Publicamos el tercer y último capítulo (pp. 99-106) del libro Educar es un riesgo, que aborda cómo el acontecimiento cristiano ilumina la estructura de la experiencia humana
La experiencia como desarrollo de la persona
La persona primeramente no existía: por eso lo que la constituye es algo dado, algo producido por otra cosa distinta. Esta situación original se repite a cada nivel del desarrollo de la persona. Lo que provoca mi crecimiento no coincide conmigo, es algo distinto de mí. Concretamente, la experiencia es vivir lo que me hace crecer. La experiencia produce por consiguiente el crecimiento de la persona por medio del valor que se da a una relación objetiva.
Nota bene. La «experiencia» conlleva, por tanto, el hecho de darnos cuenta de que crecemos. Y esto en dos aspectos fundamentales: la capacidad de entender y la capacidad de amar.
a) La persona es ante todo conocimiento y conciencia de sí. Por eso, lo que caracteriza a la experiencia no es tanto el hacer, el establecer relaciones con la realidad como un hecho mecánico: éste es el error implícito en esa frase tan usada de «tener experiencias», en la que «experiencia» se convierte en sinónimo de «probar». Lo que caracteriza a la experiencia es entender una cosa, descubrir su sentido. La experiencia implica, por tanto, la inteligencia del sentido de las cosas. Y el sentido de una cosa se descubre en su conexión con el resto; por eso, la experiencia significa descubrir de qué sirve una determinada cosa para el mundo.
b) Pero el sentido de una cosa no lo creamos nosotros; la conexión que la une a todas las demás cosas es objetiva. La verdadera experiencia, por lo tanto, es decir sí a una situación que nos requiere, es hacer nuestro lo que se nos dice. Es, pues, hacer nuestras las cosas, pero de tal manera que caminemos dentro de su significado objetivo, que es la Palabra de Otro.
La experiencia verdadera moviliza e incrementa nuestra capacidad de adhesión, nuestra capacidad de amar. La experiencia verdadera sumerge en el ritmo de lo real y nos hace tender irresistiblemente a unificar hasta el último aspecto de las cosas, es decir, hasta el significado verdadero y exhaustivo de las cosas.
La naturaleza como lugar de la experiencia
Se llama «naturaleza» al lugar de esas relaciones objetivas que desarrollan a la persona; es decir, la «naturaleza» es el lugar de la experiencia.
Es una característica de la naturaleza que constituye una trama orgánica y jerárquica capaz de suscitar la exigencia de unidad inmanente a toda persona. Tal exigencia esencial encuentra correspondencia en la afirmación de Dios; Dios es exactamente el significado unitario que la naturaleza, con su organicidad objetiva, requiere de la conciencia humana.
El error en la experiencia humana
Pero la exigencia de unidad –alma de la vida consciente de la persona– tiene que luchar contra las fuerzas de división que también están presentes en el hombre; fuerzas que le inclinan a no considerar la conexión objetiva y a romper la organicidad de la trama natural, aislando sus aspectos particulares.
Por la misma exigencia de unidad que posee el hombre, al aislar una relación particular se tiende inevitablemente a absolutizarla. Todo esto bloquea el dinamismo de la relación evolutiva de la persona, produciendo una sucesión de parcialidades desarticuladas, con afirmaciones anormales que adquieren uno u otro aspecto en cada momento. De aquí la cantidad de acepciones inadecuadas, aunque frecuentes, de la palabra experiencia: por experiencia se entiende la reacción inmediata a determinadas propuestas, la multiplicación de vínculos por mera proliferación de iniciativas, la fascinación repentina o el disgusto por las cosas nuevas, la afirmación de una elaboración o de un esquema propios, un recuerdo del pasado que no revive como valor del presente, o hasta un acontecimiento que se cita con el fin de bloquear una aspiración o amortiguar un ideal.
El misterio de Dios revelado en el campo de la experiencia humana
La intervención de los profetas y de Cristo en la historia ha tenido la función de recordar con absoluta claridad que Dios es la implicación última de la experiencia humana y, por tanto, que la religiosidad es una dimensión inevitable de toda experiencia auténtica y completa. Pero la excepcionalidad de Cristo no consiste tanto en el hecho de que constituya un reclamo de esa implicación, cuanto en el hecho de que su advenimiento constituye la presencia física de ese significado último de la historia. No hay plena experiencia humana si no lleva consigo un dar valor –consciente o no– a la relación con este hecho que es el hombre-Cristo. La relación objetiva que hace crecer a la persona humana no tiene lugar solamente en la naturaleza, sino también en un lugar «sobre-natural»: la historia de este lugar es la Iglesia («Cuerpo místico de Cristo»).
La experiencia cristiana
La experiencia cristiana y eclesial surge en la unidad del acto vital que resulta de tres factores diferentes:
a) El encuentro con un hecho objetivo, originalmente independiente de la persona que tiene la experiencia; hecho cuya realidad existencial consiste en una comunidad que se expresa sensiblemente, tal como ocurre con cualquier realidad íntegramente humana; comunidad en la cual la voz humana de la autoridad, manifestada en sus juicios y directrices, constituye el criterio y la forma. No existe ninguna versión de la experiencia cristiana, por muy interior que sea, que no implique, al menos en última instancia, este encuentro con la comunidad y esta referencia a la autoridad.
b) El poder de percibir adecuadamente el significado de ese encuentro. El valor del hecho con el que nos topamos trasciende la fuerza de penetración de la conciencia humana, y requiere por consiguiente un gesto de Dios para su comprensión adecuada. De hecho, el mismo gesto con el que Dios se hace presente al hombre en el acontecimiento cristiano exalta también la capacidad cognoscitiva de la conciencia, adecuando la agudeza de la mirada humana a la realidad excepcional que la provoca. Es lo que se llama la gracia de la fe.
c) La conciencia de la correspondencia que hay entre el significado del Hecho con el que nos topamos y el significado de nuestra existencia –entre la realidad cristiana y eclesial y nuestra persona–, entre el Encuentro y nuestro destino. Es la conciencia de esta correspondencia lo que verifica ese crecimiento de uno mismo que es esencial en el fenómeno de la experiencia. En la experiencia cristiana, es más, de modo máximo en ella, aparece claro cómo en toda auténtica experiencia está comprometida también la autoconciencia y la capacidad crítica del hombre y cómo una experiencia auténtica está bien lejos de identificarse con una impresión que se ha tenido o de reducirse a una repercusión sentimental. En la experiencia cristiana el misterio de la iniciativa divina valora esencialmente la razón del hombre cuando él lleva a cabo esta «verificación».
Y en esta «verificación» es donde se demuestra la libertad humana; porque registrar y reconocer la correspondencia exaltante que hay entre el misterio presente y el dinamismo propio del hombre es algo que no puede producirse más que en la medida en que esté presente y viva esa aceptación de nuestra dependencia fundamental, del esencial «estar siendo hechos», aceptación en la que consiste la sencillez, la «pureza de corazón» y la «pobreza de espíritu». Todo el drama de la libertad reside en esta «pobreza de espíritu»; y es un drama tan profundo que puede pasar inadvertido.
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