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Huellas N.10, Noviembre 2004

SOCIEDAD Europa

A la sombra de Inocencio X

José Luis Restán*

El Santo Padre dedicó las breves palabras que pronunció antes del Angelus a comentar el histórico acto con el que, el pasado 29 de octubre, 25 representantes de los países europeos firmaron el Tratado Constitucional en Roma que ahora deberá ser ratificado por cada uno de los países: «Espero que esta institución, que en el fondo es una comunidad de naciones libres, no sólo haga lo posible por no privarles de su patrimonio espiritual, sino que además lo custodie como fundamento de la unidad»

Quizás sea casualidad, pero no podemos descartar que se trate de una última guasa de los italianos, que junto a polacos y españoles (era la época del adusto Presidente Aznar) tanto batallaron por la inclusión de las raíces cristianas en el Preámbulo de la Constitución europea. Sea por una u otra causa, lo cierto es que los líderes de los veinticinco socios de la Unión hubieron de estampar su firma bajo la estatua imponente de Inocencio X, como si hicieran eco al comentario tajante que Juan Pablo II había dirigido al todavía Presidente de la Comisión Romano Prodi, apenas unas horas antes: el cristianismo ha contribuido a la formación de la conciencia común de los pueblos europeos, y ha ayudado enormemente a plasmar sus civilizaciones, y aunque los textos oficiales no lo reconozcan, este es un dato innegable que nadie podrá olvidar.

Una cuestión sustancial
El hecho es que la retórica fácil y los fastos de la jornada no pueden ocultar que Europa se encuentra en una verdadera encrucijada. El debate sobre las raíces cristianas, como bien advirtió el profesor judío J. H. H. Weiler, no es en absoluto una cuestión formal sino sustancial. Se trata de saber qué cultura, qué orientación sobre el significado del hombre y del mundo, puede ser la matriz que alimente y dé vida a un proyecto de unidad europea que sea algo más que un puro sindicato de intereses. Uno de los firmantes del manifiesto Carta 77, el sociólogo checo Vaclav Belohradsky, escribió en 1980 que «tradición europea significa no poder reducir la conciencia a un aparato anónimo como la Ley o el Estado». El laico Belohradsky reconocía esta firmeza de la conciencia como «una herencia de la tradición griega, cristiana y burguesa», y advertía que hoy está amenazada. Anticipándose al drama silencioso del que casi nadie quiere hablar, este hombre conocedor del totalitarismo nos advertía a los presuntuosos occidentales que «es muy fácil llegar a imaginar instituciones organizadas tan perfectamente que impongan como legítima cualquiera de sus acciones, basta con disponer de una organización eficiente para legitimar cualquier cosa». ¿No es eso lo que sucede en estos momentos en Europa, en campos como la bioética o la libertad religiosa?

El continente de las luces
En vísperas de la firma del Tratado Constitucional Europeo, el cardenal Ratzinger ha participado en un coloquio abierto con uno de los exponentes de la cultura laica italiana, el historiador Ernesto Galli della Loggia (un evento, por cierto, difícilmente imaginable por estos pagos). Frente a quienes acusan a la posición católica de reaccionaria, estrecha e incapaz de situarse con inteligencia frente a los nuevos problemas, Ratzinger ha lanzado una especie de “órdago a la grande”, reconociendo que Europa es el continente de las luces y de la fuerza de la razón, y que ese es un don que hay que defender: que la Iglesia, interpretamos nosotros, está comprometida a defender. Pero también los laicos, ha dicho el cardenal, deberían saber aceptar la espina dorsal de su propia carne. Y es que el laicismo abandonado a su propia inercia deriva en un relativismo absoluto, que como denunciaba Ratzinger destruye la propia razón y el actuar humano. Este es el punto central del drama europeo: una razón que se ha desvinculado de su origen, y así, se ha vuelto incapaz de decir una palabra significativa sobre qué es el hombre y cuál es el sentido de su vivir en el mundo.

Vacuidad e intolerancia brutal
El denominado “caso Buttiglione” ilustra bien este momento de la actualidad europea. Por una parte, la vacuidad del debate cultural y moral que conduce la leadership de la política y de los centros intelectuales y mediáticos, un debate incapaz de atravesar la corteza de lo políticamente correcto y siempre dispuesto al escándalo, como si se tratara de una doncella. Por otra, la intolerancia brutal frente a quien disiente, que implica la destrucción de su imagen y su posterior exclusión del ámbito público. Por primera vez, un responsable político europeo ha sido reprobado no por su incapacidad de gestión o sus errores políticos, sino por sus convicciones morales. La Europa que se presenta como templo de la libertad de pensamiento y que dice asegurar un espacio público para todos, expulsa de la escena a un político por sostener la concepción cristiana de la sexualidad. Y es que hemos llegado a la paradoja grotesca de que una parte significativa de esta Europa que ha nacido de siglos de educación cristiana, considere apestados a los que se mantienen fieles a ese origen.

Entre la siesta y el festejo
Como ha apuntado Ratzinger, la Europa de la razón y de los derechos del hombre no sobrevivirá al relativismo absoluto. Sólo el reconocimiento de esa espina dorsal de la cultura europea, que algunos tratan de expulsar a toda costa, puede ofrecer una base sólida para la aventura iniciada en 1957. Curiosamente el cardenal alemán enlaza de manera imprevista con el diagnóstico del laico Belohradsky. Y es que la batalla por la libertad y la dignidad de toda persona debiera fundir en un abrazo a todas las fuerzas sanas de esta Europa que oscila entre la siesta y el festejo, mientras se borran las trazas de su genuina originalidad.

* Publicado en Libertad Digital del 3 de noviembre.
www.libertaddigital.com



BOX
La Santa Sede considera que la ausencia de una mención a las raíces cristianas en la Constitución de la Unión Europea se debe más que a prejuicios anticatólicos a la “miopía cultural”

La referencia a las raíces cristianas de Europa no podía poner en peligro, como alguno temía, la laicidad –¡la sana laicidad!– de la estructura política. Era necesaria, por el contrario, para mantener viva la conciencia de la identidad histórica concreta de Europa y de sus volares irrenunciables. Si la nueva “vieja Europa” quiere desempeñar en la historia de los años venideros un papel digno de su pasado, no podrá contentarse con vagas reminiscencias, sino que tendrá que ser consciente de aquello que específicamente ha conformado su fisonomía espiritual. Más que el prejuicio anticristiano –que no sorprende– asombra la miopía cultural: pues decir “raíces cristianas” no quiere decir limitación ideológica, sino memoria del fermento producido en la historia de Europa, y desde Europa difundido a todo el mundo. Hacer memoria de la revolución más grande del espíritu que ha conocido la humanidad no quiere decir esperar en el regreso de estaciones que ya han pasado, sino esperar en un nuevo humanismo, que no pierda su vigor por el relativismo ni quede esterilizado por el tecnicismo.

(De la entrevista a Giovanni Lajolo, secretario para las Relaciones con los Estados de la Santa Sede, La Stampa, 29 de octubre de 2004.)

 
 

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