de cómo la religiosidad del autor imprime un carácter especial en su obra. Para ello fijaremos nuestra atención en uno de los asistentes a la escena que relata Ana Magdalena.
Se trata de su hijo menor Johann Christian Bach (1735-1782). Cuando sucedió la muerte de su padre, contaba con tan solo quince años y fue uno de los que le cantaron esa última cantata, arrodillados alrededor de su lecho.
Debió ser un gran impacto para él presenciar cómo Dios concedía ese último favor a su amado padre, permitiéndole de nuevo la visión para poder despedirse de esta vida. El gran Bach había perdido la vista unos años antes debido tanto a los esfuerzos realizados en su juventud, como a la desafortunada actuación de un afamado cirujano inglés que le operó los ojos en dos ocasiones.
Este joven, educado en la más pura y firme tradición luterana. Alumno de la escuela de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, de la que su padre era Cantor; este joven acostumbrado a diario, nada más levantarse a las seis de la mañana, a situarse junto a sus padres y al resto de sus hermanos, alrededor del clave para entonar un canto de alabanza a Dios por el nuevo día concedido; este joven que presenció cómo Dios concedía un último milagro a su padre; vería cómo su vida tomaba un rumbo totalmente diferente al esperado, como consecuencia de un acontecimiento extraordinario.
El último de los hijos varones
El joven Johann Christian había nacido en Leipzig el 5 de septiembre de 1735 y era el último de los hijos varones –dieciocho en el orden cronológico– del gran Bach. A lo largo de sus dos matrimonios había tenido veinte, de los cuales pasó por el doloroso trance de enterrar a once.
Su propio padre se encargó de iniciarle en sus estudios musicales desde los 5 años. Después tendría como maestros a Johann Elias, Schneider y al citado Cristóbal Altnikol, marido de su hermana. Tras la muerte de su padre, sería su hermano Carl Philipp Emmanuel el que se encargaría de completar su instrucción musical.
Para Johann Christian era habitual todas las noches, después de la cena, sentarse en el suelo, a los pies de su padre, para escucharle contar historias de su juventud, o lecciones magistrales sobre la técnica musical. En estas veladas, el gran Bach le había hablado muchísimo de los músicos italianos de los que tanto había aprendido.
Intrigado por las indicaciones de su padre, el joven Christian se puso en camino, cuando tan solo contaba con 19 años de edad, llegando a Milán en el año 1754, donde ocuparía el cargo de maestro de capilla en la casa del conde Litta. Poco después se trasladaría a Bolonia, donde se inscribió en las clases del padre Martín, el más afamado pedagogo musical de la época, para aprender con él contrapunto y polifonía.
La conversión de Johann Christian Bach
Un acontecimiento extraordinario debió desbordar su vida en aquella estancia Boloñesa, algo maravillosamente inesperado debió ocurrir, porque, a pesar de sus firmes antecedentes, el fruto de aquella relación con su nuevo maestro –el padre Martín– y con el resto de sus compañeros de estudios, fue su conversión al catolicismo en 1757.
¿Cómo tuvo que ser aquel encuentro para que aquel joven –tenía 22 años– decidiera convertirse al catolicismo? Sin duda fue algo realmente excepcional, no solamente por que el hecho superara su sólida formación luterana o sus problemas familiares, que sabría aparecerían después, sino a juzgar por las consecuencias del mismo en el terreno de su actividad artística.
Finalizados sus estudios regresaría a Milán, donde fue organista del Duomo, para más tarde instalarse definitivamente en Londres, donde años después sería maestro y amigo de un joven extraordinario que tan solo contaba ocho años, W. A. Mozart.
La conversión de Johann Christian Bach le ocasionó la ruptura inmediata de toda relación con su familia, ninguno de cuyos miembros volvería a hablarle jamás, pero por contra, nos dejó unas bellísimas páginas de música religiosa, escritas todas ellas durante su estancia italiana.
La Salve Regina del joven Bach
En este sentido es necesario centrar nuestra atención sobre su Salve Regina, una obra de énfasis virtuoso para soprano ligera y orquesta de cuerdas, que se constituye en extraordinario monumento pleno de sensibilidad y desbordante de amor. El joven Bach refleja en esta obra, fielmente, la plenitud que experimentaba su corazón tras aquel acontecimiento.
La obra se inicia en un largo magnífico sobre la palabra “Salve”, que capta por completo la atención del oyente, y a lo largo de los seis fragmentos en que se distribuyen las estrofas de la oración, el autor va desplegando un abanico de oportunidades para que la soprano desarrolle con brillantez sus habilidades vocales, siempre dentro de un devoto ambiente plagado de sensibilidad y dulzura. Para el joven Bach, al igual que para su padre, el talento es un don Divino y el autor hace que la protagonista de la obra recorra una amplia gama de tesituras a modo de agradecimiento y servicio al Señor.
Una obra maestra, surgida como consecuencia de un encuentro que cambió una vida, un encuentro, por otra parte, similar al que cualquiera de nosotros haya podido experimentar. Una obra, en suma, para disfrutar. Y en este sentido, para finalizar y destinado a los curiosos que decidan no pasar por alto este consejo, la discográfica CPO ha editado una extraordinaria versión a cargo de la maravillosa soprano Emma Kirkby, acompañado por L’Orfeo Barockorchester bajo la dirección de Michi Gaigg. ¡Merece la pena buscarla!
BOX
La narración de los últimos momentos de la vida de Bach que realiza su esposa, Ana Magdalena, en su Pequeña Crónica
Cristóbal me contó que Sebastián había estado durante una hora tan quieto y silencioso, que le había creído dormido, cuando, de pronto, se incorporó y le dijo: «¡Cristóbal, trae papel! ¡Tengo música en la cabeza! ¡Escríbela por mí!».
Cristóbal corrió por papel, pluma y tinta y escribió al dictado de Sebastián. Al concluir, éste dejó caer la cabeza exhalando un suspiro y susurró, tan bajito que Cristóbal apenas pudo oírle: «Es la última música que compondré en este mundo». Luego durmió unas cuantas horas, durante las cuales pareció que le habían abandonado todos sus padecimientos.
Cuando, con las primeras luces del amanecer, volví a la habitación, Cristóbal me enseñó el manuscrito y me contó lo que había sucedido: «¡Mira qué hermoso es! –exclamó–. “Ante tu trono me presento”. ¡Cómo lucha su alma entre el dolor y la oscuridad, cómo la suave melodía va desde las tinieblas a la claridad celeste!». Pero yo tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía leer; miré el rostro de Sebastián sobre la almohada y comprendí que aquél era su último canto, como el del cisne. Me acerqué a la ventana, corrí un poco las cortinillas, miré cómo el sol del amanecer iba coloreando el cielo y procuré retener las lágrimas para que mi llanto no interrumpiese el sueño pacífico de mi amado.
No sé cuánto tiempo permanecí así, con una sensación mezcla de aflicción y de gloria. Al cabo de un rato oí su voz apagada que me llamaba: «¡Magdalena querida, acércate!». Al oír el tono tembloroso de su voz me volví como si me hubiera atravesado una flecha. Cristóbal había salido, y me precipité sobre su lecho. Con los ojos muy abiertos, miraba hacia mí ¡y me veía! ¡Sus ojos, apagados por el esfuerzo y el dolor, se habían vuelto a abrir y tenían un brillo doloroso!
Fue el último regalo que le hizo Dios; devolverle la vista poco antes de su fin. Volvió a ver el sol, vio a sus hijos y me vio a mí y al nietecito que le tendía Lieschen y que llevaba su nombre. Yo le acerqué una magnífica rosa roja, y su mirada se posó en el brillante color. «Magdalena –me dijo–, adonde voy veré colores más hermosos y oiré la música que hasta ahora sólo hemos podido soñar. ¡Y mis ojos verán al mismísimo Señor!».
Estaba inmóvil, tenía mi mano en la suya y parecía estar viendo la imagen con que había soñado toda su vida, la imagen del Altísimo, al que había servido con su música.
Pero cada vez se veía más claro que se acercaba su fin. «¡Tocad un poco de música! –dijo, mientras nos arrodillábamos junto a su lecho–. Cantadme una hermosa canción sobre la muerte, que ha llegado mi hora». Yo vacilé un instante, no sabiendo qué música escoger para aquellos oídos que pronto oirían la música celeste. Pero Dios me inspiró y empecé a cantar el coral “Todos los hombres tienen que morir”, para el cual había escrito él un preludio en mi cuadernito de órgano. Los demás me siguieron y cantamos a cuatro voces. Mientras cantábamos, una expresión de paz se fue reflejando en el rostro de Sebastián. Parecía que ya se había alejado de las miserias de este mundo.
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