Profesor de Derecho en la Universidad de Notre Dame en EEUU. Antes de conocer el movimiento la vida cotidiana parecía separada de la fe: «Lo que más novedoso me resultó fue el modo en que don Giussani enseña a ver la vida diaria como vocación»
Durante muchos años, antes de implicarme en el movimiento, había estudiado y practicado el Derecho y daba clase en la universidad. Mi matrimonio iba muy bien y tenía una familia feliz; me rodeaban los amigos y vivía la vida de la Iglesia mediante el estudio, la oración y el servicio. Sin embargo, una separación entre estos distintos aspectos de la realidad dejaba abierto en mí el deseo de algo distinto, de una vida que conciliara intensamente todas estas cosas, para que no fueran ámbitos de mi vida separados entre ellos. En particular, la vida de fe me parecía algo “distinto”, separado de mi trabajo concreto, de mi familia y de mi humanidad. Cuando conocí CL (o, más precisamente, cuando volví a encontrarlo, porque la semilla había sido plantada hace muchos años, siendo yo estudiante, pero tardó casi 15 años en florecer), lo que más novedoso me resultó fue el modo en que don Giussani enseña a ver la vida como vocación; me ha enseñado a no buscar una llamada fuera de la realidad concreta de mi vida diaria, y a ver la vida misma, en su totalidad, como una vocación.
Hasta el detalle
Al ir percibiendo así la vida, en lugar de concebir el elemento religioso como algo impuesto desde lo alto o añadido al resto, la presencia de Cristo empezó a coincidir con todo: trabajo, familia, amigos, hasta los detalles más pequeños. Mi atracción por el carisma de CL me ha ofrecido el don de una vida que ha reencontrado su unidad, una conciencia mayor y una pasión por el gusto y la sustancia de la realidad que se me da en cada instante, además de una razón para entregarme a todo en cuerpo y alma.
Entre los múltiples frutos de esta vitalidad, se encuentra una comprensión nueva y más honda del significado de mi trabajo. Empiezo a entender lo que se dice en las antiguas Instituciones de Justiniano: «No es muy útil conocer la Ley, si nada sabemos de las personas para las que las leyes están hechas». Comprometerse con la persona humana –no en abstracto, sino como con alguien presente, con una carne cuya dignidad se apoya en el nivel más profundo, el de las exigencias de felicidad, libertad y eternidad, con la que somos creados–, es el objeto de la ley y de mi estudio, de mi escribir y enseñar. Descubrir mi humanidad me devuelve la energía para abordar los problemas en el campo de los derechos humanos fundamentales o de la salvaguarda de la libertad de las distintas culturas en la comunidad internacional. En clase comprendo mejor que mi enseñanza no consiste simplemente en trasmitir una técnica, sino en compartir la vida de mis estudiantes y alentar en ellos el deseo de eternidad.
Nada menos que el significado
A veces no puedo menos que detenerme y decirles: «Abrid los ojos y los oídos, porque lo que acontece en estos momentos no es nada menos que el misterio, el significado y el destino de vuestra vida. ¡Vuestra vida tiene un valor infinito!».
Les miro con una mirada paterna que desea su felicidad, una mirada que nunca hubiera tenido por mis propias fuerzas. Esta capacidad me viene de Otro, del encuentro con Cristo en una compañía cuyos rostros me vuelven a crear cada día. Pero, sobre todo, brota de nuevo todas las veces que regreso a casa y abrazo a mi mujer y a mis hijos: es ahí donde vivo más agudamente la necesidad de misericordia y de ternura; ahí vivo más intensamente el deseo de ser una presencia a su lado; ahí encuentro la fuente viva de esperanza que me hace vivir, a pesar de mis errores y distracciones; ahí veo con más claridad que he cambiado.
He empezado a seguir como un hijo la mirada de don Giussani hacia ese Rostro que no se cansa nunca de indicarnos, para que mi vida cobre una unidad y yo pueda ser padre, marido, profesor, estudioso y amigo, para que pueda ser un hombre.
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