Bledar ha aprendido un oficio y ha pedido el Bautismo. Alberto y dos amigos suyos han apadrinado a tres gemelos ugandeses. Wu Ye hoy se llama Andrés, como uno de los apóstoles… Entramos en Due Palazzi, la cárcel de máxima seguridad de Padua, donde los días transcurren iguales. Pero, desde hace un año, para algunos detenidos ha empezado algo nuevo: una pequeña comunidad
A las 7:30 el carro con los desayunos comienza su trayecto. Se para delante de cada celda: las puertas se abren y al terminar la entrega se vuelven a cerrar. En algunas celdas los mismos presos se hacen su propio café en un infiernillo. Comienza la jornada en Due Palazzi, la cárcel de máxima seguridad de Padua: ochocientos presos, diez secciones comunes, dos de alta seguridad y dos de protegidos (los que no pueden entrar en contacto con el resto de los presos). Antes de las 8, algunas celdas vuelven a abrirse para que un centenar de presos salga para ir a trabajar o a clase. Se dirigen a los pabellones y a las aulas. Los demás esperan la hora del recreo, luego la comida. Si es día de visita, tienen encuentros con los familiares o con el abogado, y luego de nuevo una hora de recreo, la cena... Todo igual, todo se repite igual. En el corredor de la sección quinta, Marino y Salvatore se encuentran. «El sábado, me impresionó lo que dijiste sobre tu error, sobre el dolor por la culpa». «A mí también lo que dijiste tú, cuando hablabas de tus hijas. Me siento como en familia. Luego, si hay un momento de descanso en el call center, nos vemos, ¿vale?». El tiempo que transcurre aquí dentro no es igual para todos. Desde hace un año para algunos ha empezado algo nuevo, una semilla de vida distinta que ha cambiado lo cotidiano. Incluso para los que tienen escrito en su expediente: cadena perpetua.
Me doy cuenta de esto nada más verles a última hora de la mañana, en las cocinas, en la pastelería, en los pabellones donde se llevan a cabo las actividades laborales a cargo de la cooperativa Giotto. Desde hace casi veinte años la cooperativa trabaja dentro de la cárcel de Padua (Huellas, octubre 2008, pp. 30-33). Todo empezó desde ahí: el trabajo fue el cauce de la esperanza en un ambiente donde, teóricamente, no podía tener ninguna cabida. Hace tres años, cuando visité por primera vez esta cárcel, Nicola Boscoletto, entonces presidente de la cooperativa Giotto y en la actualidad presidente del Consorcio Rebus, me explicaba: «Nada de asistencialismo. Aquí tienen que trabajar en serio como en cualquier otro puesto de trabajo. No miramos al delito que han cometido, sino a la persona. Esto les devuelve confianza y dignidad. No siempre es fácil, pero apostamos por ello». Dos años después tuvo lugar la exposición sobre las cárceles en el Meeting. Algunos de los presos, junto a los correspondientes guardias de la cárcel, acudieron a Rimini para hacer de guías. Allí los vi de nuevo, estaban entusiasmados. Diez presos participaron en la edición de este año, algunos volvían, otros iban por primera vez. Muchos acontecimientos. Muchas teselas de un mosaico que se construye día a día.
En la cocina vuelvo a ver a Davide, un joven napolitano: está un poco apartado, parece no reconocerme, sin embargo en una ocasión me habló de sí mismo, de su familia. «Cada uno de ellos debe recorrer un camino personal, que es sólo suyo. Algunos, como él por ejemplo, estuvieron en el Meeting y vieron una realidad totalmente nueva e inesperada. Pasado el entusiasmo y volviendo a estar encerrados entre estos cuatro muros que parecen negar cualquier belleza y libertad, deben decidir que también aquí es posible vivir la misma experiencia de Rimini. Se necesita paciencia, y los tiempos no los marcamos nosotros», asegura Roberto Fabbris, que desde hace años supervisa el trabajo en la cocina. No se puede dar nada por supuesto, ni para ellos ni para los que venimos de fuera para trabajar aquí. Mientras, alguien me llama por detrás. «Éstos los estoy haciendo para ti. Nos vemos luego». Es Giovanni. Con las manos me enseña los tallarines, la pasta fresca que sale de la máquina.
En la pastelería ha comenzado el trabajo de los panettones navideños, además de la producción normal de dulces para algunas importantes pastelerías y empresas de catering de Padua. Hablan mientras siguen rellenando moldes con precisión y decorando pastas. «Estoy contento, he aprendido un oficio. Me servirá cuando salga de aquí», me cuenta Pjerin. En el pasillo, mientras nos dirigimos hacia los pabellones, Nicola saluda a un preso: «Luego te veo». Y el otro: «¡Sin problema, siempre estoy aquí!». Nos reímos.
En los pabellones en donde se efectúan los trabajos de ensamblaje y en la sala del call center (en donde se conciertan las citas para el Consorcio Hospitalario de Padua) vuelvo a ver algunas caras conocidas: Franco, Salvatore, Alberto, Marino… Charlamos un rato, y tengo la impresión de que algo ha cambiado. Las personas son las mismas, las tareas también –al montaje de maletas y de cajas para joyería se ha añadido el de bicicletas–, pero en algunos existe una conciencia nueva, diría casi una paz, al hacer los gestos habituales. «Este año ha venido mi madre a verme», me cuenta Bledar, albanés, en su italiano macarrónico: «No la veía desde hacía doce años. Cuando nos encontramos nos echamos a llorar los dos. Ella me dijo: “El Señor se ha servido de la cárcel para salvarte”. Tiene razón. Tengo una vieja foto con mis amigos: todos están muertos, unos por venganza, otros por las drogas. Si no me hubieran detenido, habría muerto o habría hecho mucho daño. Fíjate, yo nunca había querido trabajar y aquí he aprendido un oficio». ¿Qué más has aprendido, Bledar? «He aprendido a aceptar a todos. Aquí alguien me ha querido y me quiere. He pedido recibir el Bautismo. He elegido como nombre Juan. Ya estoy yendo a catequesis con don Lucio. Hablamos de ello en la Escuela de comunidad, el sábado por la mañana. Ahora soy libre. No hay mal que por bien no venga». ¿Cuando saldrás, Bledar? «Nunca. Nos vemos luego en la comida». Sonríe.
«Nos jugamos todo». Nicola y Andrea Basso –actual presidente de la cooperativa Giotto– me cuentan que hace un año, después de la experiencia del Meeting, propusieron hace aquí la Escuela de comunidad. Los sábados por la mañana se encuentran con Gino Gatti, un adulto de la comunidad de Padua que no trabaja para la cooperativa. «Al principio estaban un poco recelosos. Era algo que no contaba en su currículum carcelario. ¿Para qué podía servir? Les invitamos a aceptar este reto, junto con nosotros. Nos jugamos todo. Para mí es un encuentro que actualiza el tuve hace muchos años cuando me hice cristiano. Es un gesto absolutamente puro. En total vienen doce presos. Ahora en la comida diles que te cuenten». Poco a poco empiezo a intuir: sucede un acontecimiento que cambia la vida.
Son las 13 horas. Comemos en una pequeña sala detrás de los pabellones. Lanzo mi pregunta: pero entonces, ¿qué ha pasado? Marino es el primero en responder: «Yo no soy el mismo de hace un año. El pasado cinco de junio vinieron a la cárcel los frailes para celebrar la misa por la fiesta de San Antonio. Ese día conocí a don Lucio. Le pedí que me confesara. Hacía doce años que no me confesaba, y la última vez que lo hice sólo había contado mentiras. Esta vez me he reconciliado con Dios. Lloré durante toda la misa. Se lo debo a la Escuela de comunidad. Sabes, es un lugar donde puedes hablar, estás como en familia, cosa que no sucede en la cárcel. Ahí no buscas recetas para solucionar tus problemas. Simplemente preguntas. Yo he aprendido a pedir no sólo las cosas materiales, sino algo más. Por ejemplo, pido ayuda para indicar el camino a mis hijos. Rezo por ellos. Pides y ya está. Y las respuestas son muy superiores a las expectativas». «En la Escuela de comunidad puedes hablar porque nadie te juzga –interviene Franco–. En la cárcel todos –tanto los presos como los vigilantes– te miran siempre por el delito que has cometido. Para lo bueno y para lo malo. Tú eres tu error, para siempre. Pero nosotros hemos cambiado, ¿entiendes? Somos una pequeña comunidad».
El último comunista. Al final de la mesa está Salvatore, también él ha cambiado: está menos enfadado, menos tenso. Se lo digo y le pregunto por sus exámenes universitarios. «De momento, lo he dejado. Ahora en la celda somos tres y es muy difícil estudiar. En cualquier caso, gracias por el cumplido. En la Escuela de comunidad somos sinceros, en la sección estás como encasillado en un rol del que no consigues librarte. Allí me ponen frente a la realidad, por ejemplo puedo hablar del delito que cometí. Es distinto afrontar con ellos tu propio error. Estoy empezando a aceptar mi situación. Más aún: veo que puedo construir mi vida aquí dentro. He conocido personas que me han hecho comprender el bien y el mal, por ello ahora puedo comparar las cosas que vivo. Como cuando vino a vernos Rose Busingye (la enfermera ugandesa que atiende a los enfermos de sida en Kampala, ndr)». ¿Rose? «Vino el 14 de agosto», me dice Andrea. Nos descolocó a todos. «A mí me recordó a la Madre Teresa –me susurra Bledar, el albanés–. A través de ella, Marino, Alberto y Franco han apadrinado a tres gemelos ugandeses. También yo quiero hacer una».
Mientras hablamos, un preso se aleja con discreción, está muy atento a que no falte nada en la mesa. «Es Zaraviev, el último comunista búlgaro de pura cepa –explica Nicola–. Se define ateo, pero siempre está con nosotros. Nos quiere. Hoy está feliz de estar aquí». Nos mira desde el umbral de la puerta, con los ojos azules abiertos de par en par. No pierde sílaba. «La Escuela es una oportunidad –continúa Marino–. Al principio sólo teníamos curiosidad. Después entendimos que podíamos hablar con sinceridad. Y esto te lleva a acercarte a Dios. Hablamos de cosas reales que te llevan a Cristo». «Pero a mí me da pena por los demás que están mal...», comenta Alberto. «Mira, yo ahora me hago cargo de mí mismo –le interrumpe Franco–. Miro la realidad cara a cara. Y si yo estoy bien, puedo ayudar a los demás. Como nos dijo Rose: “si tú cambias cambiará el mundo, si Dios quiere”. La partida está siempre abierta». Dice Max: «Yo doy gracias a Dios por la Escuela de comunidad. Me alegra el corazón. Es la primera vez que vivo una experiencia semejante, y eso que soy cristiano desde hace más de cuarenta años. Dios está presente cuando nos reunimos, esto lo dice don Luigi (el capellán de la cárcel, ndr), algo se está moviendo entre nosotros. Dios está en mi vida, no sólo en la Biblia. Se me ha abierto el horizonte. Esto me deja más libre, porque Dios sabe lo que debe hacer y lo hace».
Hablamos de nuevo del Meeting. Amin ha participado este año por primera vez. Era también su primera salida de la cárcel. «Estaba un poco confundido. Yo soy musulmán, y justamente en aquellos días empezaba el ramadán. Llamé a mi madre para preguntarle qué podía hacer y me respondió que lo pospusiera una semana. En un momento dado, al ver allí a tanta gente, me pregunté: ¿cómo he podido cometer tantos delitos?». Giovanni me hace señas con la mano: «¿Sabes que he sido abuelo? Se llama como yo. Yo también quiero decirte una cosa: nunca le he rezado a Dios, y sin embargo él me ha enviado a estas personas que me quieren. Yo voy a la Escuela de comunidad porque me gusta. Había elegido estar en la “hermandad” de la Camorra, y esto sólo me acarreó desgracias. La Fraternidad de CL, porque yo soy del movimiento, sólo me ha traído cosas buenas». Sentado cerca de mí, Davide tiene todavía el rostro oscuro. «Para mí ha sido un año difícil. Me he cerrado». Le responde Marino: «Todavía tiene que saltar la chispa. No temas, la iniciativa es de Dios».
«¿Por qué me ayudan?». Se hace tarde. Unos tienen que volver al trabajo y otros a la celda. En la cárcel la cena es a las 16:30. A las 20 horas se cierra totalmente. Uno a uno se despiden de mí. «Ven, quiero que conozcas a los presos que están en régimen de semilibertad: salen todos los días para ir a trabajar a empresas gestionadas por el Consorcio Rebus. Dentro de la cárcel viven en una sección aparte», me explica Nicola.
Nos vemos en el centro de congresos Albino Luciani de Padua. Desde hace seis meses, Álvarez realiza trabajos de jardinería. «En cuanto me concedieron el régimen de semilibertad, le pregunté a Nicola dónde podía seguir haciendo Escuela de comunidad. Quería apuntarme. No puedo hacer menos que eso. Yo nunca trabajé, y ahora comprendo los sacrificios que hicieron mis padres. He dejado de lamentarme. Sé que debo pagar, pero nunca podré saldar mi deuda. He aprendido a ser humilde, todo ha cambiado con estos amigos. Me di cuenta una noche que estaba asomado por la ventana y empecé a rezar el Padrenuestro». Álvarez estuvo en el Meeting el año pasado y este año ha repetido. «Me ha sorprendido que la gente se acordara de mí». Con él estaba también Maurizio, que trabaja en el sector de la restauración: «La primera vez que estuve en el Meeting salí tocado. Me di cuenta de que no tenía relaciones. Cuando volví a la cárcel lloré. Lloré mientras lavaba las cacerolas. No lo había hecho ni siquiera el día de la sentencia en el tribunal. En un momento dado pensé: pero, ¿cómo he podido hacer tanto mal? En la cárcel he conocido gente que cree en mí. Dios existe. Aquí me he parado en un stop, y ahora Él es mi chofer». Nos reímos. Wu Ye ha cumplido ya su pena. Ahora está libre. Pero se ha quedado con estos amigos. «Cuando entré en la cárcel no tenía ninguna esperanza. Todo había acabado. Sin embargo, en Due Palazzi mi destino ha cambiado. Ellos han hecho todo lo posible para que no fuese extraditado a China, lo que habría significado para mí la pena de muerte. Entonces me pregunté: ¿por qué me ayudan? Jesús ha hecho que yo les conociera. Ahora he decidido bautizarme». ¿Qué nombre has elegido, Wu Ye? «Andrés».
Bledar y Wu Ye. Juan y Andrés. Como los primeros apóstoles.
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