El profesor Nikolaus Lobkowicz interviene sobre el primer factor de Educar es un riesgo: «Conocer el pasado es una ayuda para comprender y afrontar racionalmente el presente»
¿Qué valor tiene el pasado en el recorrido educativo que escuela y universidad deben realizar?
La educación no consiste solamente en la “socialización”, aunque la implica en cuanto integración en la cultura en la que se ha nacido y se vive. Si esta socialización fuese simplemente un amoldarse al presente, sería ciega, se quedaría en algo totalmente superficial. En la actualidad, en un mundo dónde todo se vive de prisa y corriendo, esto vale todavía más. Vivimos en una sociedad pluralista. Como consecuencia, los jóvenes son bombardeados por principios, ideales y convicciones que no solo no se ponen de acuerdo entre ellos, sino que muchas veces se contradicen. Alasdair MacIntyre describía este fenómeno en su libro Tras la virtud. Conocer el pasado es una ayuda irrenunciable para la reflexión, y por tanto para afrontar racionalmente el presente. Si se profundiza en el pasado, se empieza a comprender y enseguida también a distinguir. Poco a poco se descubren criterios sobre cuya base se puede juzgar el presente y de esta forma se discerne cuál es el modo más razonable de actuar.
En una época en la que los adultos parecen vivir el presente inmediato sin memoria alguna, ¿de dónde hay que partir para comunicar a los jóvenes una tradición?
Creo que lo que usted dice de los adultos no es del todo exacto: nunca como ahora he observado un interés tan fuerte por la historia. El problema estriba en que el conocimiento del pasado, inevitablemente, es selectivo (para evitarlo deberíamos vivir de nuevo todo el pasado), y es necesario individuar los criterios de elección “justos”. Con esta finalidad es necesario tener una especie de “perspectiva” que no sea abstracta, sino “existencial”, una perspectiva que me permita (re)conocer lo que realmente tiene que ver conmigo. Por eso no se trata de transmitir una tradición cualquiera, sino de buscar aquella “that makes most sense”, es decir, que permite comprender la historia tal como ella es, es decir, mirarla desde el punto de vista de la historia misma. Para conseguirlo es necesario “comprender al hombre” que, a pesar de todos los cambios culturales, es siempre el mismo porque se caracteriza por lo que llamamos “ser”. Creo que el mejor camino para transmitir a los jóvenes una tradición es despertar en ellos la necesidad de comprender, la necesidad de comprenderse a sí mismos en el presente. Y también recordar que todos nosotros anhelamos una “morada”. Se acepta y se profundiza una tradición sólo si se tiene una “patria espiritual”.
En el mundo llamado “globalizado” y sin puntos de referencia, ¿qué significa que un chaval debe ser ayudado a conocer y a verificar la tradición en la que ha nacido?
Creo que todos estos discursos sobre la globalización son palabrería inútil. Prescindiendo del campo económico, estamos muy lejos de vivir en un “mundo globalizado”. Lo que sucede en la actualidad es que nosotros sabemos muchas más cosas y muchos más detalles de culturas distintas de la nuestra que nuestros padres y abuelos. Aunque pueda parecer algo superficial, el turismo, el viajar frecuentemente ha ofrecido una contribución fundamental en este aspecto. No hemos llegado todavía al punto en que, por ejemplo, se enseñe historia europea en los colegios. La enseñanza de la historia se transmite todavía desde el punto de vista de los distintos países: historia alemana, francesa, española, es una herencia del infeliz fenómeno del nacionalismo, al que considero el pecado del siglo XIX. Sólo conozco un libro, una obra imponente, que trata de presentar de forma unitaria la historia europea, desde Gibraltar hasta Moscú, desde Islandia hasta Malta, desde sus albores hasta la reunificación de Alemania: se trata de un volumen publicado en Oxford en 1996: Europe. A History, del historiador inglés Norman Davies que, por cierto, es católico.
Por lo que respecta a su pregunta, un chico crece católico, protestante, judío o incluso ateo no solo en un determinado país, sino también en una determinada región y en una cierta ciudad. Para la socialización cultural se debe tener un punto de partida; aunque esta cultura concreta sea abandonada, siempre permanecerá una cierta gratitud por haberla conocido y comprobado. El punto de partida quedará siempre como la “patria de origen”, aunque se pueda a continuación abandonarla o llegar incluso a odiarla. Pero no se debería ni siquiera odiarla: por muy errada o descarriada que pueda ser, forma parte de nosotros mismos. Pienso con gusto en Edith Stein que, incluso como carmelita, no dejó de ser judía y que cada mañana, cuando llegaba a la capilla y veía la imagen de Jesús y de la Virgen en el altar, pensaba con alegría que ambos eran “de su misma sangre”. Sin una percepción de nuestros orígenes el futuro no puede ser positivo...
En su libro Educar es un riesgo don Giussani escribe que es necesario proponer “adecuadamente” el pasado. En su opinión, ¿cuáles son las condiciones que un educador –ya sea padre o profesor– debe respetar para ser “adecuado” en proponerlo a los jóvenes?
A mi modo de ver el único camino consiste en vivir lo que resulta prometedor de este pasado, o bien vivirlo de tal modo que constituya una alegría para los jóvenes formar parte de él. Nuestra cultura, que desde los tiempos de los griegos se fundamenta esencialmente en la expresión oral y escrita, ha ignorado el hecho de que las tradiciones no se perpetúan con la enseñanza y el aprendizaje, sino a través de los ejemplos. Naturalmente esto no excluye, sino que comprende, el hecho de que padre, madre o educador den cuentas con discreción, a aquellos que se las pidan, de la esperanza que hay en ellos, como dice la primera carta de Pedro (1P 3, 15). Esto puede significar también que si fallamos con respecto a nuestra tradiciones u convicciones, podamos admitirlo abiertamente en vez de abrazar, como sucede a menudo hoy en día, nuevas opiniones. Una de las tragedias de nuestra cultura política consiste en que los políticos no están nunca dispuestos a admitir abiertamente que se han equivocado en algo, un gesto que conquistaría para ellos el corazón de los jóvenes que, en cambio, vuelven horrorizados las espaldas a la política, con excepción de los que serán un día, como ellos, embusteros.
En el prefacio a Educar es un riesgo usted habla de un cristianismo “empalidecido”, que «se mueve sobre vías que son muy ricas en “tradiciones”, pero que son al mismo tiempo “tradicionales”, y por ello percibidas de algún modo como restrictivas». Si tuviese que indicar sintéticamente los elementos que definen nuestra tradición que tuvo su origen hace dos mil años, ¿cuáles subrayaría?
Esta tradición es tan vasta y de una riqueza tal que es difícil subrayarla con una o dos frases sin correr el riesgo de tergiversarla o limitarla. Además se trata de algo más que una simple tradición; es el camino que Dios ha elegido para permitirnos incorporarnos a Él. Los dos elementos en absoluto más importantes de esa tradición son el hacerse hombre del Logos y la presencia de Jesucristo y del espíritu de Dios que se perpetúa en su Iglesia. Existe un aspecto de la Iglesia que se comprende muy raramente, pero que tiene una especial importancia: con frecuencia se considera a la Iglesia como una obra ciertamente importante, pero exclusivamente humana. Es cierto que gran parte de las tradiciones de la Iglesia son cultura, y por tanto son creadas por el hombre, pero se trata simplemente de dimensiones ulteriores de una “disposición divina (por su naturaleza)”. Desde luego lo que Dios obra en la historia va más allá de la Iglesia visible, pero evidentemente Dios ha decidido obrar en la historia a través de su Iglesia.
Habiéndose perdido gran parte de la tradición, la intermediación de la fe parece que tiene que apoyarse hoy sobre los aspectos elementales del cristianismo. El Santo Padre lo ha subrayado recientemente (cfr. carta de Juan Pablo II a don Giussani de abril de 2004: «Precisamente aquí reside la original intuición pedagógica de vuestro movimiento, es decir, volver a proponer de modo atractivo y en sintonía con la cultura contemporánea el acontecimiento cristiano, percibido como fuente de nuevos valores, capaces de orientar toda la existencia»). ¿Qué se deriva de aquí en relación con la tradición? ¿Qué tarea cultural tiene ante sí el pueblo cristiano en el momento actual?
Considero que hoy en día el anuncio debe apoyarse sobre aspectos del cristianismo todavía más elementales que lo elemental. En la actualidad nuestra situación con respecto al anuncio me parece mucho más difícil que la del Apóstol de los gentiles. Pablo predicó en una cultura para la cual era natural ser “religioso”. Por esto se apoyó en las tradiciones judía y pagana que ya conocía o que aprendió a conocer. Piénsese, por ejemplo, en cómo, apenas escuchada la llamada del macedonio que se le había aparecido en un sueño, comienza a utilizar en la carta a los Filipenses (Flp 4,8) conceptos que no provienen de la tradición judía, sino de la lengua de los griegos cultos: “noble, virtuoso, digno de alabanza”. Por el contrario nosotros tenemos que enfrentarnos con una cultura que ha perdido en general el sentido de lo religioso, que piensa y vive solo en la inmanencia. Nos vemos por eso obligados a despertar de nuevo el sentido religioso. En su libro El Sentido Religioso don Giussani ha mostrado de forma maravillosa cómo se puede actuar. En él se muestra la posibilidad de anunciar la Buena Noticia de forma que pueda responder a las preocupaciones y a las esperanzas, diría incluso a los deseos más profundos, de los hombres de hoy. Todo esto exige una gran apertura con relación a lo que en última instancia pone al hombre en movimiento, aunque a primera vista pueda parecer que no tiene nada que ver. En vez de irritarse y de renegar contra todo esto, contra todo aquello que va mal en el mundo de hoy, como por desgracia hacen gustosos los cristianos conservadores, hay que mostrarles cuáles son los caminos que despiertan la esperanza, que dan valor, que conducen a la paz interior. Si no estamos convencidos de que nuestra fe y las tradiciones que ha creado son la respuesta que anhelan los hombres, no conseguiremos que nadie nos escuche. Si bien es correcta la regla pedagógica, a menudo aplicada hoy, de que hay que ir a buscar a los hombres allí donde se encuentran, se olvida sin embargo demasiado a menudo el hecho de que hay que llevarlos después hacia una meta. «La inculturación del cristianismo», sobre la que Juan Pablo II ha vuelto repetidamente desde la encíclica Slavorum Apostoli, significa también enlazar con todo lo que en una cultura es «noble, virtuoso, digno de alabanza», y no existe cultura tan corrompida que carezca de estos conceptos.
Hace poco tiempo don Giussani recomendaba, tomando como punto de partida la experiencia personal de la salvación en Cristo, estudiar la historia de la humanidad para poder agradecer mejor a Dios por la bondad del propio encuentro con Cristo. ¿En qué sentido su relación con la historia ha reforzado su gratitud por ser cristiano?
En primer lugar debo decir que su pregunta me hace avergonzarme porque pienso con demasiada poca frecuencia que debería estar agradecido por ser cristiano. Quizá esto se deba a que he crecido en una familia y en una atmósfera en la que se daba por descontado ser “un valiente católico en un ambiente anticatólico”, o por lo menos así he vivido mi juventud en Bohemia. Además, no resulta sencillo responder a su pregunta desde el punto de vista metodológico. Ciertamente, si se reflexiona sobre la historia como cristiano, se debe observar la historia de la humanidad bajo una determinada luz para tener la posibilidad de ver cómo Dios ha conducido a los judíos hasta la encarnación y, después de haber venido como hombre, ha guiado después a la Iglesia paso a paso. Hegel fue sin duda demasiado simplista cuando afirmó que la historia del mundo auténtica y empíricamente comprensible estaba contenida en el juicio universal; al final esto le habría obligado a interpretar el Holocausto como un paso dialécticamente necesario en la profundización de la comprensión de los derechos humanos (aunque en la Iglesia hoy se habla de derechos humanos de forma distinta a como se hablaba tras la Primera Guerra mundial). T.G. Masaryk, el primer presidente checoslovaco, formulaba este concepto de forma aun más incisiva: «Pravda vítìzí», “la verdad vence”. Agustín lo vio de forma todavía más precisa: en el primer plano, en la escena, está la verdadera historia del mundo pero, al mismo tiempo, en el fondo, se desarrolla otra historia, la de la gracia, en la que las aparentes victorias en la escena del primer plano son derrotas, y las derrotas son, o podrían ser, victorias. La derrota terrena de Cristo es “la victoria de Dios en la historia”. Quizá puedo responder así a su pregunta: reflexionando sobre la historia, mi fe cristiana me ha dado una perspectiva que ha encontrado siempre confirmación en el análisis de los textos históricos. A este respecto me ha dado una forma de ver que, en mi opinión, me hace inmune a las ideologías.
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