Presentó en París la edición francesa del libro ¿Se puede vivir así? e intervino en el último Meeting de Rimini. Ahora la editorial Nuevo Inicio publica su primer libro traducido al español con el título La fe de los demonios (o el ateísmo superado). En esta entrevista, FABRICE HADJADJ relata cómo ha pasado del nihilismo a la fe, gracias a «una angustia que se ha convertido en un tesoro»
A pesar de su juventud (nació en Nanterre en 1971), Fabrice Hadjadj cuenta ya con una respetable producción filosófica. Su primer texto fundamental es Réussir sa mort, un ensayo acerca de la muerte en el que se analiza el sentido que ha adquirido el «desenlace final» en la sociedad tecnológica: «Debemos elegir entre una eliminación técnica o una vida ofrecida libremente. No hay alternativa: quitarse la vida o entregarla por lo que vale la pena». Ésta es la perspectiva del joven pensador que vive en Toulon, está casado y es padre de cuatro hijas. Su ensayo sobre la muerte le valió el «Gran Premio de Literatura Católica».
De ascendencia judía y nombre árabe –nació en una familia de origen tunecino–, vivió una juventud «nihilista» de palabra y de obra, ajena a toda aspiración religiosa e inmersa en una ardiente pasión por la literatura. Con tan sólo treinta años, se encarga, junto a John Gelder, de elaborar una antología en la que colaboran autores como Michel Houellebecq, Dominique Noguez y Raoul Vaneigem.
Se rindió ante la imagen de un crucificado en la iglesia de Saint-Séverin –en el centro de París– y fue bautizado en la célebre abadía de Solesmes, famosa por su ininterrumpida tradición de canto gregoriano. La conversión le dio un impulso decisivo a su reflexión filosófica y literaria, que se mueve con libertad en campos muy diversos. A la meditación sobre la muerte de la que hemos hablado, siguió una reflexión filosófica sobre el sexo: La profundidad de los sexos (de próxima publicación en la Editorial Nuevo Inicio). En este libro, el autor trata de devolver al concepto de «carne» su más hondo significado cristiano. No es éste el factor a pesar del cual puede salvarse el hombre, sino más bien su «sello divino». En ese sentido, Hadjadj es deudor de la gran tradición de los Padres de la Iglesia, para quienes «lo que no se asume, no queda salvado». ¿No fue acaso Tertuliano, el célebre apologeta romano del siglo III, quien afirmaba que «caro cardo salutis», «la carne es el quicio de la salvación»?
¿Cómo se convirtió al cristianismo?
Si el cristianismo o, más bien, Jesucristo mismo, es la Verdad, como yo creo, se suscita otra pregunta: ¿Cómo no me convertí antes? ¿Qué obstáculos me impidieron acercarme a un misterio que es el de la realidad misma? A decir verdad, no me gusta mucho hablar de mi conversión, principalmente por dos motivos. El primero es que Dios nos convierte con toda la Creación. Uno se convierte, en primer lugar, porque respira, por “el poema primigenio de la respiración”, como diría Rainer María Rilke. Luego, porque amanece, las flores son hermosas, el sol nos guía, nuestra madre nos sonríe... Pero no llegamos a Él sólo por la belleza, sino también por esa honda desesperanza que nos asegura que no podemos darnos la felicidad a nosotros mismos y que por ello debemos gritar a un Salvador. Así pues, todo concurre, el bien y el mal, para que podamos dirigirnos hacia Dios.
Hay un segundo motivo para mi reticencia. Presentarse como converso implica con frecuencia ceder a un discurso triunfalista: «¡Heme aquí!, por fin me he convertido». En cambio, la conversión no es un punto de llegada, sino de partida. Nos compromete a convertirnos ahora, cada vez más a fondo, hasta la última conversión en el momento culminante, el de la muerte. ¡Por fin, ahora, soy católico! Pero la conversión se da para vivir la caridad, si no, me transformo en algo peor de lo que era antes. Me aprovecho de la riqueza de Cristo con vistas a mis pequeños intereses y a mi orgullo. Puedo contar uno de los acontecimientos que en mi recorrido intelectual me dispuso adecuadamente para encontrarme con el Crucificado. Estaba reflexionando sobre la técnica a partir del pensamiento de Martín Heidegger y de Georges Bataille, es decir, sobre esa técnica que se propone fabricar un hombre pacificado por la Neuroquímica, la realidad virtual, la Biogenética, etc. Entonces tuve la intuición de que nuestra angustia es nuestro tesoro: puede rompernos en un clamor vertical, hacia Dios. Por otra parte, el origen de nuestra angustia no puede estar a la vez en la muerte y en el Cielo. La presión del Cielo es la que nos hace esperar una felicidad que va más allá de este mundo y nos hace experimentar este mundo en su precariedad más absoluta. La debilidad corporal, el cuerpo que sufre, el hombre en su condición trágica, todo me parecía más grande que esos “superhombres” saciados de bienestar y dopados para obtener el éxito. Llegado a este punto estaba listo para escuchar al Ecce Homo.
Usted ha vivido un período de su vida marcado por el nihilismo tanto en un sentido intelectual como biográfico. Ha trabajado junto a Michel Houellebecq, el autor de Las partículas elementales y La posibilidad de una isla. ¿Qué ha significado para usted ser «discípulo de Nietzsche»?
Hoy, mirando atrás, puedo hablar de mi antiguo nihilismo. Evidentemente en aquella época no lo reconocía como tal. El nihilismo es plenamente nihilista sólo a condición de ignorarse como tal y de creer, por el contrario, en la esperanza de una respuesta final. El hombre me parecía un fantoche con el que el universo se divertía y pensaba que lo mejor era divertirse con ese pelele, ser como un bufón que se ríe de todas las instituciones, empezando por la familia... ¡Como si fuera posible! Aunque quería ser nietzscheano, seguía siendo un joven sentimental. Es curioso, pero se puede ser al mismo tiempo romántico y nihilista. Estaba a favor de la extinción de la especie humana y, al mismo tiempo, pasaba por terribles penurias amorosas. Decía con Nietszche: «Todo lo que no me mata me hace más fuerte», pero la mínima contrariedad me destruía... A fin de cuentas, era un literato. Por lo demás, el nihilismo del que hablo no es una opción filosófica. Está en el ambiente de nuestro tiempo. Cuando se cree que la especie humana es producto de un bricolaje casual, que será reemplazada por otra menos nociva y de mayor éxito, nos hayamos inmersos en el nihilismo más absoluto. El darwinismo no es sino puro nihilismo, con su lógica competitiva («la lucha por la vida»), su rechazo del concepto de naturaleza humana y la negación del misterio de la historia en favor de una visión completamente biológica del pasado. Si preguntáis a un muchacho: «¿Quiénes son tus antepasados?», él os responderá: «Los simios». Y si le seguís preguntando: «¿Cuál es nuestro futuro?», te contestará: «La extinción». Con estas premisas lo normal es que uno tenga ganas de destruirlo todo. Lo que me desconcierta, y me asusta, es que quienes predican tales doctrinas siguen viviendo como pequeños burgueses.
Hoy se habla mucho de religión y de «nueva laicidad», por usar palabras del presidente francés Sarkozy. Se discute sobre la contribución de los diversos credos al espacio público europeo. En su opinión, ¿cuál es la contribución más importante del cristianismo a la vida social de Europa?
No hay sólo una aportación, sino muchas. Europa es esencialmente cristiana. He concluido una investigación sobre el Retablo del Cordero Místico de los hermanos Van Eyck, donde demuestro que el dogma eucarístico de la Transustanciación, instaurado en 1225 en el Concilio Lateranense, se halla en el origen de la ciencia y del arte en su dimensión moderna. No se trata de una aportación u otra del cristianismo a Europa: el cristianismo no es una flor entre tantas, es el sol que permite que todo crezca, o mejor aún, la linfa que nutre el interior. Cuando hablamos de raíces, hablamos de esta linfa sin la cual el árbol se seca y muere. Sería necesario recordar el libro de Romano Guardini El ocaso de la Edad Moderna. Guardini percibe que la modernidad es desleal. Sustrae al cristianismo alguno de sus elementos: la distinción entre el poder espiritual y temporal, la exaltación de la persona humana, la afirmación de la bondad de la carne... y las utiliza contra el propio cristianismo. Así pues, estos artículos de fe se convierten en “valores” del mundo, como si fueran monedas, vacíos de su sustancia y de la relación vital con Cristo. La separación de los poderes se transforma en laicismo; pero una laicidad sin Dios, que no asuma la carga de la aspiración humana a la trascendencia, rápidamente se ve amenazada por el fanatismo teocrático. El significado de la persona se degrada en individualismo; pero un individuo sin raíces históricas ni aspiraciones espirituales sólo es un clon que el mercado manipula. Finalmente, la afirmación de la carne se disipa en la pornografía o en el odio hacia el acto carnal y sus consecuencias naturales, en favor de un placer virtual que cae con frecuencia en la desesperación.
¿Cree usted la cultura europea volverá a acercarse al cristianismo?
La cultura europea se apoya en cimientos teológicos. Si se aleja de ellos, no generará otra cultura, sino que caerá en la incultura misma, en una gestión mecánica de las pulsiones. Este nuevo acercamiento ha de ser posible, es más, afirmo que es urgente y vital. Estamos ante un cuerpo que ha perdido la cabeza y que, por ello, se vuelve cada vez más exangüe y perturbado. Los “valores cristianos sin Cristo” han caducado. La hoja que cae del árbol parece ser libre por un instante, pero al final, cuando llega el invierno, se marchita. Si los sarmientos no vuelven a encontrar la vid, si el cuerpo no vuelve a unirse a la cabeza, se acabó el pensamiento europeo. No se puede vivir mucho tiempo apoyándose en una mentira.
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