El vínculo indisoluble con la verdad. El anuncio de Cristo como «el primer factor de desarrollo». Luego, la subsidiariedad, el mercado, la libertad… Giorgio Vittadini lee la nueva encíclica de Benedicto XVI a la luz de lo que es el motor de la acción social: «El deseo del yo»
La espera ha sido larga: dos años muy intensos, desde que en 2007 se empezara a hablar de la «ya próxima encíclica social de Benedicto XVI» (debía publicarse coincidiendo con el cuarenta aniversario de la Populorum progressio de Pablo VI). Después, en medio del ir y venir de borradores, se produjo la crisis global. Y por tanto la necesidad de corregir, profundizar y revisar. Resultado: el texto lleva la firma del 29 de junio, fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y se ha publicado la semana después. Ha terminado la espera y comienza el tiempo para la lectura. Una lectura densa, pues se trata de 79 puntos que abarcan desde el trabajo a las finanzas, las organizaciones internacionales y el desarrollo, la técnica, el consumo, el medio ambiente... «Pero el primer dato que sorprende es otro», dice Giorgio Vittadini, presidente de la Fundación para la Subsidiariedad: «El vínculo con la primera encíclica de este Pontífice, la Deus caritas est. También en ella se hablaba de la caridad ligándola estrechamente a la verdad. Aquí el Papa hace lo mismo, desde las primeras líneas».
El Papa parece decir que el problema social y el de las relaciones entre los hombres, es ante todo una cuestión ontológica, no ética. Un problema de conocimiento, podríamos decir. ¿Qué piensas sobre esto?
Al relacionar la caridad con la verdad, el Papa elimina cualquier posible reducción de tipo moralista. En este sentido es cierto, la vincula justamente al conocimiento. Me viene a la mente un antiguo manifiesto de los años 80 que retomaba una intervención de Juan Pablo II: “La verdad es la fuerza de la paz”. Es decir, basar la caridad en la verdad quiere decir reconducirla al aspecto propio de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Por el contrario la palabra “caridad” puede ser entendida muchas veces de forma reducida.
«Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo», dice el Papa...
Exactamente. Aquí, en cambio, se habla de amor, pero como amor al destino del hombre. Y se vincula este amor al aspecto ontológico y de conocimiento. Al conocimiento como punto de partida del amor, del desarrollo. En mi opinión es muy importante: de esta forma, en el clima tan confuso en que vivimos –y en el que estos valores han sido muchas veces desligados de una experiencia humana concreta, histórica– todo se reconduce a una objetividad.
El Papa hace una afirmación muy fuerte: «El anuncio de Cristo es el primer y principal factor de desarrollo».
Porque Cristo es el que cumple el destino del hombre. Éste es un tema que una y otra vez sale a la luz a lo largo de la encíclica. El Papa habla de ello al comienzo, cuando retoma la Populorum progressio y la examina a fondo, pues subraya que Pablo VI planteaba de forma clara la relación entre el anuncio de Cristo, la persona y la sociedad. Pero también habla de ello más adelante, cuando en distintas ocasiones vuelve a poner a la Iglesia al final del recorrido humano, como el punto en el que el destino del hombre se aclara y deja de ser ambiguo. El tema de la caridad en la verdad está vinculado a la idea de que esta verdad llega a cumplimiento históricamente en Cristo y tiene a la Iglesia como garante, justamente porque la Iglesia defiende esta concepción de la realidad. El Papa habla de la doctrina social de la Iglesia, pero antes subraya su aspecto de anuncio.
Habla también del desarrollo como «vocación» y no sólo como «incremento del tener». ¿Por qué?
Lo explica así: “En el designio de Dios todo hombre está llamado a un desarrollo porque toda vida es vocación. En las páginas de la encíclica existe un reclamo continuo sobre el hecho de que el desarrollo del hombre tiene que ver con “el sentido de su caminar en la historia”. Piénsese por ejemplo en la forma que tiene de hablar de pobreza, a comienzos del capítulo quinto: la pone en relación con la «soledad» y con el «rechazo del amor de Dios». Es como si nos pusiese en guardia continuamente sobre el hecho de que cualquier aspecto del ámbito social y ético no puede tener otra raíz que el anuncio. Factor importantísimo, sobre todo si pensamos en la forma en que ha sido tratado en los últimos años el tema “evangelización y promoción humana”, incluso en los ambientes eclesiásticos, como si fuesen dos aspectos separados. «No basta la caridad, hace falta la justicia»: ¿cuántas veces hemos escuchado esta afirmación? Es como si el cristianismo, para poder interpretar la realidad necesitara otros recursos fuera del anuncio cristiano.
¿No te parece impresionante la actualidad de Pablo VI?
Sí. Es impresionante cómo lee Benedicto XVI la Populorum progressio, que ha sido una de las encíclicas cuya interpretación se ha forzado más. Si la Humanae vitae, otra famosa encíclica de Montini, fue considerada como fruto de la cerrazón, la Populorum progressio fue interpretada como cesión ante el mundo. En cambio el Papa relee a Pablo VI en su acepción verdadera: el intento de hacer de la experiencia cristiana el factor del desarrollo.
Al mismo tiempo, si me permites, resulta impresionante también la actualidad de aquella intuición de don Giussani de 1976. “Evangelización y promoción humana” era el título del Congreso de la Iglesia italiana de aquel año, que giraba por entero sobre esta distinción. Don Giussani hubiera querido que aquella “y” hubiese sido un “es”: anunciar a Cristo es promover lo humano...
Al leer la encíclica no he podido dejar de pensar en muchos momentos en El yo, el poder, las obras, el libro de don Giussani. Toda acción social debe estar fundamentada en un yo dotado de un deseo de verdad, justicia y belleza. De hecho, un poco más adelante la encíclica habla literalmente de «obra». Y lo hace no confinándola a un aspecto marginal de la vida económica y social, un Tercer sector visto como algo que va en paralelo al liberalismo y al comunismo. Para Benedicto XVI, es el mercado el que debe estar tejido de gratuidad, de empresas en las que el beneficio sea un instrumento, pero en las que su finalidad es más grande.
La expresión exacta es «obras caracterizadas por el espíritu del don»...
Exactamente, se habla de obras que nacen de la experiencia cristiana, de asociaciones empresariales que nacen con esta finalidad. Y aquí se refiere al mercado, a la misma vida económica, no como algo que se deja en manos de ideologías opuestas, sino como un instrumento de algo más grande. «No se trata sólo de un “tercer sector”», dice en el párrafo 46, «sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y sociales». Y también dice: «Parece que la distinción hasta ahora más difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro». Es como si releyese la historia económica, tanto de Italia como de Europa, desde 1950 hasta nuestros días.
¿En qué sentido?
Nosotros los católicos hemos tenido durante años un gran complejo de inferioridad. Existía la idea de que la sociedad es la que es, con sus leyes, y de que nosotros debíamos aportar los valores éticos y ocuparnos de los pobres. Stop. Pues bien, el Papa le da la vuelta completamente a esta posición. Y está mucho más avanzado que ciertos editorialistas en temas como la crisis financiera, que es entendida no sólo como una caída de la producción, sino también bajo la categoría de la confianza. La crisis es una crisis de confianza, por tanto una crisis humana. Quiere decir que el verdadero tema de la encíclica es el sujeto que está detrás de la actividad económica. Es el sujeto el que determina la marcha de la realidad.
¿Por eso es la libertad el otro hilo conductor de la encíclica? Es una palabra que repite 38 veces...
El tema que subyace es la superación de los mecanismos. Si miramos el debate post-crisis en ciertos periódicos, vemos que se siguen planteando ciertos esquemas como vías de salida. Mecanismos tal vez menos presuntuosos que antes, pero mecanismos al fin y al cabo. Se busca reconstruir el sistema sobre factores internos al sistema. La visión de aquellos que, como el Papa, subrayan la idea del sujeto, es una visión absolutamente innovadora. Y no por casualidad la otra gran palabra de la encíclica es “subsidiariedad”. Benedicto XVI habla siempre de ella como de un método ligado a la responsabilidad: «La subsidiariedad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios». Quiere decir que es el instrumento que permite que el yo, en los cuerpos intermedios, pueda desarrollar su individualidad. «Favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades».
¿Qué lectura haces de esta definición?
Una lectura dinámica. Nosotros sostenemos que la subsidiariedad es el instrumento con el que la potencia se convierte en acto. Y, a través de este método, la persona, capaz de dar respuesta a las necesidades de la sociedad, se pone en situación de hacer todo el recorrido. Del yo a la obra. El deseo se convierte en obra, en construcción de una respuesta orgánica a la necesidad. Es una forma de servir a una concepción antropológica y a una experiencia en acto. Y necesitamos esto para que nuestro yo desarrolle hasta el fondo aquello que es.
Aquí volvemos al concepto inicial del desarrollo como «vocación».
Pero lo más bonito es que el Papa lo dice tanto a nivel del yo como de las obras, o de la misma globalización. Y esta es una tesis muy audaz, sobre todo en lo que se refiere al nivel internacional. Los distintos G8 y similares nos han acostumbrado a pensar que el mundo funciona gracias a las cumbres de jefes de Estado. Esto está en las antípodas de la subsidiariedad. El Papa, en cambio, entiende también este nivel como subsidiario. Piensa en lo que esto quiere decir, por ejemplo, para una Unión Europea sofocada por el estatalismo, por los intereses nacionales, por la burocracia...
El Papa liga la subsidiariedad a la solidaridad. ¿Por qué este énfasis tan insistente?
Ante todo debemos pensar que en el resto del mundo no se da la universalidad del bienestar como en Europa. El mundo anglosajón, por ejemplo, no lo concibe así. Incluso Europa, al haber perdido la finalidad del sistema de bienestar, es decir, el servicio a la persona, termina por defender al Estado entendido como único garante del bien de la persona, y concibe a la iniciativa privada sin ideales, como única expresión de la libertad. Subrayar el nexo entre subsidiariedad y solidaridad, quiere decir que el primer modo de defender y promover el desarrollo de la persona y del pueblo consiste en favorecer el crecimiento de realidades que se mueven por el bien común, y para responder a las necesidades de los más pobres y necesitados. Desde este punto de vista la solidaridad que se conjuga con la subsidiariedad encuentra su raíz en la caridad entendida como “don conmovido de sí”, según la definición de Don Giussani.
Paradójicamente, no existe en este sentido nada más subsidiario que la misma Iglesia: nace y vive a propósito para permitir que el yo pueda encontrar la respuesta a su necesidad.
De hecho, de forma extraña en un encíclica social, hay todo un párrafo sobre la libertas Ecclesiae y sobre la libertad religiosa. Porque si no existe un sujeto que subraya la idea del yo único e irrepetible, el valor de la persona en su concepción antes que en sus expresiones operativas, yo no puedo construir una realidad que sea subsidiaria. A diferencia de lo que dicen sus oponentes, la Iglesia tiene como finalidad la libertad del yo. La educación cristiana en la fe tiene como finalidad el sentido religioso de la persona, es decir, su relación con el Misterio. En este sentido encontramos otro nexo interesante en la encíclica: temas como la vida, el medio ambiente, la misma absolutización de la técnica –sobre la que hay pasajes muy interesantes– son siempre reconducidos a un fundamento: una cierta concepción del hombre. Es evidente que el recorrido yo-subsidiariedad necesita que antes de la obra exista una concepción que la defienda. Desde este punto de vista, se vuelve a proponer una vieja doctrina católica de la que hemos hablado muchísimo en estos años: la idea de que allí donde no existe libertad para la Iglesia, no puede existir libertad social.
¿Se debe a este motivo que aparezca también con frecuencia la palabra “educación”?
Sin duda. No en vano la educación ocupa su lugar inmediatamente después de la subsidiariedad. Si bien es verdad que el problema es permitir el desarrollo del yo, el deseo por sí mismo no basta. La educación es fundamental porque el deseo debe ser educado. Y no se educa ante todo desde el punto de vista funcional, no se educa porque yo diga «te doy la posibilidad de gestionar las escuelas y de hacer hospitales». Se trata de educar en la belleza, en la verdad, en la caridad dentro de la verdad. Se trata de educar en la apertura, porque como decía Romano Guardini (y con él don Giussani), «en la experiencia de un gran amor todo se convierte en acontecimiento dentro de su ámbito».
Y sin esto, todo se vuelve confuso. «Sin Dios el hombre no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es», concluye el Papa.
Pero podría añadirse: sin el hombre, ni siquiera Dios puede obrar. Es un desafío abierto a la hora de vivir la concreción de todos los días.
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