La historia, pasada y reciente, nos enseña que el desarrollo no garantiza la riqueza y que el hombre reducido a “entidad económica” está condenado al fracaso. El Banco de Alimentos demuestra que la “caridad en la verdad” cambia la sociedad
Al final de una crisis económica como la que estamos viviendo, el próximo Premio Nobel –si este premio tuviese aún un mínimo de credibilidad– debería otorgarse a un científico especializado en paradojas. Primero, la corriente optimista de los años veinte del siglo pasado; luego, la Gran Depresión del 29, la expansión de los años cincuenta, la implosión de la economía planificada; por último, la vuelta a la euforia del mercado y al liberalismo desenfrenado, regulado por la macroeconomía y otros algoritmos, que nos granjeó la “burbuja del crédito” de los primeros años del tercer milenio. Quedan así patenten las contradicciones inherentes a cualquier acción humana y a las complejas comunidades modernas.
La ciencia económica aporta grandes beneficios a la historia de la humanidad. A menudo presupone un sueño de abundancia, aunque cualquier buen economista parte en su investigación del concepto de escasez. Y esto ya es una paradoja. Pero si miramos más atentamente la historia de la economía, nos topamos con una paradoja más compleja aún e inquietante: la del crecimiento económico que debería asegurar riqueza para los hombres y las sociedades, y que, por el contrario, no garantiza en absoluto lo que promete. ¿Acaso antes de esta última Crisis Global, no se habían batido todos los récords de crecimiento?
De esta historia secular se puede deducir que, cuando el hombre se reduce sólo a “una entidad económica”, se ve arrastrado por la ideología de turno e incapaz de recobrar las fuerzas para afrontar la vida, con sus alegrías y sus imprevistos, justamente en el terreno económico, social y político.
Un enfoque empírico. El marxismo teórico, y más aún el marxismo-leninismo aplicado, redujeron la persona a sujeto económico, en un mortal enfrentamiento entre clases contrapuestas. Por esta razón, literalmente, fue arrancada la exigencia de infinito propia del ser humano, a cambio de un “paraíso terrenal” jamás alcanzado. En el extremo opuesto, entre el final de los setenta y el comienzo de los ochenta, se afirmó otra concepción que describía al hombre como «un ser económico y maximizante». No se trató de una improvisación, sino de una elaboración basada en los estudios de von Hayek y en las teorías de Milton Friedman, y llevada a cabo en la Universidad de Blackburn, en Virginia. La teoría de allí resultante, el “privatismo”, se basaba en la inexistencia de la sociedad como sujeto social, considerado sólo como un agregado de individuos, mera suma de intereses particulares. Intérprete aguerrida de esta teoría, la Premier británica, Margaret Thatcher, pudo afirmar: «¿La sociedad? No existe».
Incluso para un laico, reformista y de izquierdas, ya en aquellos años estas teorías parecían obsoletas. Qué lejos quedaba el enfoque empírico y nada ideológico de un presidente como Franklin Delano Roosevelt, que luchó contra la Gran Depresión del 29, entre las intervenciones keynesianas de los ministros “sociales” como Harry Hopkins y las maniobras tradicionalistas de ministros ligados al equilibrio presupuestario. Nadie recuerda ya la famosa respuesta de Roosevelt a quien le pedía que aclarase su filosofía de gobierno: «¿Filosofía? Soy cristiano y demócrata. Ya está». Una paradoja más para esa época impregnada de teorías y de ideologías.
Compañero de viaje. Pido disculpas a los lectores por esta larga premisa. Pero el pragmatismo ideal del presidente Roosevelt, que supuso una «revolución cultural» en los años treinta, siempre me ha recordado el pragmatismo ideal y cristiano de don Luigi Giussani, una auténtica «revolución cultural» en los años ochenta. En otra sede, hablé de don Giussani como de un gran hombre, sacerdote de profesión, dotado de un marcado sentido artístico, es decir, capaz de leer la realidad y de encontrar las respuestas más creativas e innovadoras para los problemas que se nos plantean.
Mientras en la Universidad de Blackburn se predicaba el “privatismo”, con sus alegatos individualistas y la vocación a la maximización de los beneficios; mientras la señora Thatcher decretaba la «muerte de la sociedad» y EEUU se olvidaba incluso del deseo de «declarar la guerra a la pobreza», caballo de batalla del último año de la presidencia de Kennedy y de su sucesor, Lyndon Johnson; mientras menguaba el socialismo real y el keynesianismo entraba en declive; el sacerdote italiano proponía como valor social el misterio de la Caridad cristiana.
Lo explica muy bien en su libro El yo, el poder y las obras. Carezco de cualquier competencia teológica, así pues en este pasaje de Giussani veo un impacto económico y social arrollador. Escribe: «Cuando el compromiso con la necesidad no es simplemente una ocasión para la reacción compasiva, sino que se transforma en caridad, es decir, conciencia de pertenencia a una unidad más grande, imitación en el tiempo del misterio infinito de la misericordia de Dios, entonces el hombre se transforma en compañero de camino para otros hombres. Se convierte en un ciudadano nuevo».
En el momento en que Giussani plantea el nacimiento de un nuevo ciudadano, afronta una cuestión humana y social. El hombre, el sacerdote, el artista Giussani comienza en los años cincuenta la “caritativa” semanal para ayudar a los pobres de la Bassa milanesa de la posguerra; más tarde adapta para Italia la intuición del food bank americano y, junto con Danilo Fossati, funda el Banco de Alimentos. Y finalmente, lanza la Colletta alimentare (una jornada en la que los voluntarios recogen en las grandes superficies comerciales los alimentos que, junto con la propia compra, se adquieren para donarlos al Banco de Alimentos). Estos tres momentos, y muchas otras iniciativas, tienen un mismo hilo conductor: la educación en el misterio de la Caridad, que resulta paradójica y, en ciertos casos, desconcertante para la sociedad moderna.
En la actualidad, los mecanismos económicos aseguran buenos niveles de crecimiento, pero no se logra acabar con las bolsas de pobreza, ni siquiera mediante acciones extraordinarias. Incluso las medidas de protección social son una “acción puntual” en momentos de dificultad. La redistribución de los recursos y el acceso de todos a los productos de primera necesidad resultan siempre problemáticos.
El alcance de la caridad. En la experiencia del Banco de Alimentos prevalece un pragmatismo ideal basado en la educación en la caridad cristiana. Si ésta tiene sus raíces en el mismo corazón del hombre, basta activar su dinamismo y secundarla para desbaratar las teorías económicas. Un gesto individual de caridad, un gesto colectivo y organizado, consigue recuperar los derroches del crecimiento (¿qué son los excedentes de producción en la industria agroalimentaria?) y asegurar que una auténtica institución no estatal sea hoy una ayuda social permanente para dos millones de personas en Italia que no pueden acceder a productos de primera necesidad, como los alimentos. Es un resultado que ni siquiera los organismos de la ONU han logrado alcanzar tras decenas de estudios, análisis y proyectos a escala mundial.
En su organización práctica, el gesto de caridad es simple e inmediato. Tanto la actividad permanente del Banco de Alimentos como la Colletta alimentare se basan en una organización de voluntarios, ágil y eficiente, en una sociedad compleja, donde conviven el “crecimiento de la deuda”, el leverage y el misterioso “derivado” que tendría que haber ayudado incluso al pobre campesino del Tercer Mundo. ¿Hay alguien capaz de explicar por qué una iniciativa como el Banco de Alimentos, paradoja de paradojas, en el agregado individual maximizante, no debería merecer el Premio Nobel, como sostienen muchos economistas?
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón