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Huellas N.10, Noviembre 2004

IGLESIA Carlos I de Habsburgo

El hombre de la paz. El último emperador

Alessandro Banfi

La semblanza fascinante e intensa de un hombre que no deseaba ni el trononi la guerra pero se vio obligado a asumir ambos. Soldado en el frente, trabajó diligentemente para alcanzar un acuerdo de paz, y por ello fue traicionado y exiliado. Esta es la historia del último emperador católico, beatificado el 3 de octubre pasado por Juan Pablo II

«Un amigo de la paz» es la definición que dio de él el Papa el día de su beatificación. Carlos de Habsburgo, el último emperador católico de la historia moderna, ha sido declarado oficialmente beato mientras el mundo sigue transido de guerras, atentados y destrucción. Desde el Vaticano han aclarado que con ello no se quería santificar un determinado sistema político del pasado, sino al hombre, a la persona. Y fue una persona auténticamente fascinante e intensa este emperador que no buscaba el trono, que no quería la guerra (fue el único en seguir a Benedicto XV cuando rogaba que se detuviera «la inútil masacre»), la Primera Gran Guerra en la que se vio implicado todo el mundo. Un hombre de paz radical, un obstinado seguidor de Cristo, que rechazaba los privilegios de la corte y al que no le interesaba la etiqueta ni el consenso del mundo. Un personaje históricamente trágico, que rigió los últimos meses de un gran Imperio multi-étnico y federalista que se extendía desde el Adriático hasta el centro de Europa. Una personalidad incómoda y difícil de describir y a la vez protagonista de un periodo fascinante y terrible para los historiadores y para cualquiera. Basta leer una de las poesías de Ungaretti dedicadas a la vida en la trinchera, o el espléndido Un anno sull’altipiano de Emilio Lussu, o las cartas desde el frente de Winston Churchill, quien, sin embargo, inventó y puso a punto en aquellos meses el carro de combate, una formidable máquina de guerra moderna para destruir al enemigo. Pues bien, Carlos se encontró a los 29 años en el trono y con el conflicto iniciado, cuando aquella terrible Primera Gran Guerra de masas, una carnicería sin precedentes, «la inútil masacre» a la que aludíamos, se había iniciado, imparable. Él tratará de oponerse con todas sus fuerzas y todos sus actos, hasta pagar personalmente con el exilio y con la muerte. Esta es la primera paradoja de esta beatificación: es proclamado beato el último emperador católico no porque venciera, para la historia ya hemos dicho que fue un perdedor, sino porque dio testimonio hasta el final. Giuseppe Dalla Torre, que escribió en los años 70 su “retrato espiritual” recientemente reeditado en Italia (Carlos de Austria, Ed. Áncora), cuenta un episodio que es iluminador. Cuando alguien le hacía notar que distribuir víveres y bienes de la corte entre los ciudadanos en tiempo de guerra no le hacía popular, respondía: «Sería muy miserable si hiciera todo esto sólo para obtener gratitud y aprobación. El buen Dios, para el cual yo lo hago, me recompensará abundantemente algún día por todo esto. ¿Para qué necesito ahora la aprobación de otros?».

Vástago casi olvidado
Su vida hasta ese momento es la historia de un vástago casi olvidado de una gran familia real europea, que tuvo la fortuna de tener maestros católicos y una mujer de gran fidelidad y consistencia. Nació a orillas del Danubio en 1887, estudió idiomas, artes militares y jurisprudencia en Praga. En 1911 se casó con Zita de Borbón y Parma, que le dará 8 hijos, el último de los cuales nacerá tras la muerte de Carlos. Zita, italiana de origen y francesa de cultura,vivió hasta los años 80, custodiando la memoria de un marido santo y, para algunos, mártir del mismo poder que había ejercido. El historiador Gordon Brook-Sheperd (autor de La tragedia de los últimos Habsburgo) es quien más datos ha extraído de sus vívidos relatos.
El asesinato de su tío, Francisco Fernando en 1914 en Sarajevo, fue el hecho que precipitó el comienzo de la guerra; la muerte de su tío abuelo, Francisco José, dos años más tarde supuso el imprevisto ascenso de Carlos I de Habsburgo al trono. El joven y católico rey hereda un Imperio en rápido declive: la Providencia le ha preparado meses durísimos. Como soldado, acude con frecuencia al frente, ayuda a los heridos, se prodiga con las tropas, hace celebrar misa ante la desaprobación general de su séquito y de la corte. Quiere la paz y se mueve política y diplomáticamente en este sentido, con obstinación. Trabaja también en una negociación bilateral con Francia, incluido un plan secreto auspiciado por su cuñado, el príncipe Sisto de Borbón y Parma. Pero la máquina de la historia ha puesto en pié algo monstruoso. Son los propios especialistas quienes lo explican.

La victoria a cualquier precio
Escribe François Fetjö en su imprescindible Réquiem por un Imperio difunto: «En el curso de la guerra –que llegó más de una vez a puntos muertos de los que tradicionalmente se había salido siempre mediante la negociación o el acuerdo– se presentó una idea inédita: la de la victoria total a cualquier precio. Ya no se trataba de obligar al enemigo a ceder, a retroceder, sino de inflingirle heridas incurables; ya no humillarle, sino destruirle. Este concepto de la victoria total condenaba a priori al fracaso cualquier intento razonable de poner fin con un pacto a una masacre inútil. La guerra no sólo cambió “cuantitativamente”, sino también, para emplear el concepto hegeliano, cualitativamente. (...) Tenía un acento casi místico. Era ideológica. Consistía en demonizar al enemigo, hacer de la guerra de poderes una guerra metafísica, una lucha entre el bien y el mal, una cruzada». Descripción perfecta y que ilumina un apunte del diario personal sobre aquel periodo que ha dejado incompleto Augusto del Noce entre su correspondencia: «El rechazo de la complicidad con el mal coincidió para mí con la “huida sin fin” ante lo que se me aparecía como el mal, la progresiva destrucción de lo que quedaba del Sacrum Imperium. La fidelidad al compromiso de agosto de 1916 antes de que para mí empezara el colegio».

Rechazo del acuerdo
La idea ciertamente diabólica del acuerdo, de la victoria del Bien sobre el Mal, encuentra en el Imperio de los Habsburgo su objetivo. Carlos es la víctima de una cruzada ideológica, incluso mística. Esta es la segunda paradoja de su santa y terrible peripecia vital: el Emperador católico es derrotado y muerto, no por una firmeza de sus “valores católicos”, sino por desear el acuerdo. Sin embargo, hoy la historia y las propias vicisitudes personales de Carlos dan testimonio de cuán cierto era que el progreso, las reformas, los principios democráticos, estaban más presentes en Viena que en otras partes. Basta con decir que en aquella época las mujeres austriacas votaban, las italianas no. De Carlos I se recuerda todavía la gran amnistía de 1917, hecha para favorecer la pacificación social, y la creación (fue el primero en Europa) del Ministerio de Sanidad y del de Asuntos Sociales. Sin embargo, como escribe Alain Besancon, es un hecho que «las democracias, una vez que se las hace entrar en guerra, son feroces, porque piensan que tienen la razón absoluta y que sus adversarios tienen toda la culpa». La historia, como ya ven, se repite de forma impresionante.

La trampa contra Carlos se prepara a través de su ministro de Exteriores, Ottokar Czernin, nombrado en 1916. En 1918, en los altibajos de la guerra se da un momento positivo para Viena. El emperador lleva adelante el diseño de un acuerdo con los franceses, según los deseos del Papa. En el momento en que la paz fraguada por Carlos parece finalmente posible, Czernin será quien revele al mundo que la Francia de Clemenceau ha pedido el armisticio. Esto no era cierto y bastó para despertar la irritación de París y hacer saltar todo y desprestigiar al emperador a los ojos de las potencias, con Alemania a la cabeza. El káiser Guillermo no había renunciado todavía al sueño de la expansión prusiana (Hitler recogerá esta herencia), y pretenderá la humillación de Austria-Hungría. La Revolución Rusa hará el resto, dando a los ciudadanos checos y húngaros la bandera del rescate nacional contra la monarquía. Ha escrito John W. Mason en El ocaso del imperio Habsburgo: «Si el gobierno absolutista de los zares podía ser destruido con tanta facilidad, ¿qué garantía tenía el sistema absolutista en Austria?».
El final de la guerra llegará repentinamente, pero toda la energía de adversarios y aliados se desencadenará contra Viena. Al final de 1918, Carlos firma la paz, el 4 de noviembre, que le obliga a una dolorosa deslegitimación. Su situación personal se complica con una enfermedad (la famosa epidemia de “spagnola” que matará casi tantos hombres como el propio conflicto) que le dañará el corazón y con un progresivo exilio que coincidirá con el fin de la monarquía de los Habsburgo. Terminará sus días en la isla portuguesa de Madeira, en 1922, pronunciando el nombre de Jesús.
Años después, pensando en el papel de este emperador, el socialista radical francés Anatole France dirá de Carlos: «Era el único hombre decente de entre los dirigentes surgidos durante la guerra; pero no se le escuchó. Él deseó sinceramente la paz y por ello fue despreciado por todo el mundo. Se perdió una gran ocasión».


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Vida
1887 17 agosto: nace en Parsembeug en la Baja Austria de Francisco José “Otto” de Habsburgo, hermano de Francisco Fernando, heredero al trono de Austria.
1903 Entra en el ejército.
1911 Se casa con Zita de Borbón y Parma.
1914 Como consecuencia del asesinato de Francisco Fernando (Sarajevo, 28 de junio) se convierte en heredero al trono del imperio austro-húngaro.
1916 A la muerte del emperador de Austria, Francisco José I, asciende al trono de Austria-Hungría con el nombre de Carlos I de Austria y Károly IV de Hungría. Asume el mando de las tropas en los diversos frentes de la I Guerra Mundial, logrando significativas victorias en los frentes rumano e italiano.
1917 Primeros intentos de alcanzar la paz con las potencias de la Entente. El 2 de julio concede la amnistía a los prisioneros políticos.
1918 15 de octubre: emite el Manifiesto de los Pueblos. 26 de octubre: rompe la alianza con el Reich. 3 de noviembre: concluye el armisticio.
1919 11 de noviembre: se auto-suspende. Carlos, depuesto por el parlamento austriaco, inicia el exilio en Suiza con su familia.
1921 Marzo: trata de recuperar el trono húngaro sin éxito y es expulsado. Lo vuelve a intentar en octubre, pero es arrestado. Con la mediación de Inglaterra parte para su nuevo exilio en Madeira.
1922 1 de abril: muere en Madeira.
1972 1 de abril: cincuenta aniversario de su muerte. Se abre su sepulcro y el cuerpo es hallado incorrupto.
2004 3 de octubre: es beatificado por Juan Pablo II.


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Servicio santo a sus pueblos
La tarea fundamental del cristiano consiste en buscar en todo la voluntad de Dios, reconocerla y seguirla. Carlos de Austria, jefe de estado y cristiano, afrontó diariamente este desafío. La guerra le parecía «algo horrible». En los tumultos de la Primera Guerra Mundial trató de promover la iniciativa de paz de mi predecesor Benedicto XV.
Desde el comienzo, el emperador Carlos concibió su cargo como servicio santo a su pueblo. Su principal preocupación fue la de seguir la vocación del cristiano a la santidad también en su acción política.
Por esto, para él era importante la asistencia social. ¡Que sea un ejemplo para todos nosotros, sobre todo para aquellos que hoy tienen la responsabilidad política en Europa!
(De la homilía de Juan Pablo II para la beatificación de Carlos de Austria. Domingo, 3 de octubre de 2004).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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