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Huellas N.11, Diciembre 2004

SOCIEDAD Ratzinger en La Repubblica

Libertad de pensamiento

a cargo de Marco Politi

El cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha concedido una entrevista al diario italiano La Repubblica, de la que reproducimos un extracto a continuación. «La justa laicidad implica la libertad de religión. El Estado no impone una religión, sino que permite a las religiones ser factores de construcción de la vida social»

El cardenal Joseph Ratzinger habla en la Sala Roja del Santo Oficio, sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Tras el asunto Buttiglione, algunos grupos laicos y católicos pintan un cristianismo asediado en Europa.
Existe una agresividad ideológica secular que puede ser preocupante. En Suecia, un pastor protestante que había predicado sobre la homosexualidad basándose en un pasaje de la Escritura, ha pasado un mes en la cárcel. El laicismo ya no es aquel elemento de neutralidad que abre espacios de libertad a todos. Comienza a transformarse en una ideología que se impone a través de la política y no concede espacio público a la visión católica y cristiana, que corre el riesgo de convertirse en algo puramente privado y, en el fondo, mutilado. En este sentido, existe una lucha y debemos defender la libertad religiosa contra la imposición de una ideología que se presenta como si fuese la única voz de la racionalidad, cuando sólo es expresión de “cierto” racionalismo.

¿Qué es para usted la laicidad?
La justa laicidad implica la libertad de religión. El Estado no impone una religión, sino que deja espacio libre a las religiones con una responsabilidad hacia la sociedad civil, y por tanto, permite a estas religiones ser factores de construcción de la vida social.

¿Dónde está Dios en la sociedad contemporánea?
Está muy marginado. En la vida política parece casi indecente hablar de Dios, como si fuese un ataque a la libertad de quien no cree. El mundo político sigue sus normas y sus caminos, excluyendo a Dios como algo que no pertenece a esta tierra. Lo mismo sucede en el mundo del comercio, de la economía y de la vida privada. Dios queda al margen. Sin embargo, me parece necesario volver a descubrir, y existen las energías para ello, que también la esfera política y económica tiene necesidad de una responsabilidad moral, una responsabilidad que nace del corazón del hombre y, en última instancia, tiene que ver con la presencia o la ausencia de Dios. Una sociedad en la que Dios está absolutamente ausente se autodestruye. Lo hemos visto en los grandes regímenes totalitarios del siglo pasado.

Por lo que respecta al tema de la ética sexual, la Encíclica Humanae vitae cavó una profunda zanja entre el magisterio y el comportamiento práctico de los fieles. ¿Es hora de volver a reflexionar sobre ello?
Para mí es evidente que debemos seguir reflexionando. Ya en sus primeros años de pontificado, Juan Pablo II ofreció al problema un nuevo tipo de enfoque antropológico, personalista, desarrollando una visión muy distinta de la relación entre el yo y el tú del hombre y de la mujer. Es verdad que la píldora ha dado lugar a una revolución antropológica de grandes dimensiones. No ha sido, como se podía pensar al inicio, sólo una ayuda para las situaciones difíciles, sino que ha cambiado la visión de la sexualidad, del ser humano y del mismo cuerpo. La sexualidad se ha separado de la fecundidad y de este modo ha cambiado profundamente el concepto de la misma vida humana. El acto sexual ha perdido su finalidad, que antes era clara y determinante, de modo que todas las formas de sexualidad han llegado a ser equivalentes. Sobre todo, de esta revolución deriva la equiparación entre homosexualidad y heterosexualidad. Por eso digo que Pablo VI planteó un problema de enorme importancia.

La homosexualidad es un tema que concierne al amor entre dos personas y no a la mera sexualidad. ¿Qué puede hacer la Iglesia para entender este fenómeno?
Diría dos cosas. Antes que nada, debemos tener un gran respeto por estas personas, que también sufren y que quieren vivir de modo adecuado. Por otra parte, crear ahora la forma jurídica de una especie de matrimonio homosexual en realidad no ayuda a estas personas.

Por lo tanto, ¿usted juzga negativa la elección tomada en España?
Sí, porque es destructiva para la familia y para la sociedad. El derecho crea la moral o una forma de moral, ya que la gente normal habitualmente piensa que lo que afirma el derecho es moralmente lícito. Y si juzgamos esta unión más o menos equivalente al matrimonio, nos encontramos con una sociedad que ya no reconoce ni lo específico de la familia, ni su carácter fundamental, es decir, lo que es propio del hombre y la mujer, que tienen como objetivo dar continuidad –y no solo en sentido biológico– a la humanidad. Por eso, la elección tomada en España no aporta un beneficio verdadero a estas personas, porque de esa forma destruimos elementos fundamentales de un sistema de derecho.

A veces la Iglesia al decir que no a todo, se ha encontrado con derrotas. ¿No debería ser posible al menos un pacto de solidaridad entre dos personas, aunque sean homosexuales, reconocido y tutelado por la ley?
Pero institucionalizar un acuerdo de ese tipo, quiera o no el legislador, aparecería necesariamente ante la opinión pública como otro tipo de matrimonio que asumiría así, inevitablemente, un valor relativo. No hay que olvidar, por otra parte, que con estas decisiones hacia las que tiende hoy una Europa –digámoslo así– en decadencia, nos separamos de las grandes culturas de la humanidad, que siempre han reconocido el significado propio de la sexualidad: que el hombre y la mujer han sido creados para ser, unidos, la garantía del futuro de la humanidad. Garantía no solo física, sino también moral.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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