En la Universidad Católica de Milán a comienzos de los años 70 faltaba una presencia cristiana comunitaria y visible. Pero un grupo de chavales tuvo la suerte de entablar amistad con don Giussani: «Interviniendo con mucha discreción, trataba de comunicarnos toda la belleza de la experiencia cristiana y enseñarnos que lo prioritario era anunciarla al mundo,antes que rebatir los juicios ajenos»
Hacia comienzos de los 70 don Giussani se había apartado de la dirección del movimiento en la Universidad. Tenía algunas mañanas libres y, por una singular predilección, yo pasaba muchas de ellas con él en vía Martinengo, en la pequeña habitación de la planta baja que hacía las veces de dormitorio y de despacho. Ahí recibía a las personas que iban a verle y atendía las continuas llamadas de teléfono, que interrumpían el resto de sus múltiples tareas diarias. Él leía o escribía, yo estudiaba. Aprovechábamos para hablar de muchas cosas y cada vez que respondía al teléfono me sorprendía. Toda su atención se fijaba en la persona que hablaba por el otro lado, sin reserva. Años más tarde me conmoví al escucharle decir que verme a mí era como ver sus hijos multiplicarse por mil.
En el primer piso, vivía el padre Scalfi, que a media mañana le ofrecía el chai, el té al estilo ruso. Era precioso ver cómo estos dos hombres, unidos por el mismo ideal de servicio a la Iglesia, gozaban de su mutua compañía en el breve espacio de tiempo de un té. Don Giussani llamaba al padre Scalfi su “superior”, porque vivía en el piso de arriba, y se saludaban por la escalera con voces vigorosas. Fuera, el jardín de las Hermanas de la Caridad de la Asunción estaba lleno de rosales, y una glicinia trepaba por el muro del convento con su tronco nudoso. Todos los años tenía una floración espectacular. En el suelo de la habitación, pegado a la pared, había siempre un reguero de polvillo blanco: a don Giussani le aterraban los insectos, y los mantenía severamente a raya.
Devolver la carnalidad a la vida cristiana
Una mañana le encontré leyendo la Biblia. Cerró la página sobre la que se había detenido y me recibió citando un pasaje del Evangelio: «¿Cómo pueden los invitados a la boda ayunar, cuando el esposo está presente?», y lo comentó: «Este es el concepto de penitencia cristiana». Para él la penitencia coincidía con la alegría por la presencia de Jesús, y esto se dibujaba en su rostro. Decía a menudo que «nuestra posición devuelve la carnalidad a la vida cristiana, como no sucedía desde los tiempos de los Padres de la Iglesia». Recuerdo que una vez, hablando del carácter débil de una amiga común, utilizó esta metáfora: «La ternura no son sólo las flores, la ternura es un tronco».
Sobre el tema de la alegría, uno de los recuerdos más vivos de su paso por la Universidad Católica fue el momento en el que, estando en el primer claustro, a la altura del aula Juan XXIII, le saludó una pareja de novios. Él se puso entre los dos, les acompañó un rato, deprisa, como siempre, y aprovechó para recordarles las palabras de san Pablo: Hilarem datorem Deus diligit.
Casi en el mismo lugar, pocos años después, cuando me convertí en responsable de la comunidad, que entonces contaba con casi quinientas personas, y me preguntaba cómo podría llevar a cabo una tarea tan comprometida, él me dio la indicación que desde entonces siempre he seguido, incluso en condiciones de vida distintas: «Tú hazte amiga de cinco, y así podrás llegar a cincuenta más». Y así fue: yo quedaba con Simone, Amicone, Intiglietta, Banterle y Fontolan, y leíamos juntos el Miguel Mañara y La anunciación a María. Nos hicimos amigos para la vida, aunque ahora vernos no es tan fácil como antes. Ellos tenían mucha más facilidad de relación que yo, dilataron lo que sucedía entre nosotros y lo comunicaron a sus amigos, y así conocieron, entre otros, a Testori, a Tobagi y a muchas otras personalidades significativas de aquellos años tan combativos. Nació también Kaccomatto (se aludía a la expresión “jaque mate”), un periódico que citaba a Shakespeare junto a cartas de los militantes de extrema izquierda de Lotta Continua.
Aquella carta dirigida a Pasolini y jamás enviada
Pero, volviendo a la habitación de vía Martinengo, ¡qué conmoción ver a don Giussani leyendo la noticia de la muerte violenta de Pasolini y en su mesa una carta dirigida al escritor que ahora ya no se terminaría, en la que expresaba una consonancia profunda con las posiciones sostenidas por él en muchos artículos del Corriere della Sera!
Habíamos alquilado dos locales para nuestras reuniones en el sexto piso de un viejo edificio en la calle Magenta. Entonces nos llamábamos “las guardias rojas”, nombre de guerra, nombre clandestino que don Giussani desaprobaba. A pesar de esto subía al local y participaba en nuestras reuniones y en las comidas que teníamos a continuación. No teníamos espacio alguno para reunirnos en la universidad, para organizar nuestra presencia, para escribir pancartas y carteles donde expresar nuestros juicios, para discutir: el uso del aula san Giovanni se nos concedería más tarde. Eran años en los que la experiencia de Comunión y Liberación estaba muy aislada en el mundo eclesial y civil. En la Católica el rector Lazzati no veía con simpatía a CL, aunque algunos profesores, sobre todo en la facultad de Filosofía y Letras, apreciaban la presencia de nuestro movimiento. Los grupos extraparlamentarios trataban de impedir, a menudo con violencia, cualquier expresión pública en la universidad y en las escuelas que no comulgara con ellos. Esto nos llevó a asumir una pesada postura defensiva, que al final resultaba asfixiante. Don Giussani, interviniendo con mucha discreción desde fuera, trataba de hacernos comprender lo hermosa que era la experiencia cristiana, y nos hacía ver que esto era lo primero que teníamos que comunicar, antes que rebatir puntillosamente los juicios ajenos. Y nos hizo corregir un periódico mural que habíamos colgado fuera de la Católica, para que la frase inicial no expresara nuestra reacción a la ideología, sino la experiencia cristiana que vivíamos. Este fue, a mi parecer, el primer cambio de ruta que se expresaría plenamente en Riccione en el año 76, que comenzó a influir en nuestro modo de razonar. La fiesta por la subida de precios del comedor universitario, forma irónica de protesta de los estudiantes en un lugar que no habría admitido una contestación dura por parte de los católicos, tuvo este origen remoto y dejó admirado a todo el mundo académico, desde los profesores a los bedeles, que se encontraron con los claustros invadidos por pacíficas y divertidas contestaciones. Era una forma de reaccionar a una decisión injusta que nunca antes se había visto por allí. Y la subida se retiró.
La cita de las 8.30 en el Aula Magna
Al principio las clases de don Giussani no eran muy frecuentadas por los estudiantes. Por raro que parezca, tampoco los estudiantes del movimiento asistían a la cita de las 8.30 en el Aula Magna los martes, miércoles y jueves, cuando se impartían los dos cursos sobre el sentido religioso y sobre la Iglesia. Con frecuencia don Giussani lamentaba no poder preparar las clases con cuidado, a causa de los crecientes compromisos en la guía del movimiento. Sin embargo, aquellas clases eran seguidas con atención, y desde la cátedra los asistentes se veían constantemente interpelados sobre su propia experiencia y también para intervenir con preguntas y observaciones, cosa entonces muy novedosa en los cursos universitarios. En una de las tres horas don Giussani había organizado una serie de seminarios y el Aula Magna se llenaba de pequeños grupos de estudiantes que debatían bajo la guía de expertos los problemas más variados concernientes a la exégesis, la literatura, la Iglesia en el Este europeo o la educación. Don Giussani supervisaba e intervenía cuando alguien necesitaba alguna aclaración. Su mirada era muy penetrante, parecía escrutar al interlocutor, y esto incomodaba a algunos. Su hablar, a pesar de su voz ronca, era limpio y nunca perdía el hilo del discurso, ni siquiera en la espesura de largas digresiones. Escuchar era como comer un pan bueno y sabroso. Y poco a poco el Aula Magna se llenó, pues los que asistían habían corrido la voz, admirados por aquella enseñanza tan antigua y tan actual, y ese fue el método infalible de una influencia de la que ahora todo el movimiento goza a través de la Escuela de comunidad.
Un recuerdo muy vivo es el de la escalera F, en donde se encontraba el pequeño despacho reservado a los profesores de Introducción a la Teología. Durante la hora de tutoría de don Giussani, ¡cuántas personas subían y bajaban los escalones de esa escalera F, cuántas decisiones importantes se tomaron en aquel despacho! Algunas de ellas, decisivas para todo el movimiento: la idea de confraternidad, más tarde de Fraternidad, nació allí, de la necesidad expresada por los que se licenciaban y pensaban en casarse y querían continuar la experiencia del CLU. Podría citar los nombres y apellidos de los que inspiraron esta idea, como también los de un amigo inteligente y escéptico con el que me crucé un día por la escalera, después de una conversación con Giussani, y cuyo rostro me impresionó, porque era como el de un niño.
Una cena en Trezzano sul N.
Una noche aquel puñado de amigos organizó una cena en Trezzano sul Naviglio, y don Giussani participó en la fiesta. Éramos cerca de treinta. En el momento culminante, Simone sacó de no se sabe dónde un sombrero y se lo regaló, ante la sorpresa divertida de todos. Después empezamos a bailar: era precioso estar juntos de esta forma, se respiraba la amistad de los mejores momentos. En un determinado momento don Giussani interrumpió el baile y nos dijo más o menos lo siguiente: «Es hermoso ver la armonía que hay entre vosotros, ver lo contentos que estáis esta noche. Pero cuando descubráis dentro de la alegría del baile una nota de tristeza, os daréis cuenta de una belleza todavía más grande. Os deseo que este momento llegue pronto».
El último recuerdo me afecta de forma muy personal. Cansada por la responsabilidad de la guía, me había ido a descansar unos días a la montaña, y me había llevado únicamente la Biblia. La leía y releía hasta que me detuve en un versículo del Cantar de los Cantares que me pareció muy hermoso: «¿Quién es esa que viene del desierto, apoyada en su amado?». Cuando volví a Milán se lo conté a don Giussani y él me dijo: «Tú vienes del desierto del afecto y hoy seguirías a Jesús a cualquier lugar. Lo que aún tienes que reconocer es el signo, y ese signo somos nosotros». Aquel día fue decisivo para la definición de mi vocación, si no en la forma que reconocería más tarde sí como cauce en el que se desarrollaría.
Estos episodios que he contado representan instantes de verdad que son como semillas en la tierra de la memoria; los ofrezco en esta fiesta del 50 aniversario de CL con gratitud como testimonio de lo que hemos recibido y como brotes para la esperaza de todos.
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