Vivimos tiempos que muchos consideran de crisis. Los análisis de los cambios sociales, antropológicos y económicos, señalan el agotamiento como el sentimiento propio de nuestra época. Además, lo que aparece en el horizonte como algo nuevo lleva a menudo los rasgos inquietantes de la lucha, de los cambios incontrolados y caóticos, del dominio del hombre sobre el hombre, cada vez más sofisticado. Desde la investigación científica y la geopolítica nos llegan señales contradictorias.
En esta situación, hablar de la Navidad puede parecer vano o remoto. Estas fechas se reducen a una celebración ocasional de buenos sentimientos para espantar el miedo, o una pantalla de sueños que oculta por un día la cruda realidad.
Durante siglos la memoria del acontecimiento cristiano –el nacimiento de Cristo, Dios hecho hombre– ha sido fundamento y motivo para volver a comprender el valor absoluto de la persona y el peso de la Historia. El nacimiento de Jesús ha supuesto siempre un impulso hacia delante, un comienzo y una reanudación, incluso en medio de la prueba o después de la derrota.
Si Dios se ha conmovido hasta el punto de hacerse niño por nosotros, este hecho encierra algo trascendental. Significa que el hombre no es un accidente, un error en el caos del universo. Del nacimiento de aquel Niño depende la conciencia que el hombre tiene de sí mismo y, por lo tanto, el sentido de sus acciones.
Una civilización que olvida el significado radical, la conmoción profunda, razonable y afectuosa por el acontecimiento de la Navidad, ha perdido el sentido de su origen. Por eso en tiempos de crisis se revela más vulnerable y extraviada.
El comienzo de la vida está en la vida, no en un discurso sobre ella. Jamás la retórica y los escrúpulos dieron vida a una experiencia buena y real. Es más, crearon tiranías y sacrificaron, en aras de una idea que pretendían justa, la vida de muchos seres humanos.
Lo que está en el origen del cristianismo no es un “discurso” –lo recuerda Giussani en su reciente entrevista del Corriere della Sera–, sino un “acto de vida”. Un niño es la carne indefensa de Dios que pide entrar en relación con nosotros –cuerpos y almas–, con nuestra razón y nuestro afecto. Al comienzo no hay un acto de dominio. Está la libertad de Dios que se ofrece a la libertad del hombre en un desafío generoso. Nuestros belenes representan de manera sencilla y conmovedora este espectáculo que siempre puede darse dentro de la Historia y en la aventura humana de cada uno, día tras día.
La Iglesia, guiada por el Papa, vive en personas para las que el Señor nunca pertenece al pasado, sino que es una experiencia presente que cambia la vida.
Margherita Coletta, viuda del brigadier asesinado hace un año en Nassiriya, entrevistada por el telediario Tg4 después de la audiencia con Juan Pablo II el miércoles 17 de noviembre, comentó: «Verle ha sido como encontrar a Jesús. Me dio mucha fuerza». Un encuentro humano en el que Dios está presente: esto es el cristianismo.
¡Feliz Navidad a todos!
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