El testimonio en la peregrinación a Loreto del 16 de octubre
¿Por qué estamos aquí hoy en Loreto? ¿Qué nos ha traído aquí? Mira tu vida: ¿por qué has venido? ¿Qué te ha traído aquí? Un amor. Un apego del que no podemos prescindir.
¿ Un amor a qué? ¿A dónde nos ha llevado la historia a la que pertenecemos y que cuenta ya 50 años? ¿Qué nos ha fascinado y continúa fascinándonos? ¿Qué nos cautiva ahora? La realidad que nos ha cautivado hasta la adhesión tiene un nombre: Cristo. Haría falta borrar toda una vida y toda nuestra historia para no pronunciar su nombre hoy. Sí, hoy podemos gritar ante todo el mundo llenos de gratitud: «Lo más querido para nosotros es Cristo mismo porque en Él reside corporalmente toda la plenitud de la Divinidad».
Lo más querido para nosotros es Jesús mismo. Todo nuestro mal, nuestra mezquindad, nuestra debilidad mortal no pueden impedirnos decir que nuestro amor, nuestra simpatía humana es para ti, oh Cristo. No hay nada más interesante. Nada nos ha impactado tanto como Él. Jesús, no sólo como un objeto del pensamiento, sino como una experiencia real. Tanto más real cuanto ha introducido un cambio en nuestra vida.
Pero al pronunciar su nombre no podemos evitar pensar en quien nos lo ha dado a conocer así: don Giussani. Sí, ha sido por él, por su persona, por su “sí” a Cristo por lo que nosotros hemos podido conocer quién es Jesús. Esta es la gratitud que hoy todos sentimos por él, que nos ha introducido en la realidad de Cristo, que nos ha permitido tener la experiencia de una vida que ninguno de nosotros hubiera podido imaginarse nunca. ¡Gracias, don Giussani, por tu vida, por tu testimonio, por el amor a nuestro destino! ¡Escucha hoy el clamor de la gratitud de tus hijos!
Has sido tú quien nos ha permitido reconocer el cristianismo como un acontecimiento, por la urgencia que siempre has tenido «de volver a los aspectos elementales del cristianismo, es decir, la pasión por el hecho cristiano como tal, en sus elementos originales», como escribiste al Papa. Sí, todos lo sabemos perfectamente. Lo que nos convence es el sucederse del cristianismo como un acontecimiento que nos cambiaba la vida todas las veces que tomábamos contacto con él. Cuántas veces en estos años al participar en uno de nuestros actos, cualquiera que fuese la situación en la que llegábamos, volvíamos asombrados de lo que había sucedido, volvíamos cambiados por una Presencia. Una Presencia que ha transformado nuestro yo hasta el punto de que ya no podemos despertarnos por la mañana, ir a trabajar o descansar, mirar las estrellas o el ocaso, rezar o sufrir sin que todo ello esté determinado por su Presencia.
Tan es así que nuestra vida se ha convertido en memoria: reconocimiento conmovido por su Presencia. Presencia que se vuelve cada vez más familiar, amiga. «Aun viviendo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí». Todo nace de Él y por Él siempre volvemos a emprender el camino. Como nos recordó ayer don Giussani: «El comienzo de la fe no es una cultura abstracta [como si fuese un discurso que se aplica a la realidad], sino algo que viene antes: un acontecimiento. La fe toma conciencia de algo que ha acontecido y que acontece, de una realidad nueva de la que, concretamente, parte todo» (entrevista a Giussani, Corriere della Sera, 16.10.04).
Esto es el cristianismo en sus elementos originales: una humanidad, la nuestra, tal y como es, que es mirada, abrazada, preferida y exaltada por Jesús. El deseo sin limites de nuestro yo que encuentra en Jesús esa «correspondencia imposible» que tanto anhela nuestro corazón. Nuestra «humanidad extenuada por su debilidad mortal» que se sorprende al ver cómo siempre recobra vida al contacto con su Presencia. El dolor por nuestro mal que se encuentra ante una mirada llena de misericordia que nos conmueve hasta la médula. «Así ante la soledad brutal a la que el hombre se condena a sí mismo como para salvarse de un terremoto, el cristianismo se ofrece como respuesta. El cristiano halla una respuesta positiva en el hecho de que Dios se hizo hombre: este es el acontecimiento que sorprende y conforta la que de otra manera sería una suerte funesta» (ibidem).
Por ello a lo largo de nuestra historia nos hemos educado a rezar el Angelus, no sólo como el recuerdo de algo pasado, sino como el paradigma de la naturaleza misma del cristianismo: un acontecimiento que ocurre aquí y ahora. ¿Dónde podemos evocarlo mejor que aquí, en Loreto, cerca de la santa casa de Nazaret donde aconteció por primera vez?
Un anuncio: «El ángel del Señor anunció María»
Este anuncio se ha dirigido a mi humanidad necesitada. Y en todo momento resulta único, nuevo. Pudo no ocurrir. Lo que distingue una devoción piadosa, en la que no sucede nada, de un acontecimiento es que siempre que resuena este anuncio se percibe como un acontecimiento, como la irrupción de la novedad que Cristo ha llevado a la historia. Es un acontecimiento si cambia algo de nosotros. Está porque nos cambia.
¡ Da escalofríos, pensarlo! Por ello podemos intuir la conmoción de la Virgen. La Virgen es conmovida por el Infinito, porque el Señor ha mirado la nada de su sierva.
¡Si da escalofríos pensar que le sucedió a la Virgen, imaginad qué estremecimiento pensar que lo mismo nos sucede a nosotros! A mí, a ti, tal como somos, pobrecillos, pecadores, ingratos, nos ha mirado, nos dirige el mismo anuncio.
¡El Ser se interesa por mi destino! El Ser mira con infinita ternura mi nada. «¿Puede una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? ¡Aunque hubiera una mujer que se olvidara, Yo no te olvidaré jamás» (Is 49,15).
¡Qué aridez afectiva se requiere para no conmoverse! Hace falta ser como una piedra.
Una Libertad. «He aquí la esclava del Señor». Heme aquí. Aquí estoy
Ninguna otra cosa puede desafiar tanto a la razón y la libertad del hombre como encontrarse delante de esta ternura del Ser por mí. «Dios no puede concebir su acción para con el hombre más que como un “desafío generoso” a su libertad». Sería necesario taparse los ojos, cerrar los oídos, todo, para no sentirse desafiado por este gesto único del Ser hacia mí. Pero no basta con tapar los ojos y cerrar oídos: Él entra en nuestra fortaleza por el corazón. El asalto es al corazón, que nunca experimentó algo igual, algo deseado desde hace tanto tiempo, que te hace descubrir que el Padre eterno te ha elegido. «Con amor eterno te he amado» (Jr 31,3). Por eso Jesús nos cautiva, porque nos lo da a conocer. Nunca hemos visto algo parecido, y esto despierta el deseo de quedarnos: Heme aquí. Pero quedarnos no es un gesto pasivo, no puede ser pasivo.
«Hágase en mi según tu palabra»
Ante semejante anuncio, ante una predilección única, surge la libertad y se expresa como petición. Ya no temerosa; la libertad sabe muy bien qué pedir: «Hágase en mi según tu palabra». Sí, Fiat, hágase, le apremia a la Virgen responder. Una urgencia que se convierte en mendicidad del Ser, porque una vez conocido ya no podemos prescindir de Él. Por su conmoción ante el Ser la Virgen se convierte en hija: «Virgen Madre, hija de tu hijo, humilde y alta más que ninguna otra criatura». Fue humilde hasta el punto de convertirse en hija de su hijo; por ello ha llegado a la cumbre de lo humano, «humilde y alta más que ninguna otra criatura», es decir, su humanidad ha alcanzado una plenitud sin comparación.
Un hecho. Un hecho sobrecogedor
«Y el Verbo se hizo carne». El “sí” de la Virgen permite hospedar el Misterio en la carne. Y lo imprevisto ocurre. Caro cardo salutis. La carne, el Verbo hecho carne, es el quicio de la salvación. Una presencia carnal afectivamente atractiva es lo único capaz de vencer nuestras resistencias. Un atractivo vencedor es la única esperanza para nosotros, siempre tan tentados por la fascinación de la autonomía, de la afirmación casi homicida de nosotros mismos que nos aboca a la nada. Sólo el atractivo del Ser que brilla en el rostro de Cristo, presente aquí y ahora en la carne de la Iglesia, puede derrotar la fascinación de la nada.
«Y habita entre nosotros»
¿Cómo puede seguir habitando el Misterio entre nosotros? ¡Si hay alguien que, como la Virgen, lo hospeda, lo acoge! ¡Pero quién es tan enemigo de sí mismo para no dejarse tocar por esa mirada llena de pasión por su propio destino que le hace renacer, que le permite experimentar una intensidad de vida jamás vista antes! Cristo continúa presente a través de personas cambiadas, que testimonian una intensidad de vida única. «Lo que cuenta no es la circuncisión o la no circuncisión sino la criatura nueva» (Gal 6,15).
Una Presencia, que cambia la vida
«¡Durante cincuenta años hemos apostado todo sobre esta evidencia!».
Misión. Esto es lo que más nos interesa a nosotros. No pensemos que a los demás, hombres necesitados como nosotros, les interesa otra cosa. Como nosotros, ellos necesitan que alguien les mire así, que se interesen de esta manera por su destino. Esta es nuestra responsabilidad. Lo que se te ha dado se te ha dado para todos. Hace falta ponerlo delante de todos, testimoniar lo que hemos encontrado.
¡Para hacer esto hoy –lo sabemos bien– nos hace falta una libertad del otro mundo! Libertad en el entorno de trabajo, entre los amigos, delante de todos. Esta libertad no es una capacidad nuestra, sino que viene del afecto a Jesús. Es necesario que ninguno pueda prescindir de Jesús para vivir, para respirar. Como la mujer pecadora, que entró en el comedor donde Jesús estaba invitado por un fariseo y desafió a todos los que pensaron mal de ella, le lavó los pies y los secó con sus cabellos. Fue libre delante de todos. Estaba tan agradecida por el perdón recibido que no se avergonzaba de expresar todo su afecto por Cristo ante todos.
Porque este es el desafío que nosotros los cristianos tenemos hoy delante: «¿Es la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia o la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad?».
«La Iglesia –ha escrito Giussani– empezó a abandonar a la humanidad, a mi juicio, a nuestro juicio, porque olvidó quién era Cristo, no se apoyó en Él… Tuvo vergüenza de Cristo, de decir quién es Cristo». Hace falta amar a Cristo para no avergonzarse de Él.
Pidamos a la Virgen de Loreto, «fuente viva de esperanza», esta gracia: que, además de sustentarnos en la fatiga del vivir, nos haga amar tanto a Jesús que no nos avergoncemos de Él delante de los hombres; y así puedan encontrar, a través de nosotros, lo que nosotros hemos encontrado. Que no venza en nuestras vidas el mal y resplandezca en nosotros su victoria en el tiempo, «su amor apasionado, su pasión por el misterio del hombre», de cada hombre.
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