A decir verdad no era un coche, era una furgoneta. De otra manera no hubiéramos cabido. La cuadrilla bien surtida: un policía y su novia, un “antiguo” ladronzuelo y una amiga suya, el nieto de unos anarquistas tirabombas –él también anarquista– con su mujer, y un par de chicas sin más títulos. Y un conductor bien plantado. La curiosa comitiva recorrió un largo tramo de la Autopista del Sol y de la del Mar hasta llegar a Loreto. Llegaban a la casa de María junto con otras 45.000 personas. Cada cual con su historia particular y todos para participar en un único gesto, sencillo y profundo, que otros compartían en muchos santuarios marianos del mundo.
La fuerza de la peregrinación que ha reunido a todo Comunión y Liberación con ocasión de los cincuenta años del movimiento estribó en la decisión personal de acudir a Loreto y culminó en un acto común imponente y ordenado. La vitalidad de esa peregrinación radica en esa decisión tomada en el claroscuro de la conciencia de cada uno de adherirse a una historia grande. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué razón tan singular brigada se juntó con otros hasta formar un pueblo? ¿Y por qué no era gente aburrida ni desordenada –según observaron distintos medios– la que se congregó en Loreto?
Ese gesto proponía a Cristo como un acontecimiento presente, el único que alcanza el corazón humano de manera excepcional y sin par. Proponía “el hecho” que hace del Misterio del Ser una realidad amable y de su forma de tratar al hombre sin medida algo familiar.
Por tanto, la adhesión a este gesto ha dado visibilidad a un pueblo, o sea, a la Iglesia como una realidad viviente. No formada por una élite de irreprochables o de intelectuales, tampoco de mojigatos, sino por hombres y mujeres alcanzados por un bien que no pueden negar, pues está colmado de belleza y es capaz de generar una presencia original en el mundo.
Escribía Giussani: «Nunca pretendí “fundar” nada». En efecto, tampoco la peregrinación ha sido el fruto de un proyecto, sino la repercusión de la misma obediencia al asombro por Cristo que empezó hace cincuenta años subiendo los escalones del Liceo Berchet de Milán.
Conversando en la mesa con un grupo de amigos que destacaban el orden y el silencio que hubo durante la peregrinación, don Giussani comentó: «Al pueblo debe resultarle evidente que por medio había una obediencia, porque cada uno ha sido alcanzado por un evento excepcional». Luego añadió que hay dos cosas “sumamente” evidentes: «Primero: en el origen de todo hay un Acontecimiento, lo cual ya es definitivo desde el punto de vista gnoseológico e histórico. Segundo: es una sorpresa de otro mundo constatar que la racionalidad se salva exclusivamente por el hecho de que la razón acusa el impacto de algo excepcional. La racionalidad, en efecto, exige la percepción de un clamor que llene todo el ámbito de la propia experiencia».
En el arco que se extiende entre estos dos polos, ha cobrado vida y conciencia un pueblo de gente peculiar, o sea, cristiana en el mundo de hoy.
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