Sin la libertad religiosa, síntesis de todos los derechos humanos, se censuran los deseos últimos que constituyen al hombre. Debe, por tanto, ser defendida y valorada por el Estado. La relación a menudo difícil entre Estado y religión. Entrevista a Giorgio Feliciani
«En numerosos Estados no se reconoce de forma suficiente y adecuada el derecho a la libertad religiosa. Pero el deseo vinculado a la libertad religiosa no se puede suprimir. Permanecerá siempre vivo y apremiante mientras exista el hombre». Estas palabras de Juan Pablo II dirigidas ante el Cuerpo Diplomático acreditado en la Santa Sede el pasado 10 de enero no han pasado inadvertidas para el profesor Giorgio Feliciani.
Los europeos damos por descontado que un hombre pueda escoger su religión, pero en el resto del mundo no suele ser así.
En muchos países se reprime duramente la libertad religiosa. Hay estados islámicos donde se aplica la sharia a toda la población o se prohibe la existencia de cualquier lugar de culto cristiano. Son clandestinas incluso las reuniones para orar en los domicilios particulares. No siempre es responsable el Estado; también tienen su parte de culpa algunos grupos o personas. Por ejemplo, cuando se arrojan bombas a las iglesias en Iraq o se secuestra a un obispo, además de constituir un delito contra los fieles cristianos, lo es evidentemente contra la libertad religiosa. Pero también se dan situaciones menos llamativas. El secretario de la Santa Sede para las relaciones con los Estados, monseñor Giovanni Lajolo, dijo recientemente que casi en ningún país puede la Iglesia afirmar que goza de todos los derechos que legítimamente le corresponden.
Sin embargo en los países de cultura cristiana se defiende una mayor libertad no sólo para los cristianos, sino para todos.
Podríamos decir que hoy no se puede hablar de libertad de la Iglesia prescindiendo del problema de la libertad religiosa en general. El magisterio de Juan Pablo II se halla fuertemente comprometido con este asunto y el Concilio Vaticano II dedicó a la libertad religiosa una declaración entera, la Dignitatis humanae.
¿Por qué es tan importante defenderla?
El hombre tiene el derecho y el deber de buscar la verdad, y debe poder adherirse a ella una vez que la ha reconocido y ordenar la vida conforme a sus exigencias en condiciones de plena libertad respecto de cualquier coacción externa. La esfera religiosa es, en última instancia, la esfera de la Verdad. Si no hay libertad religiosa, el hombre está limitado en su búsqueda, condicionado, su deseo está reprimido, cohartado.
¿Se trata de una cuestión íntima y personal?
La libertad religiosa atañe al individuo en su esfera más personal, lo cual por supuesto le afecta también cuando actúa de forma comunitaria.
Hoy, eventualmente, nos preocupa el aspecto individual: la libertad de la Iglesia como institución no se considera un valor que haya que defender.
Exacto. En los tratados internacionales siempre se prevén y garantizan las libertades individuales. En cuanto a la libertad de las confesiones religiosas, se está mucho menos atento. Las expresiones que se han elegido para referirse a esta cuestión en el nuevo Tratado Constitucional europeo son de todo punto vagas. La distorsión del problema religioso es muy singular: la confusión llega al punto de equiparar las confesiones a las organizaciones filosóficas...
Ha crecido mucho la sensibilidad por los derechos humanos, que también en ámbito católico se consideran como la bandera de una política de apertura hacia las diversas manifestaciones culturales. La libertad religiosa, por el contrario, se concibe como un derecho algo menos esencial. ¿Cómo se relacionan estas dos esferas?
La cuestión es la misma: la libertad religiosa es un derecho humano: más aún, es lo que lleva a tener muy en cuenta a los otros. Libertad religiosa significa libertad de conciencia, libertad para manifestar el pensamiento individual, para ejercitar formas de propaganda: libertad de asociación, de reunión, en el uso de los medios de comunicación, libertad de educación, de emprender iniciativas culturales, caritativas, asistenciales conformes al propio credo. La libertad religiosa representa el fundamento, o, si se quiere, incluso la síntesis de todos los derechos humanos. Podemos afirmar que allí donde se reconoce la libertad religiosa en toda su amplitud, también se respetan los demás derechos.
Caminamos hacia una sociedad multiétnica: ¿será necesario tutelar también la elección de otras religiones?
Así es. Han de evitarse discriminaciones entre ellas. No es aceptable el discurso de quien dice: como a la Iglesia no se le han reconocido sus derechos en los países islámicos, entonces no debemos reconocer los derechos de los musulmanes en Europa. Es una estupidez. Es como decir: en Iraq o en Timor Este, lo mismo que en China, se violan los derechos humanos, entonces que se violen también en Europa. Aunque, por supuesto, esto no dispensa a las autoridades políticas de defender y lograr unas condiciones de reciprocidad.
¿Situaría usted a la Iglesia católica en Italia al mismo nivel que el islam y el budismo?
De acuerdo con la tradición histórica, con la importancia que una confesión religiosa haya tenido y aún tenga en un determinado país, dicha confesión puede reclamar un status particular, en cierto sentido “privilegiado”, con tal de que esa situación no conlleve limitar la libertad de los seguidores de otras confesiones. Ahora bien: nuestra Constitución no dice que todas las confesiones religiosas sean “iguales” ante la Ley, sino que son “igualmente libres”.
¿Qué sucede cuando la libertad religiosa choca con algún principio del Estado?
En ese caso no es ilimitada, ya sea en el caso de lo individual como en el plano comunitario. Debe encontrar los límites connaturales al ejercicio de los derechos del hombre. El Concilio ha hablado de un “justo orden natural”. Por ejemplo, si una confesión religiosa comportase la realización de sacrificios humanos, no se permitiría que fuera practicada. No se puede poner en duda el respeto a la dignidad humana, la democracia o la igualdad.
¿Reconoce, pues, la Iglesia católica que el Estado ponga límites a la práctica religiosa?
La Dignitatis humanae, documento del Concilio, lo dice expresamente.
Hoy en día son muchos los que quieren en Italia una división más precisa entre Iglesia y Estado.
No es posible una separación neta, pero sí una distinción de las esferas de acción. La Iglesia y el Estado son dos realidades independientes y soberanas. Y como ambas se dedican esencialmente a las personas, es necesario que entre ellas se establezca una sana colaboración en función del desarrollo del hombre y del bien del país. No pueden ignorarse. El hecho de que un Estado no sea confesional –y no debe serlo– no implica que deba ser indiferente o contrario al fenómeno religioso. Antes bien, el Estado debe garantizar su libertad y valorarlo en todo lo que pueda ser útil y constructivo para la convivencia social.
¿Cree usted que existe hoy la posibilidad de que tome cuerpo un fundamentalismo católico?
Ya en los Hechos de los Apóstoles, Pedro se rebela ante el Sanedrín que le prohibía hablar de Jesucristo: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Es la reivindicación del primado de la conciencia frente a la autoridad civil y religiosa que era el Sanedrín.
¿Quiere esto decir que el cristiano exige autonomía también ante la religión constituida?
En la doctrina católica se afirma que el criterio último es la propia conciencia, siempre que se forme rectamente. Hay que admitir la existencia de fundamentalismo también dentro de la Iglesia. Sólo el total reconocimiento de la dignidad del individuo impide a una auténtica posición católica asumir semejantes conductas. El obligado respeto a la libertad de cada persona sitúa a la Iglesia en una actitud de atención y valoración de cualquiera.
Creo que eso precisamente es lo que está haciendo el Papa: en estos años no sólo se ha opuesto a la guerra; es el único en todo el panorama internacional que habla de defender a todos.
La tarea del cristiano es ayudar a la Humanidad en su camino según las circunstancias en que se encuentra.
Una plena libertad religiosa no defiende sólo al cristiano, sino al hombre.
Y busca el diálogo con todos los hombres religiosos, al menos, con los de buena voluntad.
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