Publicamos la intervención del astrofísico MARCO BERSANELLI sobre la supuesta “separación entre saber y creer”. El “saber” no se puede deducir automáticamente de los datos que poseemos, ni el “creer” se puede reducir a un acto irracional. Conocer es siempre un acto del “yo”, implica al sujeto. El conocimiento implica el encuentro del sujeto con el objeto. En primer lugar, en el ámbito de la investigación científica
En la primera lección de los últimos Ejercicios de la Fraternidad de CL, Julián Carrón identificó la división entre saber y creer como señal de la “confusión” de nuestro tiempo que afecta también a la concepción de la fe.
Es muy interesante observar que esta fórmula “separación entre el saber y el creer” procede de un diálogo entre algunos de los mayores científicos del siglo pasado: Heisenberg, Planck, Einstein y Pauli. Se trata de cuatro de los hombres de ciencia más grandes de la historia. Heisenberg sintetiza el asunto de esta forma: «Las ciencias naturales son en cierto modo la manera en que nosotros nos situamos ante la faceta objetiva de la realidad. La fe religiosa es, por el contrario, la expresión de una decisión subjetiva, con la que fijamos los valores que van a regir nuestra vida personal». Entonces añade Heisenberg: «Debo confesar que no me siento a gusto con esta separación. Dudo que las sociedades humanas puedan vivir a la larga con esa estricta escisión entre saber y creer».
Cuando Carrón citó este episodio, me llamó mucho la atención, ante todo porque se refería a un diálogo entre científicos. En segundo lugar, porque esta fórmula “separación entre saber y creer” dice mucho acerca de nosotros. Dice mucho de nuestra forma de sentir la realidad y de utilizar la razón. A menudo pensamos que saber –y por tanto el conocimiento– tiene que ver sólo con aquello que podemos conocer mediante el método científico. Lo que conocemos es fiable en la medida en que el método que para conocerlo se acerca al método científico. La fe, en cambio, es el reino de los valores, de lo que el sujeto decide que es importante para sí mismo, en base a una opinión o a una sensibilidad suya. Esta división no es sólo un problema filosófico. Tiene que ver con cómo tratamos lo que es más querido para nosotros, por ejemplo, cómo concebimos y juzgamos las relaciones que más nos apremian: las personas a las que queremos, el trabajo, lo que sucede en el mundo, el juicio sobre lo que vivimos. Tiene que ver también con cómo tratamos ese encuentro que, de alguna manera, nos ha llevado aquí hoy. Para todos nosotros de una manera u otra, por encima de todo lo que nos interesa está ese encuentro que ha abierto de par en par la perspectiva de nuestra existencia. La separación entre saber y creer, este debilitamiento de nuestra forma de conocer, interfiere también con lo más nos apremia.
En el campo de la ciencia. Lo primero que quisiera decir es que este planteamiento, por el que saber y creer son dos mundos separados y paralelos, no se sostiene justamente y en primer lugar si observamos la dinámica de la investigación científica. También en el campo de la ciencia, para saber es necesario creer. No basta con recoger datos. Lo primero que hacemos los científicos es recoger datos de la realidad; pero no basta con registrar números, es necesario dar un juicio sobre lo que esos números nos indican. El satélite Planck que se encuentra ahora en el punto de su órbita que habíamos previsto, a 1 millón y medio de kilómetros de la tierra, a cada segundo envía a la tierra una gran cantidad de datos, nos llegan avalanchas de datos que tienen que ver con la intensidad de esa luz primigenia del cosmos que queremos estudiar y que nos muestran cómo era el universo recién nacido, hace 14 millardos de años. Pero esos datos, ¿qué significan? Son señales que indican algo en lo que los astrofísicos debemos entrar, algo que debemos leer, interpretar. No existe un automatismo entre datos y conocimiento. El conocimiento científico implica un sujeto humano que toma conciencia de un dato objetivo que tiene ante sí. Hace falta un “yo” que juzgue. Y, aunque se haya obtenido un resultado, yo debo creer en él.
En 1989 me encontraba en una misión científica en la Antártida, en el Polo Sur, tratando de realizar mediciones de esta luz primigenia, de modo distinto a como lo estamos haciendo ahora desde el espacio. Habíamos recogido una serie de datos. Hicimos el análisis de estos datos y el resultado que salió a la luz tenía un margen de incertidumbre muy pequeño. Esto era sorprendente, porque nos esperábamos un error mayor. Era sin duda una buena noticia, aunque enseguida tratamos de averiguar si por casualidad habíamos cometido algún error en la valoración de esa incertidumbre. Analizamos los datos de formas distintas y siempre afloraba el mismo resultado. Se trataba entonces de decidir si publicar los resultados de la investigación. Entonces fui a ver a George Smoot, el jefe de nuestro equipo de investigación en Berkeley (fue Premio Nobel de Física 2006, y al año siguiente participó en el Meeting de Rimini). Le mostré el análisis y le dije: «Mira, una y otra vez sale este resultado». Él me contestó: «Entonces sólo hay una cosa que debes preguntarte antes de publicar estos resultados. “Do you believe it? ¿Crees en ellos?». Utilizando el método científico nosotros sometemos continuamente la razón al dato, a lo que tenemos delante como dato objetivo. Perp, al final, tú debes decir qué significa ese dato, debes interpretarlo razonablemente. Siempre es el hombre el que debe pronunciarse sobre los datos. El gran físico, químico y filósofo Michael Polanyi escribe: «Cualquier intento de explicar la ciencia que no la describa explícitamente como algo en lo que creemos resulta incompleto además de ser una pretensión falsa. Sería equivalente a pretender que la ciencia fuera esencialmente distinta del resto de conocimientos humanos, y superior a ellos, lo cual es falso. Los conocimientos científicos se suponen con validez universal por su propia naturaleza. Por tanto, deben adoptarse con la debida consideración de las pruebas experimentales, pero a fin de cuentas, hay una adhesión última sometida a nuestro juicio personal. En un momento dado, a todos los escrúpulos ulteriores debemos responder, en última instancia: “por qué creo que es así”». Lo primero que quería decir, por tanto, es que el conocimiento, empezando por el conocimiento científico, es un acto del “yo”, un acto de la persona, por tanto, un encuentro entre un sujeto y el objeto.
A la altura de lo humano. Esto es verdad para el conocimiento científico y para cualquier conocimiento humano. Es evidente que la ciencia es un método de conocimiento poderoso en su campo de acción: «el hecho de que nosotros podamos conocer a través de la ciencia es un gran don, que no comprendemos ni merecemos», escribe Paul Wigner. Pero la ciencia por sí misma no es capaz de decir nada sobre lo humano, ni sobre el valor de cada persona, es muda ante el interrogante del hombre sobre su destino úlimo. De hecho uno puede vivir estupendamente sin haber estudiado la ciencia. Mi madre nunca estudió las ciencias y vive tranquilamente. En cambio, no se puede vivir a la altura de la vocación del hombre sin buscar el sentido de la vida.
En esta mentalidad para la que saber y creer, conocimiento y fe están divididos, separados, el creer se reduce a un acto irracional, a puro sentimiento, a un esfuerzo de voluntad o a un autoconvencimiento con respecto a algo. La evidencia más clara de esto es que a menudo se habla de creer sin preguntarse siquiera en qué se cree. En el campo religioso a menudo se dice “soy creyente” sin reparar en qué. Lo entendí recientemente, en una sesión de trabajo sobre el satélite Planck. Un colega mío, que me conocía de oídas, se acercó y me dijo circunspecto: «Pero, ¿es verdad que tú crees?». Yo me quedé un momento, luego le pregunté: «¿Creo en qué?». Entonces él, confundido, pronunció la palabra prohibida, escandalosa: «Pues... en Dios». Entonces volví a preguntar: «¿A qué te refieres cuando dices “Dios”?». Llegados a ese punto, ya no sabía qué decir, entonces añadí: «Piénsalo, y la próxima vez me dices qué querías preguntarme». Es decir, se dice “creer” como si no tuviera ningún objeto real. Si antes señalaba el riesgo de afirmar los datos sin emitir un juicio (pretensión del método científico de prescidir del sujeto humano), aquí la cosa es peor: se pretende “dar un juicio sin el dato”, se habla de creer sin ni siquiera preguntarse por el objeto de esa creencia. Existe un modo de juzgar sin tomar en consideración cuál es el dato que se está juzgando. Es como si dijera: «Hace un día estupendo», sin haber siquiera mirado por la ventana. Ambas posiciones carecen de racionabilidad.
Lo que el encuentro con don Giussani ha introducido en mi vida es precisamente esta novedad absoluta, arrolladora, esta evidencia: que la fe pertenece al ámbito del conocimiento, no de lo irracional, y que la fe es un factor decisivo del conocimiento.
La fe parte de un hecho, de algo que yo conozco en la experiencia de un encuentro. La fe es una forma de conocimiento. Juan y Andrés conocieron a una persona, que tenían ante ellos y que era una presencia excepcional. Caer en la cuenta de lo que es la fe cambia radicalmente la vida.
En este sentido, la fe requiere toda nuestra apertura racional y afectiva, todo nuestro sentido crítico, y Carrón nos invita insistentemente a hacer este trabajo, nos desafía con la caridad de un padre. Porque la mayor caridad que alguien puede tener hacia nosotros es interpelarnos acerca de la relación con nuestro destino, y mostrarnos el camino para entrar en relación con él.
Conocer requiere un juicio. Por mi experiencia puedo decir que la fe conoce un objeto real, lo cual implica, en primer lugar, observar algo, recoger datos. También implica someter a prueba el fenómeno que se quiere conocer dispuestos a acoger también un dato imprevisto. A veces nos damos cuenta de cosas que no buscábamos.
Nuestro equipo estudia el fondo cósmico de microondas, la luz que proviene del fondo del universo, de más allá de las galaxias más distantes, una realidad que descubrimos por casualidad. Las dos personas que lo descubrieron estaban buscando algo completamente distinto. A veces la realidad entra en nuestro horizonte sin pedir permiso, se muestra de repente cuando no la buscábamos.
Conocer no es sólo recoger datos, requiere un juicio por nuestra parte sobre lo que hemos experimentado, sobre lo que hemos visto. El conocimiento es siempre un encuentro entre un objeto y un sujeto, es siempre un acontecimiento que tiene una doble polaridad. El objeto propio de la fe cristiana es algo real, que tenemos delante, algo de alguna forma concreta contemporáneo a nosotros.
El pasado mes de agosto me hallaba en Darmstadt, Alemania, para analizar los primeros datos del satélite Planck. Después de haberlo lanzado, habíamos llevado a cabo la calibración, que es el momento más delicado en un proyecto de este tipo. Había muchas cosas que debíamos comprender en muy poco tiempo, porque en esos casos el tiempo apremia. Recuerdo que en un momento dado, ante una cierta dificultad para interpretar algunos datos, tuve de repente una buena idea. Y en la vida sucede raramente que se nos ocurra una buena idea. De improviso, la situación de confusión se volvió sencilla. Yo estaba contentísimo, no conseguía dormir por las noches de lo contento que estaba, estaba satisfecho y agradecido por ese pequeño descubrimiento. ¿Comprendéis? Esto es lo que nos indica la experiencia: tocar un punto nuevo de la realidad, un punto verdadero de la realidad genera una satisfacción. Me di cuenta de que ese agradecimiento, esa percepción de mí mismo en ese momento se parecía muchísimo, es más, era la “misma” percepción de mí mismo que se genera cuando, al escuchar a don Giussani o a Carrón, o a uno de vosotros, escucho a alguien que me dice la verdad sobre mí mismo, sobre mi vida.
Conocer cambia al sujeto. Descubrimos verdaderamente un objeto real cuando nuestra persona se ve afectada por ese descubrimiento, cuando se ve cambiada. El “yo” se ve potenciado, llega a ser más él mismo. La realidad se simplifica no porque se eliminen los problemas, sino porque cambia nuestra mirada, cambia el sujeto y los podemos ver desde un punto de vista más verdadero. Todo esto me llevó a pensar: «¡Qué evidente resulta para mí esa Presencia humana que Juan y Andrés conocieron hace 2000 años al encontrarse con ella! ¡Qué real y contemporánea es a mi vida! Si no fuera así, ¿cómo podría dar razón de lo que veo? ¿Cómo me explicaría exhaustivamente esta realidad humana que toco, escucho y veo?».
El conocimiento verdadero cambia al sujeto que conoce, hay algo en mí que ya no es como antes. Y si esto es verdad para las cosas pequeñas, para los detalles de la ciencia, ¡figuraos para lo que tiene que ver con el destino! El conocimiento profundiza en cada aspecto particular y nos familiariza con el objeto que tenemos delante, ya sean las galaxias o el agua, o el hombre y su destino.
¿Qué quiere decir que conocer a un objeto nos lo hace más familiar? Quiere decir que más lo conocemos más se aclara, es decir, profundizamos en el nexo que ese objeto tiene con la totalidad, con su significado último y, por tanto, a través de lo que he visto y conocido, yo conozco algo del Misterio último.
Volvamos al caso citado. Nosotros recibimos una avalancha de datos del satélite, y éstos son recogidos en un ordenador que los almacena. En este punto, se plantea la pregunta: ¿qué significan todos esos datos? Para poderlos sintetizar, los analizamos, y construimos mapas del universo recién nacido. ¿Qué nos dicen esos mapas? Se puede hacer un análisis estadístico y tratar de extraer los parámetros fundamentales que gobiernan nada menos que la expansión del universo, y que nos pueden decir algo en claro sobre la evolución del universo que comenzó hace 14 mil millones de años. Podemos ver lo que sucedía hace 14 mil millones de años cuando el universo era todavía informe, cuando comenzaba a diversificarse, cuando empezaban a formarse las estructuras, las galaxias. Y según vamos comprendiendo algo de ese gran despliegue del diseño cósmico, nace una admiración por lo que tenemos delante, un asombro por su belleza, su orden, por la fecundidad del universo, por su unidad y variedad. Esto empieza a mover algo dentro de mí, dentro del ser humano que mira esta realidad. Descubrir esta realidad empieza a cambiarme y hace nacer en mí una pregunta nueva ante todo lo que veo: «¿De dónde viene todo esto?». Se trata de una pregunta de la razón: «¿Quién eres tú que has hecho todo esto?». De esta forma, el recorrido del conocimiento, parta de donde parta, si uno es fiel a sí mismo, alcanza el umbral del Misterio.
Miramos sin mirar. A veces caigo en la cuenta de cómo tratamos los datos reales, los hechos extraordinarios que tenemos ante los ojos, los datos que registramos alrededor de nosotros: tenemos delante testigos que nos indican algo, que nos muestran algo relevante, que nos remiten más allá de ellos, y es como si no los miráramos. Es como si mirásemos los datos de un experimento sin preguntarnos por su sentido. Es decir, relevamos cierto impacto, pero no nos preguntamos nada, nos detenemos ahí. Carrón nos decía este verano en la Asamblea de responsable en La Thuile que el testigo no basta. Conocemos a personas como Cleuza y Marcos Zerbini, hay muchos testigos cuya verdadera humanidad nos impacta –lo cual quiere decir que registramos un dato relevante–, a veces esto incluso nos conmueve, empieza a mover algo dentro de nosotros. Pero, ¿cuándo realmente nos cambia lo que tenemos delante? Cuando no detenemos el camino del conocimiento ante esos testigos y secundamos todo su desarrollo natural hasta el final. Cuando nos preguntamos de dónde viene, qué hace que la humanidad de esta persona, que conozco y que es un pobrecillo como yo, sea así. ¿Qué da razón del cambio de su humanidad? ¿Cómo se explica en última instancia esta humanidad cambiada? Y de forma todavía más radical y elemental: ¿qué da razón de mi ser? Para don Giussani, decir “yo soy” con plena conciencia significa decir “yo soy hecho”. Entonces no digo “yo soy” conscientemente, según todo el alcance de mi estatura humana, si coincide con decir: “yo soy hecho”. No existe nada más evidente que esta percepción de mí mismo: yo no me doy el ser a mí mismo, yo soy hecho por otro.
¿Qué es este pequeño “yo” dentro del universo? Es ese punto del universo en el que el universo se vuelve consciente de sí mismo. El “yo” de cada uno de nosotros es el punto en el que el cosmos se hace consciente de sí mismo, es la autoconciencia del cosmos. Cuando un hombre dice conscientemente “yo soy tú que me haces”, su voz es la voz de la creación entera que dice “yo soy tú que me haces”.
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