Homilía en la Basílica de San Juan de Letrán. Roma, 7 de mayo de 2005
Este día, en el que por primera vez puedo sentarme en la cátedra del obispo de Roma, como sucesor de Pedro, celebramos la Ascensión del Señor. En el centro de este día, encontramos a Cristo. Y sólo gracias a Él, gracias al misterio de su ascensión, logramos comprender el significado de la cátedra, que a su vez es el símbolo de la potestad y de la responsabilidad del obispo. Entonces, ¿qué nos quiere decir la fiesta de la Ascensión del Señor? No nos quiere decir que el Señor se ha ido a algún lugar alejado de los hombres y del mundo. La Ascensión de Cristo no es un viaje en el espacio hacia los astros más remotos; pues en el fondo, también los astros están constituidos de elementos físicos como la tierra. La Ascensión de Cristo significa que ya no pertenece al mundo de la corrupción y de la muerte, que condiciona nuestra vida. Significa que pertenece completamente a Dios. Él, el Hijo Eterno, ha llevado nuestro ser humano a la presencia de Dios, ha llevado consigo la carne y la sangre de forma transfigurada. El hombre encuentra espacio en Dios, a través de Cristo; el ser humano ha sido llevado hasta dentro de la vida misma de Dios. Y, dado que Dios abraza y sostiene a todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias al hecho de estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre. Cada uno de nosotros puede tutearle, cada uno puede dirigirse a Él. El Señor se encuentra siempre al alcance de nuestra voz. Podemos alejarnos de Él interiormente. Podemos vivir dándole las espaldas. Pero Él nos espera siempre, y siempre está cerca de nosotros.
Recibirá de lo mío
Hoy aprendemos también algo más sobre la manera concreta en la que el Señor se encuentra junto a nosotros. El Señor promete a sus discípulos su Espíritu Santo. La primera lectura nos dice que el Espíritu Santo será «fuerza» para los discípulos; el Evangelio añade que será guía hacia la Verdad plena. Jesús les dijo todo a sus discípulos, pues él es la Palabra viviente de Dios, y Dios no puede dar algo más que a sí mismo. En Jesús, Dios se nos dio totalmente a sí mismo, es decir, nos dio todo. Además de esto, o junto a esto, no puede haber otra revelación capaz de comunicar algo más o de completar, en cierto sentido, la Revelación de Cristo. En Él, en el Hijo, se nos dijo todo, se nos dio todo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por este motivo la misión del Espíritu consiste en introducir a la Iglesia de manera siempre nueva, de generación en generación, en la grandeza del misterio de Cristo. La Iglesia no presenta nada diferente o nuevo junto a Cristo; no hay ninguna revelación pneumática junto a la de Cristo, como algunos creen, no hay un segundo nivel de Revelación. No: «Recibirá de lo mío», dice Cristo en el Evangelio (Jn 16, 14). Y, al igual que Cristo, sólo dice lo que escucha y recibe del Padre, el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. «Recibirá de lo mío». No nos lleva a otros lugares, alejados de Cristo, sino que nos hace penetrar cada vez más adentro de la luz de Cristo. Por este motivo, la revelación cristiana es, al mismo tiempo, siempre antigua y siempre nueva. Por este motivo, todo se nos ha dado siempre y ya. Al mismo tiempo, toda generación, en el inagotable encuentro con el Señor, encuentro mediado por el Espíritu Santo, aprende siempre algo nuevo.
Todo cristiano es testigo
De este modo, el Espíritu Santo es la fuerza por la que Cristo nos hace experimentar su cercanía. Pero la primera lectura deja también un segundo mensaje: seréis mis testigos. Cristo resucitado tiene necesidad de testigos que se hayan encontrado con él, que le hayan conocido íntimamente a través de la fuerza del Espíritu Santo. Hombres que, habiéndole tocado con la mano, por así decir, puedan testimoniarle. Fue así como la Iglesia, familia de Cristo, creció desde «Jerusalén… hasta los confines de la tierra». A través de testigos se construyó la Iglesia, comenzando por Pedro y Pablo, por los Doce, hasta todos los hombres y mujeres que, llenos de Cristo, en el transcurso de los siglos, han vuelto a encender y encenderán de nuevo de manera siempre nueva la llama de la fe. Todo cristiano, a su manera, puede y debe ser testigo del Señor resucitado. Cuando leemos los nombres de los santos, podemos ver cuántas veces ante todo han sido –y siguen siendo– hombres sencillos, hombres de los que surgía –y surge– una luz resplandeciente capaz de llevar a Cristo.
Una sinfonía de testimonios
Pero esta sinfonía de testimonios está dotada también de una estructura claramente definida: a los sucesores de los apóstoles, es decir, a los obispos, les corresponde la responsabilidad pública de hacer que la red de estos testimonios permanezca con el pasar del tiempo. En el sacramento de la ordenación episcopal se les confiere la potestad y la gracia necesarias para ejercer este servicio. En esta red de testigos, al sucesor de Pedro le corresponde una tarea especial. Pedro expresó en primer lugar, en nombre de los apóstoles, la profesión de fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Esta es la tarea de todos los sucesores de Pedro: ser la guía en la profesión de fe en Cristo, el Hijo del Dios vivo. La cátedra de Roma es, ante todo, cátedra de este credo.
Cátedra de este credo
Desde lo alto de esta cátedra, el obispo de Roma está obligado a repetir constantemente: «Dominus Iesus». «Jesús es el Señor», como escribió Pablo en sus cartas a los Romanos (10, 9) a los Corintios (1Co 12, 3). A los corintios, con particular énfasis, les dijo: «aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra… para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre…; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1Co 8, 5). La cátedra de Pedro obliga a sus titulares a decir, como hizo Pedro en un momento de crisis de los discípulos, cuando muchos querían irse: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68 ss). Quien se sienta en la cátedra de Pedro tiene que recordar las palabras que el Señor dijo a Simón Pedro en la Última Cena: «Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos…» (Lc 22, 32). El titular del ministerio petrino tiene que tener la conciencia de ser un hombre frágil y débil, como son frágiles y débiles sus propias fuerzas, necesitado constantemente de purificación y conversión. Pero puede también tener la conciencia de que del Señor le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y mantenerles unidos en la confesión de Cristo, crucificado y resucitado. (...)
Potestad de enseñanza
El obispo de Roma se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo. De este modo, la cátedra es el símbolo de la «potestas docendi», esa potestad de enseñanza que constituye una parte esencial del mandato de atar y desatar conferido por el Señor a Pedro y, después de él, a los Doce. En la Iglesia, la Sagrada Escritura, cuya comprensión crece bajo la inspiración del Espíritu Santo, y el ministerio de la interpretación auténtica, conferido a los apóstoles, se pertenecen mutuamente de manera indisoluble. Allí donde la Sagrada Escritura es extraída de la voz viva de la Iglesia, se convierte en víctima de las disputas de los expertos. Ciertamente todo lo que éstos pueden decirnos es importante y precioso; el trabajo de los sabios nos es de notable ayuda para poder comprender el proceso vivo con el que creció la Escritura y comprender así su riqueza histórica. Pero la ciencia por sí sola no puede ofrecernos una interpretación definitiva y vinculante; nos es capaz de darnos, en la interpretación, esa certeza con la que podemos vivir y por la que también podemos morir. Para ello se necesita la voz de la Iglesia viva, de esa Iglesia confiada a Pedro y al colegio de los apóstoles hasta el final de los tiempos.
Garantía de obediencia
Esta potestad de enseñanza da miedo a muchos hombres dentro y fuera de la Iglesia. Se preguntan si no es una amenaza a la libertad de conciencia, si no es una presunción que se opone a la libertad de pensamiento. No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato a servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, comporta un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Por el contrario, el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. Él no debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente y vincular a la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, ante los intentos de adaptarse y aguarse, así como ante todo oportunismo. Lo hizo el Papa Juan Pablo II, cuando ante todos los intentos, aparentemente benévolos, ante las erradas interpretaciones de la libertad, subrayó de manera inequívoca la inviolabilidad del ser humano, la inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural. La libertad de matar no es una verdadera libertad, sino una tiranía que reduce el ser humano a la esclavitud. (...)
El que preside en el amor
Al hablar de la cátedra del obispo de Roma, ¿cómo es posible dejar de recordar las palabras que san Ignacio de Antioquia escribió a los romanos? Pedro, procedente de Antioquia, su primera sede, se dirigió a Roma, su sede definitiva. Una sede que se convirtió en definitiva con el martirio que unió para siempre su sucesión con Roma. Ignacio, por su parte, siendo obispo de Antioquia, se dirigía hacia el martirio que habría tenido que sufrir en Roma. En su Carta a los Romanos, se refiere a la Iglesia de Roma como la «que preside en el amor», expresión sumamente significativa. No sabemos con certeza lo que realmente quería decir Ignacio al utilizar estas palabras. Pero para la antigua Iglesia, la palabra amor, «ágape», hacía referencia al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo siempre se hace tangible entre nosotros. Aquí, Él se entrega siempre de nuevo. Aquí, Él se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; Aquí, Él mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la Cruz, habría atraído a todos hacía sí. En la Eucaristía, nosotros mismos aprendemos el amor de Cristo. (...) Presidir en la doctrina y presidir en el amor, al final, tienen que ser una sola cosa: toda la doctrina de la Iglesia, al final, lleva al amor. Y la Eucaristía, como amor presente de Jesucristo, es el criterio de toda doctrina. Del amor dependen toda la ley y los profetas, dice el Señor (Mt 22, 40). El amor es el cumplimiento de la ley, escribía san Pablo a los romanos (13, 10).
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