El recuerdo de los años en el Seminario de Venegono junto con Enrico Manfredini, que más tarde sería arzobispo de Bolonia
Una noche de invierno en el seminario, después de la cena (teníamos una hora de tiempo libre), Enrico Manfredini junto a otro compañero nuestro, De Ponti (que falleció prematuramente nueve meses antes de cantar Misa, cuando sus padres que eran campesinos ya habían atado una cintilla alrededor de la espiga de trigo que serviría para hacer la hostia de la primera Misa y marcado con otra cinta el sarmiento de vid que daría el vino), se me acerca y me dice: «Escucha, si Cristo es todo ¿qué tiene que ver con las matemáticas?». No teníamos aún 16 años. De aquella pregunta, para mi vida, nació todo. Aquella pregunta hizo converger en una iniciativa orgánica todo lo que de pensamiento, sentimiento y laboriosidad mi vida iba a ser capaz.
«Si Cristo es todo ¿qué tiene que ver con las matemáticas?». En un primer momento, se puede considerar esta pregunta como ingenua; pero, por mucho que lo sea, quien la escucha con atención no puede dejar de advertir la hondura del problema que plantea. De alguna manera toda nuestra fe se concentra y se suspende a esa pregunta. El Verbo de Dios, en quien todo consiste, se hizo hombre; ese hombre del que leemos en las páginas conmovedoras del Evangelio de san Juan, ese hombre que Juan y Andrés siguieron («Fueron a su casa y estuvieron con Él horas, mirándole hablar»; y luego volvieron a su casa y estaban cambiados, eran tan distintos que los vecinos les preguntaban: «¿Qué os ha pasado?»). Con Cristo, con este hombre que Juan y Andrés reconocieron los primeros, realmente todo tiene que ver. (...)
Pero quiero insistir en que no nos animaba una ingenuidad, sino un interés extremo, sin parangón, por el hecho cristiano. Esa noche el hecho cristiano cobró vida para nosotros. ¡Con qué seriedad tales pensamientos determinaban nuestra vida diaria, el estudio y el tiempo libre, nuestros diálogos! Se creó una amistad diuturna que siempre nos acompañó. (...)
El contenido de los diálogos entre los tres era dictado por completo por el fervor que aquella pregunta había suscitado. Y puedo decir, ingenuamente, pero delante del Señor, que entre lo que imaginábamos acerca de nuestro futuro y la realidad tal y como fue no puedo encontrar diferencia. Por ejemplo, entre nosotros decíamos: «Hace falta que la Iglesia recobre vida, hace falta que la realidad cristiana sea más consciente (cursábamos solo segundo de Liceo, pero la pregunta pudo nacer porque nuestra amistad ya había alcanzado cierta profundidad); para revivir, la Iglesia debe crear comunidades; muchas comunidades que, unidas unas a otras, transformen la vida social, la forma de la convivencia social, que renueven la vida común y humanicen el camino del hombre en esta tierra». Son exactamente las mismas cosas que ahora intento repensar y por las que trato de vivir: la Iglesia que se hace presente mediante personas que hablan de Cristo en serio, edifican su vida comprobando la verdad de la fe y crean una trama de relaciones capaces por ello de alegría. (...)
Hay que admitirlo, si Dios se hizo hombre... Recuerdo que una vez en la escalera del seminario, mientras subíamos en silencio hacia la iglesia, Manfredini me soltó: «Pero, pensar en que Dios se hizo hombre como uno de nosotros...». Dejó en suspenso la frase, que se me quedó grabada: «¡Que Dios se haya hecho hombre es algo de otro mundo!». Y yo añadí: «¡Es algo de otro mundo que vive en este mundo!», por lo cual este mundo se hace distinto, se hace más soportable. Más bello. En efecto, la consecuencia de la pasión por Cristo que surgió inmediata, casi quemando la tierra en la que florecía, fue la pasión por los hombres, la pasión por el destino de los hombres, por el sentido de la vida que los hombres no conocen, en la que no reparan. «¡Quién sabe –decía, no digo llorando, pero casi– qué será de estos jóvenes que pasan por los centros parroquiales, que será de todos los que acuden a la Iglesia, si no comprenden que lo que reverencian, aquello a lo que rezan, lo que creen, representa el significado de todo lo que viven, del día que se les presenta ante los ojos cada mañana! Si no reparan en esto, ¿qué vida llevan? Cuando surge la objeción, o cuando se afirma la alternativa a la sed de felicidad y de placer, ¿cómo podrán vivir? ¿Cómo pueden vivir?».
La Repubblica, pp. 19ss.
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