ZP necesitaba encontrar alguna opresión que resolver, algún derecho que tutelar añorando las utopías del 68. El cambio del Código Civil le permite presentarse como el revolucionario que ha reconocido un “derecho conculcado” por Occidente durante siglos. En realidad con esta reforma quedará abolida la riqueza que la diferencia entre los sexos proporciona a toda la vida social
Zapatero necesitaba una revolución. En los primeros meses de su presidencia lo tuvo fácil. La retirada de las tropas de Iraq le convirtió en un líder pacifista, un héroe capaz de hacer frente al Imperio. Pero ZP no podía vivir toda la legislatura de esa decisión. Era necesario encontrar alguna opresión que resolver, algún derecho que tutelar. Necesitaba pronto algún programa rompedor que estuviera a la altura de su perfil radical. No parecía tarea fácil. La Carta Magna del 78 es de las más nuevas del mundo occidental y recoge casi todas las generaciones de derechos constitucionales que se han sucedido hasta el momento.
El derecho a la educación
España es, además, un país en el que la conciencia de clase hace mucho que ha desaparecido y a la inmensa mayoría de los trabajadores les interesa mucho más su prosperidad individual que una reivindicación organizada que presentar al Gobierno. No había dónde rascar en el terreno laboral. Hay, desde luego, muchos derechos que están todavía en mantillas y, en algunos casos, se han producido importantes retrocesos.
Es el caso del derecho constitucional a la educación: el Informe Pisa nos ha hecho saber que nuestros escolares son de los peores formados de todo Occidente. Puestos a elegir una transformación social de calado, ésta no hubiera sido superficial. Pero parece que la reforma educativa de Zapatero se hace esperar. Es un cambio que requiere tiempo y no es nada vistoso.
Tampoco es fácil, por ejemplo, propiciar una auténtica conciliación de la vida profesional y laboral en un país en el que el 48 por ciento de la población cree que si una mujer quiere tener hijos debe abandonar el trabajo. Y encabezar la revolución de la política familiar –también estamos a la cola europea en este capítulo– le sonaba a cosa de la derecha.
Menos esfuerzo y más carácter simbólico
Hacía falta una revolución rápida, muy sonora. Como la que hicieron los jacobinos en la época de la Convención cuando al denominar al fiesta dominical como “decadi” sustituyeron la memoria de Cristo resucitado por la celebración del Progreso. Pero Zapatero, que no es un cabeza loca, había sabido prever. Había incluido en el programa electoral la toma de la bastilla heterosexual: el matrimonio para personas del mismo sexo. Los programas electorales no se escriben para ser cumplidos, se escriben para ocasiones como esta. La operación requiere menos esfuerzo que la toma del palacio real pero tiene también un fuente carácter simbólico. No necesita mucho empeño. El cambio del Código Civil le permite presentarse como el revolucionario que ha reconocido un “derecho conculcado” por Occidente durante siglos. No podía limitarse a conceder efectos jurídicos a las 10.000 uniones de personas del mismo sexo que están censadas. Eso hubiera sido demasiado modesto.
La homofilia cultural
Zapatero, con esta reforma, se apropia de la homofilia cultural. Se trata de una corriente que tiene profundas raíces. Nuestra Europa a veces parece un inmenso gimnasio que apesta a cerrado y otras un desquiciado quirófano. Un inmenso gimnasio en el que todo el mundo se tortura para cambiar sus formas. Un quirófano en el que la obsesión por modificar el rostro que hemos heredado de nuestros padres está generando una nueva raza hija de la silicona. El deseo de felicidad se expresa, más que nunca, como revuelta violenta contra la fisonomía con la que cada uno ha venido al mundo.
Fisonomía física, sexual, cultural, temperamental, espiritual... La identidad que nos viene dada es, por fuerza, algo malo y algo que nos limita, algo de lo que tenemos que librarnos. La única identidad que nos vale es la que podemos construir con nuestra voluntad.
Abolición de la diferencia
Esta actitud en el campo sexual se traduce en un rechazo, hasta ahora inédito, de la diferencia con la que nos marca la naturaleza. Occidente ha modificado varias veces su valoración de la homosexualidad a lo largo de la historia. Pero siempre ha reconocido que existen dos sexos, que el hombre y la mujer son distintos y que esta diferencia produce una apasionante dramaticidad. En este comienzo del Siglo XXI, la ideología del genero –muchos no la conocen pero han asumido sus postulados– teoriza que no hay sexos, que las fisionomías diferenciadas son un producto cultural. Cada persona, a través de opciones sucesivas, se adscribe a uno de los numerosos géneros (homosexual, bisexual, heterosexual... la lista está siempre abierta). Para defender esa ideología de genero, potentes grupos de poder fomentan la difusión de la homofilia. Se apoyan para ello en las injusticias, absolutamente rechazables, que ha provocado la homofonía. En este contexto, muchos que no se habían planteado su identidad sexual como algo problemático deciden “cambiar de genero”.
Un último paso
Buscan con ese cambio unas relaciones menos marcadas por la “inseguridad” que provoca el “otro distinto”. La homofilia da un último paso al convertir esa forma violenta de buscar la felicidad en una reivindicación jurídica. Esa es la raíz última de esta reforma. No se trata de atender la necesidad de un grupo social sino de conseguir que el ordenamiento jurídico, en lo que tiene de síntesis de los valores mínimos comúnmente admitidos, deje de reconocer la diferencia. Primero quedó abolida la diferencia sexual, con esta reforma quedará abolida la diferencia que en la vida social provocan los sexos. No queremos vivir ni en un gimnasio ni en un quirófano.
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