Figura destacada de la teología ortodoxa, profesor en el Instituto San Sergio de París relata sus encuentros con don Giussani. Desde el Meeting a los Dolomitas
Conocí a monseñor Giussani –entonces se llamaba simplemente don Giussani– durante un Meeting de Rímini, encuentro del que él había sido el inspirador, el impulsor, y en el que participaba desde hacía algunos años. Estaba impresionado por la inteligencia y la belleza de tal iniciativa, por la voluntad de hacer descubrir a los jóvenes libremente todos los aspectos, incluidos los más trágicos, de la cultura contemporánea (recuerdo una exposición dedicada a Francis Bacon). Y también estaba sorprendido por la calidad de la acogida, aunque nunca me dejaron tiempo para darme un baño en el mar. Estaba sorprendido sobre todo por ver a todos aquellos jóvenes, prodigiosamente atentos, algunos entusiastas, pero también capaces de evocar con realismo una condición a menudo difícil.
Un sentido prodigioso del misterio cristiano
En el curso de uno de estos eventos conocí a don Giussani. Unía en sí fuerza y bondad. Mostraba un sentido prodigioso del misterio cristiano como misterio de vida, una vida verdaderamente sin límites.
Durante un Meeting tuve la ocasión de hablar delante de él en una conferencia. No recuerdo los detalles de mi intervención, aunque sí que fue recibida con aceptación. Pero cuando él tomó la palabra me sentí arrollado por la potencia de su lenguaje, una potencia al mismo tiempo vital y espiritual. Disponía de una media hora. Habló durante una hora y media sin que nadie se diese cuenta del paso del tiempo. Cientos de jóvenes atendían fascinados por su discurso brillante, en gran parte improvisado, que incluía desde anécdotas familiares a la teología más pura. No se trataba sólo de teología, sino de poesía, pues a Giussani le gustaba hacer largas citas de los grandes poetas.
Poco a poco nos hicimos amigos. Me invitó varias veces a visitarle. Me contó su aventura: cómo había interrumpido su carrera de profesor después de haber conocido en un tren, si mal no recuerdo, a unos jóvenes que se decían con gusto cristianos, pero que no sabían nada del cristianismo. Habían recibido el bautismo, pero no sabían nada del él. Entonces se le planteó a don Giussani su verdadera vocación: introducirles a comprender lo que significaba ser cristianos, hacerles descubrir el Evangelio y conocer a Cristo.
Detestaba los miedos, las prohibiciones, así como los rechazos paralizantes. Hace falta intensificar la vida, decía; se purificará sola.
A través del fuego
Un día me explicó por qué le habían gustado estas dos palabras, hasta el punto de unirlas: comunión y liberación. En el gran pensamiento ruso, en Chomjakov precisamente, había descubierto que la Iglesia o es comunión o se queda en nada. En cuanto comunión, ella libera al hombre de su soledad infeliz, de su triste individualismo.
Me hablaba además de sus proyectos, que se han realizado casi todos. Yo he visto desarrollarse algunos de ellos. Recuerdo en particular un encuentro en los Dolomitas, en el que conocí a dos grandes escultores que trabajan con la forja con los que luego me encontraría de nuevo en Francia. No a través del miedo, sino a través del fuego, decía don Giussani. Es como si hubiese presentido y preparado la venida providencial de Juan Pablo II. Desde entonces he leído regularmente sus artículos en Huellas.
«Llegó a ser esto, o aquello», me dicen. ¿Qué importa? Fue un gigante, un gigante de la fe, y como tal yo le honro.
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