La dramática situación del País una semana después de las primeras elecciones democráticas. Entre atentados y llamamientos electorales, en las urnas se juega el futuro de Iraq. Habla la corresponsal de la RAI
Han pasado casi dos años desde aquel amanecer oscuro cuando entré en Iraq subida en un camión americano. Era la segunda noche de la guerra. Los soldados encerrados en el habitáculo tenían miedo. Alrededor, relampagueaba la batalla. Las ruedas se hundían en la arena y nadie tenía la menor idea de qué era Iraq, de qué cara tenían los iraquíes. Era el 20 de marzo de 2003. Luego, los días siguientes, recorrí con ellos los caminos del Sur pasando por poblados y aldeas donde los niños agitaban las manos o unos trapos de tela para darnos la bienvenida. Parecía que todo fuera posible, incluso fácil. Fácil la “guerra relámpago”, la caída de Sadam, la construcción de un país democrático.
Hoy Baghdad es una ciudad casi desierta. Es la fiesta del Eid, la fiesta “del sacrificio” para los musulmanes. Hace un frío tremendo. Haji y Mahdi han vuelto a su casa para celebrarla. Son los dos iraquíes que trabajan conmigo.
«¿ Pero qué fiesta es si no puedes llevar a tus hijos a la mezquita, si ni siquiera puedes salir a la calle? Para nosotros el Eid es la fiesta en la que sales a la calle y todo el mundo te invita a su casa, a comer con él. Existe un ritual preciso. Nada más despertarte recibes el saludo de paz de tus hijos; luego tienes que acompañarles a casa de tus padres a que les den la paz y al final ir todos juntos a casa de la familia de tu mujer». Le brillan los ojos mientras prosigue su relato: «Ahora, bajamos a la calle pero miramos a cualquier coche que pasa pensando que podría explotar de un momento a otro. Agarramos de la mano a los niños sin dejar que se alejen. ¿Es vida esta?». Haji tiene razón.
Aquí ya no se vive.
La carta-bomba
La mayoría de los iraquíes se esfuerza por llevar una vida normal, trabajar, ir al mercado, llevar a los niños a la escuela. Pero ahora tiene que echar cuentas con la muerte. La muerte es un tema normal de conversación entre iraquíes, en sus encuentros, en las comidas. «Siempre hay alguien que te anuncia la muerte de un conocido o una persona que viste hace unas horas. Y lo peor puede ser volver a tu casa y saber que alguno de tu familia ya no está».
Haji, para llegar al hotel donde vivo blindada, cambia todos los días el recorrido. Sale de casa hacia las ocho, sube al primer taxi y se dirige cada día a un lugar distinto. Luego, baja, camina un rato andando y sube a otro taxi que esta vez le deja en las cercanías del hotel. Luego, a pie, se mete por las callejuelas cambiando siempre el recorrido.
No es particularmente miedoso. Sólo que ya han muerto dos de sus amigos que trabajaban para periodistas occidentales. El guión es siempre el mismo: «Primero te llega a casa un sobre cerrado con un explosivo dentro. Al cabo de unos días, un coche se arrima al tuyo, asoma el cañón de un kalashnikov que apunta hacia ti, y entonces sabes que estás acabado».
El delito es uno. Haber colaborado con los occidentales, poco importa si son periodistas u obreros. Y la estrategia del terror funciona. Haji está desafiando a la muerte todos los días porque quiere ganarse un dinero e irse con su familia a Siria, quizás a Kuwait. Vivir en un lugar seguro mientras pasan estos años difíciles. Cualquier cosa que haga o deje de hacer puede ser tergiversada por quienes difunden el terror entre la gente.
«Uno de los momentos peores fue cuando en septiembre apresaron a nuestro amigo Ulema». Ahora estamos ante una taza de té fuerte y dulce como les gusta a los árabes, y las palabras fluyen despacio, sin prisas.
«¿ Le han encarcelado?».
«Claro. ¿No escuchas las noticias?».
Ahora reparo en que sí he leído dos líneas sobre el arresto, pero no había entendido que era él. El ulema integrista con el que pasamos tardes enteras delante de un zumo de melocotón saudí tratando de entender la situación y, sobre todo, tratando desesperadamente de saber algo acerca de la suerte de los italianos secuestrados. Él había decidido que le caíamos bien y se empeñaba en convertirme el islam. «Sí, le detuvieron los americanos y no sabemos nada de él. En esos días lo pasé fatal, tuve miedo de que alguien pudiera pensar que era un espía, pues todos vieron que íbamos a verle y tú desde luego no pareces una iraquí».
Elecciones arriesgadas
¡Fuera está cayendo una buena! Está anocheciendo. Mañana por la mañana Quteiba empezará su carrera de obstáculos para poder llegar aquí antes de lo acostumbrado. Los días que rodean a las elecciones son los más peligrosos en la historia de esta franja del planeta. Peor que las venganzas de Sadam, peor que la guerra.
Sin embargo, las elecciones son un reto para el destino de este país, una apuesta radical para su futuro. Una cita que muchos tienen interés en sabotear, obstaculizar o echar a perder. Suní contra chií, curdos y cristianos aislados. Es el escenario que quieren los terroristas, la condición ideal para que Iraq siga siendo una palestra a cielo abierto para los entrenadores de la muerte programada. Lo sabe Abu Moussad Al Zarkawi, el jordano, terrorista que no tiene nada que ver con Iraq, pero que ha decidido que este es el terreno ideal para su organización, su predicación y estrategia. El hombre que no tiene ningún inconveniente en confiar a la Red su sentencia de muerte en contra de todos los valores: «Hemos declarado una guerra sin cuartel al principio de la democracia y a todos los que pretenden llevarla a cabo».
Lo saben también los americanos que ya no se mienten a sí mismos, pues saben que se han equivocado en todo lo que se podía hacer en este País en los meses inmediatamente posteriores a la guerra, cuando el futuro estaba por hacer y los iraquíes tenían una esperanza y el valor para arriesgarse por un destino distinto.
Pero lo sabe también Haji que tiene miedo pero irá a votar. Él, suní, se ha casado con una mujer chií. Haji sabe que la única vía posible para su tierra es la de empezar a pensar en términos de pueblo iraquí, no de etnia, tribu o confesión religiosa.
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